Vacuna


El virus tuvo efectos notorios —casi todos tristes— y otros menos evidentes. Por ejemplo, nos volvió provincianos, entendiendo lo provinciano como un repliegue defensivo hacia lo propio y lo local. Durante meses cada país se mantuvo pendiente de sus propias restricciones (¿a qué hora cierran los bares?; ¿vuelve el turismo?; ¿habrá colegios?), de sus propios muertos y sus propios infectados. Cada tanto, alguna noticia perforaba la capa protectora —formada por desesperación e incertidumbre— y así, desde el espacio exterior, se filtraban asuntos como la asunción de Biden, la muerte de Maradona, los Juegos Olímpicos. ¿Pero quién se enteró de la crisis de migrantes venezolanos en Chile; cuánto duró el interés por la vida de las mujeres en Afganistán bajo el régimen de los talibanes o por la situación política de Nicaragua? El tiempo dirá si esa mirada local se nos ha hecho carne fósil. Por ahora, parece que sí. La primera semana de octubre sucedió algo histórico que pasó casi desapercibido: la Organización Mundial de la Salud aprobó por primera vez el uso generalizado de una vacuna contra la malaria. Esta vacuna se aplicó como programa piloto desde 2019 en Ghana, Kenia y Malaui y, si bien la OMS había advertido de que la pandemia de covid-19 podía desacelerar estudios científicos relacionados con otras enfermedades, en este caso las profecías no se cumplieron y la malaria, que afecta sobre todo a bebés y niños pequeños y por la que cada año mueren 600.000 personas, tiene ahora, por primera vez, una vacuna de eficacia alta. El 80% de los casos totales de esta enfermedad se dan en África que es, a su vez, el continente donde vive un tercio del total de los desnutridos del mundo. Esta vacuna permitirá que no mueran 260.000 niños al año. Lo que me pregunto es cómo se va a hacer, si seguimos tan preocupados por nosotros mismos, para que los que sobrevivan a la malaria no se mueran de hambre.

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