El fenómeno empezó en Oakland, en casa de los Golden State Warriors, un 12 de febrero de 2000. Ya de noche, con los astros brillando bajo el cielo californiano, los focos del Oracle Arena iluminaban uno de los momentos cumbre del fin de semana de otro tipo de estrellas, las estrellas de la NBA. Era sábado y quedaba tan solo el último acto, y en un All Star todo el mundo sabe lo que eso significa. A escena aparecía el número 15 de los Toronto Raptors, su cabeza rapada brillando bajo la luz intensa del pabellón. El balón cazado con una mano, él mordiéndose el labio por dentro, repasando dentro de su cabeza los próximos cinco segundos que revitalizarian el sábado de concursos del fin de semana más festivo del baloncesto estadounidense.
Tan solo cinco segundos tardó Vince Carter en dejar ojiplático a la parroquia NBA congregada en la bahía, en levantar del sofá a los feligreses que le dieron una oportunidad al baloncesto esa noche. Giró en el aire 360 grados en sentido contrario a lo que dicta la convención, a las agujas del reloj, y se comió la canasta con un molinillo tremendo: Shaq flipando detrás de su videocámara, el público levantando los cartelitos con el 1 y el 0 a la par, Kenny Smith invitando a la gente a irse a sus casas, porque el concurso había terminado nada más haber empezado. Hacía muchísimo tiempo que los mates del sábado no dejaban esa sensación en el cuerpo de nadie, incluso la liga se había planteado eliminar o cambiar el formato del concurso.
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Vince frenó todos esos planes, Vince se metió al mundo de baloncesto en el bolsillo con tres vuelos inverosímiles: el 360, la suspensión por debajo las piernas y, para cerrar el chiringuito, su codo dentro del aro. ¿Quién se podría haber imaginado todo aquello? La respuesta es simple: nadie. Carter llegó al pabellón tan solo media hora antes del evento, acalambrado de un viaje con más personas de lo legalmente permitido metidas en el mismo vehículo y sin una hoja de ruta fija para el concurso. Cuando se mordía el labio, durante esos cinco segundos, decidió cambiar su primer mate, un instante que transformó para siempre su historia y, de rebote, puso a Canadá y a los Raptors en el mapamundi del baloncesto del siglo XXI.
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Vince aterrizó en la NBA en el número cinco del draft de 1998, elegido por los Golden State Warriors. Fue traspasado inmediatamente a los Raptors a cambio de Antawn Jamison, excompañero suyo en el baloncesto universitario y número 4 de ese draft. En ese momento, Toronto era un páramo aunque él tenía allí a su primo lejano Tracy McGrady, que había sido elegido por la franquicia canadiense un año antes. “¿Dónde demonios está eso?”, se preguntó T-Mac en su momento. Su primo Vince al menos ya lo sabía de antemano. La pareja familiar dio a la ciudad un sello único, y la conexión entre ambos funcionó desde el primer año. En 1999, Carter fue elegido Rookie del año y un año después, además de situarse en el mapa mental del aficionado al baloncesto con sus mates de fantasía, lideró a la franquicia hacia su primera aparición en los playoffs.
En Canadá, la apuesta por el baloncesto fue doble desde la fundación de los Grizzlies y los Raptors en 1995. En Vancouver, los Grizzlies sufrían con el éxito del vecino como farolillos rojos de la liga. Al año siguiente el equipo sería vendido a Michael Hesley, un empresario estadounidense que trasladó la franquicia a Memphis, donde sí encontró el éxito a través de los hermanos Gasol. Con la partida de los Grizzlies, que coincidió con la marcha de McGrady a los Orlando Magic, Canadá se quedó con Vince Carter como su único estandarte. Su baloncesto eléctrico cuajó en la grada y formó el carácter del Air Canada Center, uno de los ambientes más especiales y bulliciosos de la NBA de hoy en día. Si Carter penetró tan bien en la sociedad canadiense fue porque, sabiendo uno de baloncesto o no, sus movimientos resultaban atractivos: plasticidad, explosividad, agresividad, era imposible no vibrar un poco con el estilo ofensivo del 15.
Esa ignorancia en torno al baloncesto, que se tradujo en los aficionados batiendo los pompones a modo de distracción sin importar el equipo que estuviera en la línea de tiros libres o en los comentaristas de la televisión realizando segmentos educativos durante los tiempos muertos –“y esto son los tres segundos en zona, estimados espectadores”– en los primeros años de la franquicia, puede explicar mejor cuán importante fue la irrupción de Vinsanity. Con él, la grada acabó de captar los pormenores del juego de la canasta, que empezó a reclamar su pequeña parcela mediática sobre las pistas de hockey hielo, deporte rey en el vecino norteño de los Estados Unidos.
En el año 2001, convertido en jugador franquicia tres años después de su alunizaje a la liga, Carter fue el tipo más votado para el All Star. Lo sería cuatro veces en cinco años. Sin duda, Vince era el tipo más popular del baloncesto canadiense, y se podría discutir que también lo era a lo largo y ancho del territorio NBA. Estaban los Allen Iverson, los Kobe Bryant y un tal Michael Jordan, pero fue Air Canada quien más reclamo popular juntó de cara al fin de semana de las estrellas.
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Poco después de su momento más dulce como Raptor, Vince sufrió lo que otros muchos profesionales del deporte tienen por su mayor pesadilla: la aparición de las lesiones. Las rodillas de Carter, conocido precisamente por su tremenda capacidad atlética y de salto, empezaron a fallarle. Se perdió los 22 últimos encuentros de la temporada regular en 2001, y la temporada siguiente solo pudo completar 43 partidos. Los momentos de gloria empezaron a cubrirse de nubarrones y el héroe mudó de piel en cuestión de meses.
El proceso culminó en 2004, cuando Vince fue traspasado a los New Jersey Nets y la afición de Toronto entendió ese movimiento como una declaración en contra de su ciudad, de su país. Evidentemente, esa no fue la realidad, pero la prensa y la leyenda urbana encumbró al nuevo Carter, ahora en el papel de villano. No hay que negar que él mismo puso mucho de su parte.
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En su primera visita a su antigua casa, 20 puntos y victoria para el equipo visitante, Vinsanity fue recibido por una lluvia de abucheos que no encontró tregua hasta una década después de la partida del crack a Nueva Jersey. Fue en el segundo encuentro de vuelta en Canadá, el 8 de enero de 2006, cuando Carter dio la última estocada al corazón herido de su antigua hinchada. José Manuel Calderón falló un tiro libre a 7.2 segundos del final, Jason Kidd recogió el rebote largo y encaró el sprint al otro lado de la cancha. Allí estaba Carter, que recibió el balón más allá de los 8 metros, se levantó por encima de Calde y cerró la noche con la peor pesadilla para los locales: triplazo sobre la bocina de la mano del ídolo fugado y otra victoria visitante. A dormir calentitos.
Calde fue testigo de la obsesión de Toronto con Vince. Le odiaban, le silbaban, pero era todo hate deportivo, pura envidia. “Creo que conseguimos hacer que la gente se olvidara [de él] un poco”, comentaba el base extremeño sobre los años de resurgimiento de la franquicia de la mano de Chris Bosh. “En mi primer año, en 2005, todo el mundo hablaba de lo mismo, de Vince. No importaba lo que ocurría en pista. Todo giraba en torno al pasado. Después, cuando CB se fue, [la obsesión con Vince] volvió”.
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“Para la gente que dice que les abandoné, no creo que sea el caso”, recordaba Vince antes del inicio de la primera ronda de los playoffs de 2007, que le enfrentó a su antiguo equipo. “Sería como abandonar a mi familia. Por supuesto que hay un momento en el que debes pasar página, marcharte de su casa…” En esa eliminatoria, los Nets hundieron una vez más la moral de los aficionados canadienses, que no vieron a su equipo superar la barrera de la primera ronda hasta el año 2016, un dato que inevitablemente les recordó a Vince, el único jugador que les había llevado más lejos en toda la historia de la franquicia.
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“Cuando empiezas a conversar sobre los Raptors, y te dicen que lo estáis haciendo bien, lo estáis haciendo genial, muchas veces te dicen que les recuerda a los tiempos de Vince”, recordaba Masai Ujiri, GM de la franquicia en un reportaje de Complex en 2016. “Eran tiempos de esperanza, se podía ver que algo estaba a punto de pasar. Para ellos es lo mismo ahora, hay esperanza de que algo bueno puede pasar”. Y efectivamente, el anillo valida las sensaciones que los torontonianos sintieron los últimos años. Los días de Vince estaban de vuelta, y la sombra del icono aparecía en cualquier éxito, sin importar la dimensión del mismo.
Precisamente fue la pasada temporada, la del primer anillo de los Raptors, cuando la ciudad recibió por fin a Carter con ánimos reconciliadores. Fue la primera vez que no le silbaron como visitante, aunque en 2014, una década después de su marcha a los Nets, varios medios iniciaron una campaña titulada Ya es hora de perdonar a Vince. La campaña empezó el proceso de reconciliación con la ciudad, un proceso que probablemente se cerró una vez consiguieron el título. El pasado verano, algunos soñaban con ver a Carter vestir la camiseta de los Raptors para cerrar una carrera deportiva única, de 22 temporadas en la élite. No ha sido un final de película de Disney, de eso no hay duda.
Carter se marcha después de terminar su última temporada con los Atlanta Hawks, el cuarto peor equipo de una campaña truncada por la pandemia del coronavirus. El 11 de marzo, tanto el público, como los compañeros y el entrenador Lloyd Pierce tuvieron buena vista cuando quedaban pocos segundos para finalizar el que, tras el anuncio de suspensión de la competición, era probablemente su último encuentro del año. El público empezó a pedir a gritos una última aparición de Vince. Los compañeros empezaron a animarle. “Estoy bien, estoy bien, tranquilos”, decía él. Le empujaron prácticamente encima de la pista. El técnico le dijo que sí con la cabeza, y Carter entró para completar sus últimos 19,5 segundos en la NBA.
El balón, por supuesto, llegó a sus manos y él lo tenía claro. Iba a lanzar de tres. Los New York Knicks no pudieron estarse de observar ese tiro para la historia, y no le defendieron. Carter se elevó y, a pesar de todo lo que comportaba ese momento, la clavó limpia. Él también se quedó clavado, observando la belleza de su último tiro. “Ahora que pienso en ello, me dan escalofríos”, decía en su podcast con The Ringer ‘Winging It’. Este jueves, a través de la misma plataforma, Carter confirmó lo que ya era un secreto a voces.
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Ese partido, ese triple eran su adiós para siempre, el punto y final a una carrera de récord: 22 temporadas en la NBA; el jugador más longevo de todos los tiempos a sus 43 años. Nacido en 1977, Carter ha jugado con o contra jugadores de seis décadas distintas, desde los cincuenta hasta los dosmil. Es el jugador que ha jugado contra más oponentes en su trayectoria, un total de 1.668 rivales que le han gozado y le han sufrido a partes iguales. Esa cifra representa casi el 38% del total de jugadores que han jugado alguna vez en la liga en toda su historia.
El papel de Carter estos últimos años ha sido más formativo que ejecutor, algo normal si consideramos que tan solo tres jugadores en toda la historia han jugado un partido oficial de la liga con más años que él: Robert Parish, con 43 años largos; Kevin Willis, con 44; y Nat Hickey, con 45. La longevidad del número 15 formará una parte esencial de su legado junto a su explosivo físico de sus años mozos.
Carter encadenó diez temporadas consecutivas en la fase final de la liga, primero con sus Raptors y más tarde con los Nets. Sus ocho apariciones en el All Star también fueron consecutivas, y su popularidad le impulsó al olimpo junto a nombres de la talla de Kobe Bryant. Los números no hacen justicia a su trayectoria, ya que su hoja estadística no ha sido lo que más impacto ha causado en la liga. Su baloncesto eléctrico, sus movimientos atractivos incluso para aquellos que jamás botaron un balón, la plasticidad y la explosividad que transmitía al juego con su cuerpo hicieron de él un espectáculo irresistible. En su punto álgido, el escolta promedió 27 puntos, 6 rebotes y 5 asistencias por partido, aunque en el promedio total de su carrera esos números bajan a los 16,7 puntos por encuentro.
Ni las estadísticas ni los títulos avalan su carrera, aunque al menos pudo levantar un oro olímpico, que no es poca cosa. Desde 2014, cuando cambió Dallas por Memphis, Vince estuvo por debajo de los dobles dígitos de anotación y de los 20 minutos de juego. Con los Hawks Carter ha cumplido un papel de consejero y ayudante de entrenador, más allá de breves apariciones como jugador. Sin tener minutos importantes, la importancia de Carter era que todavía estaba allí, transmitiendo sus valores y conocimientos a chavales como Trae Young, destinados a escribir el futuro de la liga.
El adiós del 15 es el final de una constante en la competición. Quedarán sus enseñanzas. Que no esté su nombre el próximo curso será extraño, y es que Carter no ha sido un fuera de serie al nivel de Mike, Kobe o LeBron, pero sí que ha logrado un nivel comparable a las mayores figuras de la historia gracias a su estilo único y su longevidad sobre las canchas. Su compromiso con el baloncesto, como destacó el comisionado Adam Silver, ha sido tremendo.
Solo nos queda decirle lo que resulta evidente: muchas gracias por todo, Vincent.
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