El acuerdo de paz alcanzado en Colombia entre el Estado y la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), firmado solemnemente el 26 de septiembre de 2016, es sin duda un hito histórico y un éxito que puso fin a una guerra civil de medio siglo de duración. En general, se puede decir que su implementación ha sido satisfactoria y más del 90% de los 13.000 guerrilleros que abandonaron las armas permanecen en el proceso de reincorporación a la sociedad. Sin embargo, algo más de cuatro años después de la firma, la muerte violenta no ha desaparecido de algunas regiones del país y la existencia de un nuevo ciclo de violencia organizada en esas zonas ya no es una hipótesis.
Aunque no se puede hablar, como en el pasado, de un conflicto a escala nacional, sí resulta acertado señalar la existencia permanente de conflictos localizados. Matanzas recurrentes como las perpetradas el pasado fin de semana —cuando 13 personas fueron asesinadas en dos regiones del país— o el asesinato frecuente de líderes sociales a manos de escuadrones de la muerte son la plasmación de una creciente situación de violencia reflejada en el informe de la Fundación Ideas para la Paz. El texto advierte de un aumento de acciones de grupos armados —318 en el último año, frente a las 225 del primer año después del pacto— y de que la opción por las armas no responde ya tanto a motivos ideológicos como a intereses económicos y vínculos con el narcotráfico.
Iván Duque, presidente de Colombia, tiene la obligación de que la paz llegue a todos los rincones del país respetando y ciñéndose a lo estipulado en los acuerdos. Puede que políticamente le suponga algún tipo de coste —proviniendo de un partido que proclamaba abiertamente su voluntad de “dinamitar” el pacto—, pero el interés de Colombia debe primar por encima de todo. Los acuerdos no son un fin en sí mismos, sino el inicio de un largo y complicado proceso que es preciso cuidar y es reclamado por la sociedad. A Duque le corresponde que no se malogre.
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