Vitalicios

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Este fin de semana, caminando por Madrid, vi el anuncio de una Universidad que decía: “Más now y menos yesterday”. No milito la nostalgia, pero creo que sólo conociendo el pasado se puede vivir un presente sin ingenuidades (sin creer que el mundo empezó con uno), y ver, con cierta precisión, los engendros que encierra el huevo de la serpiente. El viernes 24 de junio, el Supremo de los Estados Unidos anuló un precedente judicial que, durante 49 años, permitió a las mujeres de ese país abortar de manera segura. Cuando lo supe, salí a caminar llena de furia hasta que, de pronto, sentí miedo. Porque recordé que el 23 de junio el Parlamento polaco rechazó el proyecto de ley para legalizar el aborto, que, desde octubre de 2020, cuando ese país declaró inconstitucionales las intervenciones practicadas en casos de trastornos irreversibles del feto (el 97% se producía por esa razón), está, en la práctica, absolutamente prohibido. Porque recordé que, cuando los talibanes tomaron el poder de Afganistán, en agosto de 2021, aseguraron que respetarían los derechos laborales y sociales de las mujeres y, sin embargo, el 7 de mayo de este año dieron la directiva formal de que todas deben cubrirse el rostro en público y quedarse en sus casas, saliendo únicamente en casos de necesidad. La decisión del Supremo no se produce por generación espontánea ni en el vacío. Se produce en un contexto en el que los derechos de las mujeres han retrocedido dos décadas debido a la pandemia, y es la herencia de un pasado que no cesa: tres de los jueces que votaron a favor de anular ese derecho fueron colocados en sus puestos por el entonces presidente Donald Trump que, ya en 2016 y durante su campaña, proponía castigar a las mujeres que abortaran y dejar sin efecto la ley. La mayoría de los jueces del Supremo —seis— son ahora conservadores. Y sus cargos son vitalicios. ¿No es para tener miedo?

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