Hace poco más de un año nos sorprendíamos por lo que el mundo nos había preparado. La primavera iba a ser secuestrada por un virus de origen incierto. Los muertos se contaban por miles y el dios Pan tocaba la siringa con fuerza. Eran los primeros compases de una danza macabra donde todavía hoy quedan melodías por bailar.
Cuando vimos aparecer en nuestras calles los trajes de aislamiento NBQ (nuclear, químico y bacteriológico), pensamos que se trataba de una pesadilla. En el mejor de los casos, nos remitían a una película de ciencia ficción. Algo irreal. Las personas que los llevaban eran lo más parecido a extras escapados de uno de esos rodajes callejeros para un anuncio o para una película de bajo presupuesto. Aún no conocíamos la dimensión de lo que se avecinaba y los veíamos armados con mangueras, regando las calles infectas por un virus del que poco o nada se sabía.
Un año después, nos hemos habituado a la presencia de los trajes de aislamiento. Es más, el otro día, con motivo de las elecciones en Cataluña, pudimos ver las imágenes de las mesas electorales con personas vestidas con dichos trajes. Porque la única urna que conoce este virus es de madera de pino, valga el humor negro.
Con todo, si buscamos los antecedentes de estos trajes de aislamiento, los vamos a encontrar en los siglos XVII Y XVIII, en Europa, cuando los brotes de peste asolaron el mundo y los llamados doctores de la peste aparecieron con un atuendo que hoy nos resulta carnavalesco, pero que en aquellos años resultaba siniestro. No era para menos. Iban cubiertos con unas máscaras en las que destacaba una nariz prominente, con forma de pico y con dos agujeros en los extremos para poder respirar. Se diseñaron así para que su interior se pudiese rellenar de perfume, vinagre o triaca que es un preparado polifármaco, una mezcla de hierbas, opio y carne de víbora en polvo, junto a canela, mirra y miel.
Los doctores de la peste caminaban con un bastón de color blanco que les servía para mantener la distancia a la hora de tocar a los pacientes
De esta manera, el aire inhalado se impregnaba de olorosos elementos antes de que llegase a las vías respiratorias de los galenos. Por si fuera poco, los ojos quedaban cubiertos con gruesas lentes esféricas y, para proteger la cabeza, se ponían un sombrero de ala ancha, de cuero marroquí; piel de cabra que también se utilizaba para la vestimenta y el calzado. Como remate, los doctores de la peste caminaban con un bastón de color blanco que les servía para mantener la distancia a la hora de tocar a los pacientes.
Este atuendo fue diseñado en 1630 por el médico francés Charles de Lorme (1584-1678), un reputado galeno que ejerció en la corte, llegando a ser médico de Enrique IV, Luis XIII y Luis XIV, así como amigo personal de Richelieu quien le otorgaría una pensión vitalicia. Longevo y de vida amena, Charles de Lorme se casó tres veces. La última vez lo hizo a los 78 años. Entre unas cosas y otras Charles de Lorme tuvo tiempo para ingeniar la indumentaria protectora de los doctores que iban a enfrentarse con la epidemia de la peste; una vestimenta que desde París se extendería por toda Europa, convirtiéndose en el traje NBQ de aquellos tiempos. Por decir no quede que dicho atuendo también se hizo un hueco en el carnaval veneciano, pasando a ser su máscara una de las más populares de dicho carnaval. Junto a Arlequín, Polichinela, Pierrot y tantos otros personajes herederos de la Commedia dell`Arte, se vino a sumar el Dottor Dea Peste con su máscara de pico. Resulta curioso comprobar cómo, de todos los personajes, es el doctor de la peste el que tiene un pasado más terrorífico. Eso se debe a que su realidad quedaba muy lejos de la fantasía de un remendado Arlequín o de la entretenida maldad que se gasta el enano malvado que representa Polichinela. En las noches de Venecia, durante su carnaval, la figura del Dottor Dea Peste no pierde del todo su oscuro pasado. El pico de su máscara, afilado como una guadaña, se clava en lo más profundo de nuestro inconsciente, ahí donde residen los traumas colectivos que han sido herencia de generaciones.
Ya puestos, es posible imaginar que, en un futuro, cuando los trajes NBQ hayan evolucionado a no sé sabe qué formas, nos encontremos con los de ahora convertidos en el disfraz exclusivo de una farsa en la que se festejará la vida.
Entonces se recordarán estos tiempos que ahora vivimos con la perspectiva de los siglos, igual que hacemos ahora cuando nos acercamos hasta los capítulos pandémicos de nuestra historia y nos imaginamos a aquellos doctores que, ataviados con sus máscaras picudas, caminan por calles empedradas donde los cadáveres se amontonan y las ratas negras celebran la muerte como si fuera la pesadilla de un trauma colectivo.
El hacha de piedra es una sección donde Montero Glez, con voluntad de prosa, ejerce su asedio particular a la realidad científica para manifestar que ciencia y arte son formas complementarias de conocimiento.
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