WASHINGTON – Refugiado en su oficina del Capitolio federal, Remmington Belford oía gritos y golpes, pero tuvo que encender la televisión para ver qué pasaba: una muchedumbre había irrumpido en uno de los lugares más seguros del mundo y el instigador era nada más y nada menos que el presidente, Donald Trump, quien ahora se enfrenta a un segundo juicio político.
La televisión tenía el volumen al mínimo, porque sólo unos minutos antes los altavoces del Capitolio habían retumbado con un mensaje muy claro: “¡Cierren la entrada a sus oficinas, aléjense de las ventanas y las puertas y, por favor, no usen aparatos electrónicos!”.
Junto a Belford estaba su jefa, la congresista demócrata Yvette D. Clarke. Antes, ambos habían visto cómo los manifestantes — seguidores de Trump — se abrían paso por los pasillos del Congreso y superaban sin ningún problema el primer control de seguridad que lleva a la Cámara Baja, un lugar de acceso restringido.
“¡Volvámonos a la oficina!”, dijo inmediatamente la legisladora a Belford y echaron a correr.
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REZOS CON LA TELEVISIÓN EN SILENCIO
Durante horas, sin subir el volumen de la televisión, esperaron a que la policía y el ejército desalojaran a los asaltantes y rezaron: “Señor, por favor, no les dejes que vengan hasta aquí, por favor no dejes que ninguna vida más sea dañada y, por favor, que se acabe esto lo antes posible”.
Belford reconoce que estaba aterrorizado y que temía morir ese mismo día.
Era 6 de enero y, por la mañana, el Congreso se alistaba para ratificar formalmente la victoria de Joe Biden en las elecciones presidenciales de noviembre y lo único que se esperaba era que un grupo de republicanos se opusiera a ese trámite, lo que sólo demoraría unas horas el proceso.
A mediodía, Trump dio un discurso desde la Casa Blanca y volvió a agitar sus mentiras sobre fraude electoral, para luego pedir a los centenares de asistentes que se dirigieran al Congreso.
“¡Nunca recuperarán nuestro país con debilidad, tienen que ser fuertes y tienen que mostrar que son fuertes!”, clamó el entonces mandatario en una intervención que ha servido de base para abrir el juicio político contra él por “incitar a la insurrección”.
CUERDAS PARA TREPAR POR LA PARED DEL CAPITOLIO
Obedeciéndole, la multitud pasó por encima de todos los controles de seguridad alrededor del Capitolio y, sin miramientos, empujó a los pocos policías que les plantaron cara.
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En la parte norte del Capitolio, algunos manifestantes se valieron de cuerdas para trepar por la pared, como si no pudieran usar las escaleras; y otros emplearon objetos o directamente la fuerza bruta para romper ventanas y puertas.
Desde la parte de arriba de las escaleras del Capitolio, un hombre ondeó victorioso una bandera azul con el nombre de Trump. Era la señal: habían invadido la sede del poder legislativo.
Mientras, el congresista demócrata Adriano Espaillat, de origen dominicano, podía ver a algunos de los manifestantes desde su oficina.
Despachos como los de Espaillat o donde estaba Belford se ubican en edificios cerca del Capitolio, comunicados mediante túneles y algunos de ellos habían sido evacuados por amenaza de bomba.
Enseguida, dos policías llegaron a sus dependencias y le pidieron que les acompañara a un “lugar seguro y secreto”, donde estaban llevando al resto de legisladores. Espaillat se negó, cuatro miembros de su equipo estaban con él y no quería dejarlos atrás.
ATRINCHERADO EN SU PUESTO
Irse de la oficina, argumenta Espaillat a Efe, habría sido como “sucumbir a la muchedumbre” y él se negaba a hacerlo.
Para el legislador, ese espacio es un símbolo de responsabilidad y, además, está plagado de recuerdos: una foto en blanco y negro de sus padres, un marco con la primera ley que consiguió aprobar y un “altar del béisbol” con una bandera de su equipo, los Tigres del Licey de República Dominicana.
Simplemente, no podía irse de allí, pero reconoce que estaba preocupado. “Esos tipos vinieron a asesinarnos, a matarnos. No hay ninguna duda”, rememora y, zanjando el asunto, promete que exigirá cuentas a Trump.
Con los manifestantes dentro del Capitolio, las horas se hicieron eternas. Las autoridades comenzaron a organizarse para enviar allí a unos mil soldados en la reserva y, entretanto, los seguidores de Trump se paseaban por los pasillos como si nada, haciéndose fotos hasta en la oficina de la demócrata de mayor rango, Nancy Pelosi.
Sobre todo, había mucha incertidumbre, cuenta la reportera colombiana Alejandra Arredondo, de la Voz de América, medio financiado por el gobierno estadounidense, que se atrincheró en el sótano del Capitolio con otros cuatro periodistas.
La sala donde estaban no tenía pestillo, así que colocaron unas sillas en la puerta con la esperanza de que si los manifestantes intentaban entrar tuvieran dificultades para hacerlo.
CONFUSIÓN ENTRE LA POLICÍA
Hubo un momento “muy duro” en el que Arredondo se dio cuenta de que “la cosa era muy seria”: dos policías, que claramente no sabían muy bien qué hacer, llegaron hasta donde estaban los periodistas para pedirles agua porque tenían gas en los ojos y, cuando recuperaron la vista, comenzaron a charlar.
“Ellos -recuerda- nos decían ‘¿qué van a hacer acá? La cosa está muy fea, quédense acá si pueden, no creo que los encuentren’. Fue un momento como de ¡Guau! O sea, las autoridades están como tratando de lidiar con esto y nosotros acá encerrados y, Dios, ¿qué vamos a hacer acá?”.
Finalmente, hacia las 8 p.m., las autoridades declararon que habían recuperado el control sobre el Capitolio y los legisladores volvieron a sus escaños para ratificar la victoria de Biden.
Fue una de las jornadas más convulsas de la historia de EEUU, que algunos demócratas han calificado de intento de “golpe de Estado”, en la que murieron cinco personas, y por la que Trump volverá a enfrentarse a un juicio político.
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