Una noche en el Bogotá de los invisibles

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Hay un cruce en la carrera séptima en la que, según John Bernal, están representados los cuatro poderes de la nación: religión, política, prensa y economía. En pleno centro de Bogotá, la Iglesia de San Francisco, la Gobernación de Cundinamarca, el edificio del periódico El Tiempo y el Banco de la República descansan uno frente a otro en el que también es punto de encuentro y partida de los paseos nocturnos organizados por Arcupa a zonas marginales de la capital. Esta organización, fundada por este líder comunitario, tiene como objetivo la apropiación de los espacios por parte de quienes los habitan: las personas sin hogar. Ellos son quienes guían y acompañan el recorrido. El objetivo de Bernal, quien ha “caminado” más de diez años, es claro: mostrar la cara “que nadie quiere mirar”. La que de poder conoce poco.

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“Yo acá tenía un puesto de comida de segunda”, cuenta Patricia, de 52 años, sin hogar desde los 12, frente a lo que antes era el Bronx, las tres calles más violentas de la ciudad, y hoy un descampado vallado y custodiado 24 horas al día. Esta es una de las paradas en los recorridos planteados como un proceso de reconocimiento del territorio en los que se habla desde la arquitectura de estos barrios hasta los códigos de seguridad que se manejan entre los callejones oscuros, zonas rojas para cualquier transeúnte. “Vendía agua panela a 50 pesos (menos de un céntimo de euro), un calentao —las sobras del día anterior— a 100…”. Por tener el puesto, pagaba 2.000 pesos (50 céntimos de euro) a los sayas, los que controlaban la olla (venta de drogas).

Esta zona fue eliminada por la Alcaldía hace cinco años a la fuerza. Más de 2.000 policías de distintas unidades –incluidos equipos de asalto– y la colaboración del Ejército, sacaron a las personas sin hogar en un proceso que Bernal achaca a la gentrificación. Sin embargo, los alrededores siguen siendo puntos muy calientes de violencia y venta de drogas. “Nos sacaron como animales”, resume Patricia. “Entraban a balazos y nos gritaban: ‘Quietos, maricas, contra el piso’. Y pum, pum, con bombas y todo a las cinco de la mañana nos echaron”. Entonces pasó a vender refresquitos y pan duro en el parque de Los Mártires. Y, cuando no había clientes, “tocaba robar” y atracar con botellas rotas. “Algo tenía que comer, ¿sí o qué?”.

Polito en la Plaza de España de Bogotá, donde residió durante años.
Polito en la Plaza de España de Bogotá, donde residió durante años.John Bernal

En 2018, la Policía, Fiscalía y Medicina Legal registraron un total de 420 lesiones físicas a este colectivo en Colombia, una cifra muy conservadora dado el subregistro que caracteriza estas agresiones. Esas son apenas las denuncias presentadas ante la justicia. Según el informe realizado por Temblores.org y con datos de Medicina Legal, 44 de las 220 agresiones reportados por ellos “fueron perpetradas por miembros de las fuerzas armadas, de policía, policía judicial y servicios de inteligencia”. En Bogotá, el último censo del Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE), de 2019, había 9.538 personas sin hogar. Y más de 13.000 en el resto del país. Unas cifras que previsiblemente habrán aumentado a raíz de la pandemia.

De igual a igual

Los paseos, pensados para grupos de todas las edades que quieren acercarse a los barrios de Santa Fe, El Bronx y Los Mártires, normalmente solo asociados a delincuencia, prostitución, drogas y peligro, han sido un escenario clave en el que la voz de estos ciudadanos es reconocida y valorada. “Este es un espacio en el que nos miramos a los ojos y nos entendemos como iguales”, explica Bernal durante el paseo. “Da igual que tengamos máster o doctorado. Pero estamos en tierra de todos”. El recorrido de este jueves va desde el centro hasta el mercado de las hierbas, que abre en las noches y al que se llega prestándole atención al olfato.

Cuando uno no conoce, se cree que apenas son drogadictos y vagos, pero todos tienen sueños, se preocupan por sus familias, pasan miedo…

John Bernal, fundador de Arcupa

El grupo de esta semana, más numeroso de lo normal, escucha con atención buscando refugio de la lluvia que no da tregua en todo el día. Son 26; varios estudiantes de la Universidad Javeriana y Los Andes —las más caras del país—, una futura periodista que repite la experiencia, esta vez con sus padres, y dos arquitectos. Por 25.000 pesos (5,50 euros) se acercan durante cuatro horas a la otra cara de la moneda de sus realidades. “Esto también forma parte de lo que somos como ciudad, no vale de nada fingir que no existen o que son invisibles”, dice Paula Tavera, una de las visitantes. Ambos arquitectos sacan la grabadora con algo de timidez —y miedo a que se moje o se la roben— y les preguntan sobre los edificios y la forma de organizarse hace años. “Estamos en medio de un proyecto sobre el barrio”, explican.

El relato único de la calle

Los guías de este encuentro son cinco personas —Patricia, Polito, El Mono, El Negro y Giovani— con mucho en común: familias que no lo tuvieron fácil, adicciones varias, años (y algunas décadas) en la calle y la sensación de ser invisibles para el Gobierno y el resto de la sociedad. Y, al mismo tiempo, con historias completamente diferentes. Patricia decidió dormir entre callejones del centro porque su madre la entregó como muchacha del servicio de sus tíos “y no quería esa vida”; El Negro, lleva menos caminando y carga siempre sus cosas “importantes” en una bolsa de plástico blanca; El Mono se sigue presentando como “habitante y drogadicto” pero que busca enamorarse “para dedicarse solo a ese vicio”; y Polito sabe que a él “esto ya no le va” y, en palabras de Bernal, “es un niño al que se le escapó la vida de las manos” y que sueña con montar su propio grupo de teatro.

Los paseos están pensados para grupos de todas las edades que quieren acercarse a los barrios de Santa Fe, El Bronx y Los Mártires

“Cuando uno no conoce, se cree la imagen de que apenas son drogadictos y vagos, que no son nada más que eso”, cuenta Bernal al día siguiente del paseo en su casa, “pero todos tienen sueños, se preocupan por sus familias, pasan miedo… Yo a ellos les he depositado mi vida y son mi equipo”. En el salón hay cientos de guiños a todo el tiempo que le dedicó a aprender de manera autodidacta de los eternos transeúntes, que empezaron a llevarle los objetos que cuentan la ciudad: cámaras antiguas —y robadas—, ropa de hace décadas, máquinas en desuso… Lo que para muchos es basura, para los moradores puede ser útil y para Bernal puede contar historias.

“Háganse más adelante”, dice Polito, “toca ir juntos”. Él custodia el lado derecho del grupo. En la noche, apenas se le ve la visera clara moviéndose de atrás hacia adelante. No deja de proteger, como perro al ganado. Es un hombre robusto de fisiología, pero es el más inocente y noble de la banda. “Si sigo durmiendo en la calle es porque no encontré dinero para la pieza”, reconoce. Giovani Gallego Megía llega a mitad de camino, con las manos en los bolsillos y el rostro sereno. Viene de la casa en la que vive junto a su hermana desde que se rehabilitó. Es y quiere ser el ejemplo de quienes no crean que se puede salir de ahí.

Giovani Gallego, ex habitante de la calle y rehabilitado desde hace cuatro años.
Giovani Gallego, ex habitante de la calle y rehabilitado desde hace cuatro años.Noor Mahtani

La vida de Gallego estuvo marcada por la violencia y el abandono desde bien temprano. Sus dos hermanos y su padre fallecieron cuando él aún no había cumplido los 13. Se mudó con su familia extendida y empezó a relacionarse con su primo, de la misma edad, “que ya fumaba, ya robaba, ya pegaba”. Y a los 14, este albañil de 43 años de voz rajada y piel machucada por las peleas con ladrillos, cuchillos y botellas rotas ya vivía y vendía drogas en El Cartucho, uno de los barrios más conflictivos de la ciudad. Se sacaba 500.000 pesos al mes (unos 100 euros), de los cuales prácticamente todos los volvía a gastar en bazuco (tabaco a base de pasta de cocaína) y hacía de los cartones y la basura de otros, su casa.

La calle no le dejó vivir su infancia. Siempre atento, siempre alerta, creció entre el tráfico de drogas, la ley de “o pisas o te pisan” y el miedo. Mucho. Pero salir no es tan fácil. A él le costó casi 30 años y la enfermedad terminal de su madre. “Yo sabía que ella no podía irse en paz hasta que yo dejara esa mala vida”, narra afectado aún. Así que le prometió que dejaría esa rutina. Cuando llevaba siete días sin consumir y en pleno proceso de rehabilitación con el grupo de promotores de la Secretaría Social de la Alcaldía —conocidos como los Ángeles Azules— falleció su mamá. “No sé si llegó a entender que lo decía en serio”.

Desde entonces, y con el arrepentimiento a cuestas, no ha vuelto a recaer. Cuatro años limpio, a pesar de haber vuelto infinitas veces a los puntos más duros de la droga. “Es voluntad”, dice. Y ese es su legado, explicarle a los jóvenes con vidas igual de complejas que la suya que hay cobijo fuera de la hostilidad de las veredas.

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