Hay una serie en el catálogo de HBO que quizás esté pasando un poco desapercibida. Digo quizás por qué no la he visto aparecer en mis timelines de Twitter e Instagram y a estas alturas de la vida todo el mundo sabe que lo que no está en esos timelines, no existe…
La serie en cuestión se titula Breeders (Bendita paciencia en su libérrima adaptación al castellano) y sigue las andanzas de una pareja en la crianza de sus hijos (La traducción literal de Breeders sería “criadores”). De Breeders, que en su primera temporada nos muestra a los padres con unos hijos de edades parecidas a los míos (cuatro y siete años aprox.) y en la segunda se va a la adolescencia, me gusta todo: sus personajes, su sentido del humor (tan británico), su maravilloso tránsito de la comedia al drama -como la vida misma- y, sobre todo, su realismo. Cada uno de sus capítulos es un reflejo fidedigno de cómo se vive la maternidad y la paternidad hoy en día en muchas familias, una crónica de los dramas, los shocks, las tensiones, las renuncias, las alegrías, las esperanzas y las expectativas frustradas que visten nuestros días.
Más información
En Breeders, por cierto, he encontrado en Martin Freeman a un grandioso y necesario espejo en el que ver reflejadas mis miserias: las de un padre perdido que intenta cada día hacerlo bien, estar presente (incluso si eso conlleva hacer una hora y media de cola en la Feria del Libro para que su hija consiga la firma de Pascu y Rodri), ser amoroso y respetuoso con sus hijos, acompañarles en sus victorias y en sus derrotas, pero que más a menudo de lo que le gustaría, fuera de sí, acaba gritando un “¡Me cago en Dios!” que se escucha en todo el barrio de Moratalaz.
Breeders tiene otra cosa muy buena. Y es que, como espejo de la realidad que es, te obliga a reírte de ti mismo y te hace reflexionar mucho. Sobre la paternidad y sobre la vida en general. Hay una escena en la segunda temporada en la que los padres de Martin Freeman -grandiosos ambos- están buscando casa en la costa porque sienten que el barrio obrero y de pisos de protección oficial en el que llevan toda la vida viviendo en Londres se está transformando hasta el punto de ser irreconocible (la gentrificación, ya se sabe).
“¿Qué le pasa a la clase media de hoy en día que nunca está contenta? ¿Por qué siempre están cambiando cosas y haciendo obras?”, preguntan los padres de Freeman. Y yo -que en los últimos cuatro años me he mudado de un barrio de Madrid a una zona residencial de un municipio de las afueras (La España de las piscinas), para luego volver al barrio y estar ahora pensando en irme bien lejos de la ciudad- sentí que la pregunta me la hacían a mí, que además de estar siempre cansado, parece que nunca estoy contento.
No sé por qué -misterios de las conexiones neuronales-, al escuchar esa pregunta, además de pensar en nuestras continuas mudanzas, me acordé de los cuchillos de mis padres. Este verano, cuando he estado en su casa, en el cajón de los cubiertos ha llamado poderosamente mi atención un juego de cuchillos que mi madre consiguió con los puntos de un supermercado hace la friolera de ¡¿25 años?! Y lo mejor de todo no es que sigan ahí, no. Lo fascinante es que están en perfecto estado y, sobre todo, que conservan el embalaje de cartón original con el que se protegía la hoja. ¿Cuántos cuchillos diferentes han pasado por mi cajón de los cubiertos desde que me independicé hace cosa de diez años?
Mi madre y su generación cuida las cosas así. Acumulan cachivaches y utensilios -muchos de ellos sin un uso o una utilidad clara- que conservan con esmero. Entre muchas otras personas, Leila Guerriero visitó para escribir La otra guerra (Nuevos cuadernos Anagrama) a Mabel, la madre de un soldado fallecido en la Guerra de las Malvinas. “Yo siempre junto cosas, acumulo. A veces pienso que fue porque cuando era chica no tuve nada. Ni una sábana mía, ni una almohada mía. Mis hijos me dicen: Mamá, para qué todos estos frasquitos. Yo digo que será porque nunca tuve nada”, le cuenta Mabel a Leila.
Debe ser eso. Que nunca tuvieron nada y por eso cuidan lo que tienen. Por eso hay sartenes de mi madre que recuerdo toda la vida y que seguramente le sobrevivirán. Por eso su nevera, que tiene también casi 25 años, sigue funcionando, aunque sea con pequeños apaños que le van haciendo para mantenerla con vida. Por eso cuando mi mujer le preguntó este verano a mi madre si no habían pensado cambiar la cocina (que también tiene casi 25 años), mi madre le contestó que para qué, si la que tienen aún está bien.
Desde que Feria se convirtió en un fenómeno viral, y más aún desde que Ana Iris Simón dio un discurso (llámale discurso, llámale rapapolvo a la clase política) en la Moncloa, en Twitter se ha generado un apasionado debate sobre la nostalgia de un pasado mejor y sobre si los jóvenes de hoy vamos a vivir peor que nuestros padres o no. Un debate que, como siempre sucede en este país, ha creado sus bandos irreconciliables y sus trincheras. A mí no dejan de fascinarme los debates endogámicos que se generan en esta red social. Gente discutiendo que parece que se acaba el mundo, confundiendo Twitter con un ágora griega. Luego uno levanta la vista de la pantalla y resulta que en la calle no solo es que no se hable de esos temas, sino que muy probablemente no le importen a nadie. La extraordinaria burbuja de las redes sociales.
Sea como sea, yo no tengo una opinión clara al respecto. Siempre me ha sorprendido y he desconfiado, quizás por antítesis, de la gente que tiene una opinión clara e inamovible sobre todo, esas personas que parecen haber nacido con la certeza de tener la razón en cada debate. Yo, como me sucede en otros muchos temas, no tengo una idea clara de mi opinión. Es más, creo que podría situarme en los dos bandos.
¿Tuvieron mis padres una infancia mejor que la mía? Desde luego que no. ¿Tuvieron mis padres una adolescencia y una juventud mejor que la mía? Lo dudo mucho. ¿Pudieron mis padres estudiar una carrera universitaria y no empezar a trabajar hasta los 23 años? Ni en sueños. ¿Vivieron mis padres una crianza de sus hijos mejor que la que yo estoy viviendo, con más redes de apoyo, con una vivienda más asequible, sin la necesidad imperiosa de trabajar los dos? Yo diría que sí. ¿Tiene mi padre, un obrero normal y corriente, una pensión mayor que el sueldo de muchos jóvenes de hoy en día y que, por supuesto, no alcanzarán jamás estos jóvenes (incluido su hijo)? No me cabe duda. ¿Tuvo mi padre una estabilidad laboral que en el mundo de hoy parece ciencia ficción? Desde luego. ¿Tuvo la generación de mis padres tantas expectativas como la nuestra, tantas ambiciones, tantas necesidades autoimpuestas de viajar, de ir al gimnasio, de probar restaurantes con cinco estrellas en Google, de mantenerse eternamente jóvenes, de tener el último smartphone y, cómo no, la suscripción a Netflix, HBO, Amazon Prime y Disney Plus? Ni por asomo. ¿Tuvieron nuestros padres tanta necesidad de cambiar cosas, de hacer obras, de comprar cosas nuevas? Para qué, si lo que tenían aún estaba bien. ¿Vamos a vivir peor que nuestros padres? En algunas cosas sí y en otras muchas no, supongo.
No sé si esta opinión me convierte directamente en falangista. Tampoco sé qué pensaría al respecto Martin Freeman. Lo que tengo claro es que, si como yo, estuviese acabando de redactar este artículo con los chillidos de sus hijos de fondo, iría hasta su habitación, abriría la puerta de un golpe seco y se desahogaría gritando bien fuerte un “¡Me cago en Dios, podéis dejar de gritar ya!”. Martin, ya lo habréis notado, es el padre que soy y también el que no quiero ser. No quiero acabar como acaba él la segunda temporada de la serie, así que de momento me contengo, respiro hondo y siglo tecleando. Bendita paciencia.
Puedes seguir De mamas & de papas en Facebook, Twitter o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.