El presidente de Israel puede abandonar su papel protocolario para arbitrar en las crisis políticas, pero es inusual que se dirija a la nación en horario de máxima audiencia para llamar al consenso con tono grave y rostro serio. Si Isaac Herzog lo hizo el pasado lunes fue por las dimensiones de la grieta social que ha abierto la polémica reforma judicial que promueve el nuevo Gobierno de Benjamín Netanyahu. “Hace tiempo que no estamos en una pelea política. Estamos al borde del colapso constitucional y social”, advirtió.
El objetivo de la reforma es debilitar el poder del Tribunal Supremo y modificar su sistema de elección. Sus promotores, encabezados por el ministro de Justicia Yariv Levin, defienden la necesidad de reequilibrar los tres poderes, al considerar que el Supremo opera de manera ideológica y excesiva en detrimento de las instituciones democráticamente electas. Sus detractores ven, en cambio, un golpe letal a la división de poderes y a la propia democracia por parte del Gobierno más derechista en las siete décadas de historia del país. Cientos de miles de israelíes ―de un total de 9,7 millones― llevan siete sábados manifestándose contra la propuesta, sobre todo en Tel Aviv. Y está convocada para este lunes una huelga parcial y una manifestación ante la Knesset (el Parlamento nacional), que se prevé masiva, con motivo de la votación del texto en primera lectura. Todo ello sin que el Ejecutivo lleve siquiera dos meses en el poder.
El elemento más polémico de la reforma es una cláusula que permitiría al Parlamento anular una decisión del Supremo por mayoría simple. El Gobierno también quiere modificar el sistema de nombramiento de los jueces de la cámara. Los elige un comité formado por tres jueces del Supremo, dos ministros, dos diputados y dos miembros del colegio de abogados. Estos últimos serían sustituidos por dos representantes públicos a elección del ministro de Justicia, lo que en la práctica daría al Ejecutivo la mayoría en el comité. Otra pata de la reforma consiste en que los asesores legales del Gobierno pasen de cargos profesionales a políticos. Serían elegidos por cada ministro, y sus conclusiones en torno a la legalidad de las propuestas dejarían de ser vinculantes para convertirse en “consejos”.
El Supremo controla la labor del primer ministro y de los diputados, estudia las apelaciones de sentencias de cortes de inferior rango y atiende peticiones contra el Gobierno y organismos oficiales. Por ello, el Israel más liberal lo ve como un importante contrapeso. Levin considera, en cambio, que se arroga un poder que no le pertenece al tumbar aquellas normas que considere contrarias a las Leyes Básicas, por las que se guía Israel al carecer de Constitución.
Vista aérea de la manifestación contra la reforma judicial, el sábado 4 de febrero en Tel Aviv.OREN ALON (REUTERS)
“En Israel, el poder político está muy centralizado y su limitación solo cae en el Supremo y en el asesor legal. Esto es excepcional entre las democracias. Las democracias occidentales pueden tener hasta siete contrapesos”, como un presidente con poder ejecutivo, un Parlamento bicameral o los tribunales de justicia de la UE, explica por teléfono Amijai Cohen, doctor en Derecho por la Universidad de Yale (EE UU) e investigador del centro de análisis Instituto Israelí para la Democracia, para ilustrar la importancia de un Supremo “fuerte” en el país. “La reforma debilitaría significativamente los límites al poder y dejaría un sistema con escaso equilibrio de poderes”, agrega.
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El caso de Arie Dery ejemplifica lo que el Ejecutivo considera una extralimitación de la justicia “que ignora la voluntad popular”, como la definió Netanyahu. Líder del partido ultraortodoxo sefardí Shas, Dery está condenado por un delito fiscal. Un acuerdo extrajudicial le salvó el año pasado de la cárcel, pero le impedía ejercer como ministro. Como Netanyahu necesitaba sus votos para gobernar, le cosió un traje a medida legislativo para poder nombrarlo ministro de Interior y de Sanidad. En cuanto la coalición entre el Likud, la ultraderecha y los ultraortodoxos se sentó en mayoría en el Parlamento, aprobó a toda prisa una enmienda que limitaba la prohibición de asumir una cartera solo a quienes hubiesen entrado en prisión. Hace un mes, el Supremo consideró el nombramiento “irrazonable en extremo” y decretó su anulación. “Apesadumbrado”, Netanyahu tuvo que cesarlo. “Pretendo encontrar cualquier medio legal posible que te permita contribuir al país”, le dijo al hacerlo. La reforma que ahora estudia la Knesset pretende poner fin a esa herramienta jurídica de la “irracionabilidad”.
Interés personal
El debate está también marcado por las sospechas de que Netanyahu busca aprobar la ley por interés personal. El primer ministro niega que la reforma afecte a las tres causas de corrupción por las que está imputado en el Tribunal de Distrito de Jerusalén. Pero, si resultase condenado en alguna, podría apelar al Supremo. Levin admitió en el pleno de la Knesset que las imputaciones de Netanyahu le “convencieron” de la necesidad de “corregir” el sistema. La consejera jurídica del Gobierno, Gali Baharav-Miara, ha pedido por carta al primer ministro que se mantenga al margen del proceso por el potencial conflicto de intereses.
Las protestas ciudadanas son la punta de lanza de la movilización. Pero los políticos de la oposición, como el anterior primer ministro, Yair Lapid, se han sumado y tomado la palabra en las manifestaciones.
También han mostrado su rechazo numerosas personalidades de distintos ámbitos. La presidenta del Supremo, Esther Hayut, ha denunciado un “ataque desenfrenado” contra la justicia y ha advertido de que eliminar los equilibrios entre los tres poderes convertiría a Israel en “una democracia solo en el nombre”. Siete premios Nobel han mostrado su “profunda preocupación” por la iniciativa y subrayado que la “investigación científico-tecnológica y educación superior avanzada prosperan en los países democráticos donde existe una clara separación de poderes”. Y Comandantes por la Seguridad de Israel, un colectivo que representa a más de 440 altos cargos de la seguridad del país, entre ellos varios jefes del Mosad y del Shin Bet ―los servicios secretos en el exterior y el interior, respectivamente― ha pedido este jueves al presidente que actúe como “el adulto responsable” y se niegue a firmar la ley, si se aprueba. “Este cambio propuesto es una transformación revolucionaria del carácter del Estado […] Lo vemos como un peligro inminente a la resiliencia nacional de Israel”, aseguran en una carta abierta.
La primera votación, el pasado lunes, en la Comisión de Constitución, Ley y Justicia, fue particularmente bronca, con la expulsión de diputados de la oposición mientras gritaban “¡Bushá!” (Vergüenza). El pulso gira ahora en torno a la retirada de la propuesta para dar paso al diálogo. Manifestantes y oposición lo exigen para sentarse a la mesa y Herzog se lo pidió al Gobierno en su discurso como gesto de conciliación. Pero el promotor de la reforma se niega: considera que hay tiempo suficiente para negociar antes de que llegue a tercera lectura y que un diálogo con la tramitación paralizada podría servir a la oposición para “arrastrar los pies con el fin de retrasar e impedir una reforma sustantiva y significativa del sistema de justicia”.
Sesión en el comité parlamentario que dio inicio a la tramitación de la reforma judicial, el pasado lunes en Jerusalén. Anadolu Agency (Anadolu Agency via Getty Images)
En la polémica subyacen grietas políticas y sociales más amplias. La derecha israelí tiene desde hace tiempo al Supremo en el punto de mira. Lo ve como un reducto de asquenazíes (judíos originarios del centro y este de Europa y generalmente asociados despectivamente a la élite y a la izquierda) que usa su posición para subvertir el resultado de las urnas. La derecha lleva en el poder buena parte de las últimas cinco décadas. Las manifestaciones más numerosas han sido, además, en Tel Aviv, feudo del Israel más liberal. Y entre los participantes más activos están los trabajadores de start-up, empresas de alta tecnología o bufetes de abogados que temen que la reforma afecte a la inversión extranjera y cuyos sueldos querrían muchos mizrahíes (originarios del norte de África y Oriente Próximo) que votan al Likud, el partido de Netanyahu.
“Aquí, las emociones desempeñan un papel al menos tan importante como la ideología o los intereses”, escribía el pasado lunes en el diario Yediot Aharonot el influyente comentarista Nahum Barnea.
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