Aparece Van Gogh en su autorretrato con la oreja cortada, la venda encubriendo la ausencia, su típico gorro con algo ruso, la expresión un poco perdida, los ojos tristes. Y luego las leyendas. Muchísimas. A borbotones como la sangre que debió salir tras la mutilación: el testimonio de Gauguin e incluso su posible culpa como autor de la amputación con un sable; la carrera hacia el burdel del neerlandés con el lóbulo de la oreja en la mano… Leyendas que se arremolinan inclementes alrededor de este pintor, el “loco” más popular de la historia del arte, cuya condición mental ―a pocos gusta ahora hablar de “enfermedad mental”, la forma de nombrarla Van Gogh en las cartas― fue su mayor garantía creativa; su potencia pictórica, repite la historia que ha circulado. En este relato, los largos periodos de Van Gogh sumergido en sus temidas tinieblas parecen el precio a pagar por el “genio”. Oscuridad y creatividad comparten un borde maldito en la narrativa fundacional de su historia.
Lo planteaba Ruth Padel en el libro de 1995 Whom the Gods Destroy. Elements of Greek and Tragic Madness: desde los orígenes, la cultura occidental tiende a asociar el espacio de la “locura” a lo opaco, lo que no se distingue con nitidez. Los griegos incidieron sobre el concepto: la “locura” estaba unida a los fluidos negros que los seguidores de Hipócrates relacionaban con las entrañas de la tierra. El propio Aristófanes pone en boca de un vendedor “loco” el vocablo melancholao ―lleno de negros (melas) humores (chole)―. Y quizás porque la locura es oscuridad, el Sol negro del ensayo clásico sobre melancolía y depresión de Kristeva ―recuperado en 2017 por Wuderkammer―, su tratamiento eficaz acaba por ser la ausencia de luz en una maniobra homeopática. De ahí el encierro de los “locos” en lugares apartados, más allá de la aspiración ilustrada por silenciar lo diferente a través de la creación de los manicomios.
Los pinta Goya en la pequeña tabla conservada en la Academia de Bellas Artes de San Fernando, La casa de locos. Los cuerpos se agolpan, semidesnudos, en el lugar del apartamiento, entregados a sus ficciones, sus excentricidades. Años más tarde, Tony Robert-Fleury pinta Pinel, médico del Hospital de Salpêtrière. El “orden” desmedido se impone a través de las cadenas: el doctor Pinel creía en las curaciones a partir de una regeneración moralizante. Quedaba aún lejos la aproximación psicoanalítica, la magia de la palabra para toda condición mental. La “locura”, decía Lacan, es un discurso alternativo patologizado que requiere formulaciones diferentes para abordarlo. Sobre esta idea pivota la película de 1948, The Snake Pit: el trauma de la protagonista, internada en un manicomio, se acaba curando a través de la palabra en un despacho presidido por el retrato de Freud. Al final, la “alienada” se casa con el terapeuta ―hoy le hubiera costado la expulsión de la Sociedad Freudiana―.
Más tarde, Charcot fotografiaría, en el mismo hospital de Salpêtrière, a las “histéricas” escenificando su supuesta patología ―la histeria tiene el origen en cierto deseo sexual femenino no admitido en el siglo XIX―. Los cuerpos superlativos simbolizaban la invención y teatralización del síntoma que refiere Didi-Huberman en un libro de 1982 La invención de la histeria, traducido al castellano por Cátedra. Son cuerpos que inauguran el pedigrí de las modernas “sintomatologías femeninas” y, a la vez, reenvían a la apropiación de los gestos escenificados de las “histéricas” en la maniobra performática del arte ―lo aborda el reciente ensayo Le geste hystérique autour de 1900 de Aurélie Cachera, publicado por la Sorbona el año pasado―.
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En este juego de malentendidos entre condición mental y performance creativa se inscribe el comentario de los surrealistas Breton y Aragon frente a las fotos de las “histéricas” de Charcot, para ellos “el mayor descubrimiento poético de finales del siglo XIX”. Son las romantizaciones alrededor de la condición mental, aquella que trata hasta el suicidio como cierto mal necesario para el exceso de “genio” en la vida real y la ficción, desde el joven Werther y la Miss Julia de Stringberg, pasando por Sylvia Plath o el propio Van Gogh. La clave vuelve a estar en la tradición clásica: la locura se relaciona con las entrañas de la tierra, el lugar oscuro donde se producen también los encuentros con lo mágico ―de ahí la paradoja que asocia sin tregua “locura” y “genialidad” en nuestra cultura―.
¿Qué pasaría, no obstante, si la condición mental de Van Gogh no fue la garantía del “genio”, sino un terrible impedimento para desarrollar su creatividad, a menudo sumergido en el desasosiego y el miedo que las partes oscuras de su mente le causaban cuando se abismaba en las negruras? Lo cuenta en los escritos: su condición mental no le dejaba trabajar durante largos periodos y debía volver luego a retomar la actividad tras los estragos en un esfuerzo épico. No solo: dudaba si su fuerza pictórica era otro síntoma. ¿Es necesario sufrir ―“locura”, privaciones, frío, excesos, infelicidad…― para ser el perfecto “genio” que exige el protocolo occidental? ¿De verdad debe ser entendida como garantía de la singularidad de Van Gogh su mítica autolesión, el corte cuidadoso de la oreja entera y no solo del lóbulo con una cuchilla, además, como han puesto de manifiesto las investigaciones con motivo de la exposición de 2016 en el Museo Van Gogh, Al borde la locura? ¿Es lícito construir el comienzo de una narrativa artística heroica a partir de la mutilación que anuncia un suicidio? Antonin Artaud, él mismo presa de excesos y largos periodos oscuros, lo explicaba: a Van Gogh le suicidaron.
Afortunadamente, hoy en día la salud mental es parte de lo cotidiano, sin estigmas ni mitificaciones, y se ha empezado a tomar conciencia del papel del arte y los museos en el problema, más allá de la apropiación de brut artistas como Henry Darger en Bienales o grandes exposiciones internacionales. Publicaciones como El infarto del alma, fotografías de Paz Errázuriz y textos de Diamela Eltit sobre las parejas surgidas entre los internos de un psiquiátrico ―publicado por Comisura―; muestras como la que celebrará el CCCB de Barcelona sobre Francesc Tosquelles, el psiquiatra que aspiró a “curar” los hospitales más que a los pacientes; o el proyecto de Yto Barrada en el MoMA alrededor del trabajo de Fernand Deligny, referente para la educación especial, son ejemplos puntuales sobre la preocupación creciente hacia el necesario cambio de paradigma en los temas de salud mental.
Pese a todo, al acabar la página web del Museo Van Gogh vuelve a surgir la duda: en un momento se relaciona la mayor producción del artista con los últimos y difíciles meses antes del suicidio, de manera que urge recordar cómo no se quitó la vida en un arranque de genialidad ―apuntaba la tradición hace años―, sino abrumado por la oscuridad aterradora, la que puede llevarnos a cualquiera, eventualmente, hasta el abismo extremo.
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