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Vivir en un viejo refugio nuclear

Óxido, corrosión, desconchones, humedad y decrepitud. Muchos sótanos de edificios de Ucrania son, en realidad, viejos refugios nucleares construidos en la época soviética. Constituyen un submundo particular, un perfecto escenario para una película. Ahí, más de siete meses después del comienzo de la invasión rusa, siguen viviendo cientos de personas. Inexpugnables hace décadas, las gruesas puertas de hierro con una rueda que se gira para abrirlas y cerrarlas no ofrecen ya garantías de protección en caso de que Rusia cumpla su amenaza de llevar a cabo un ataque nuclear. Pero sí son útiles frente a los misiles y la artillería.

“No estamos preparados para algo tan terrible. Esa es la verdad”, comenta Dmyitro Volochniuk, profesor de Química de la Universidad Nacional de Kiev y del Instituto de Química Orgánica. Se toma en serio las amenazas rusas ante un posible ataque con armas nucleares, pero lamenta al mismo tiempo que no haya espacios suficientes con garantías para toda la población en caso de que tenga lugar.

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Los misiles rusos empujaron desde el pasado febrero a miles de personas a buscar protección en esas viejas instalaciones. Todavía hay algunas que siguen habitando en ellas de forma permanente, como ocurre en el sótano de la antigua sede de la compañía telefónica de la Unión Soviética en el distrito de Kivski de la ciudad de Járkov, en el noreste de Ucrania. En la planta que se halla a pie de la calle, varios comercios dan al interior un aspecto que nada tiene que ver con el que se construyó hace medio siglo. Escaleras abajo, un entramado de galerías y estancias introduce al visitante en un universo paralelo en el que reina a partes iguales el miedo, la resistencia y la esperanza. Allí más de medio centenar de vecinos hacen vida en camastros que, en algunos casos, se sostienen sobre las viejas cajas de madera que contenían las máscaras antigás.

Puerta en uno de los antiguos refugios nucleares de la época soviética bajo una fábrica de la ciudad de Járkov.Luis de Vega

A sus 45 años, Stanislav ya no es el masajista deportivo que llegó a trabajar para el equipo olímpico de natación de Ucrania. Desde febrero es uno de los responsables de este refugio, que en los días de mayor asedio ruso a la urbe acogió al mismo tiempo a más de 500 personas. “Muchos eran familias con niños que pasaban por aquí un tiempo antes de ser evacuados a zonas más seguras del oeste del país o al extranjero”, cuenta en una de las salas, que recuerda a las entrañas de un submarino. Frente a él, Tatiana, de 53 años, no puede evitar que las lágrimas afloren tras sus gafas mientras explica el vuelco que ha dado su vida en estos meses. El sótano de la antigua compañía telefónica les da seguridad, pero para esta costurera y su familia los problemas económicos se acrecientan según se va alargando el conflicto.

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Atenta a sus testimonios, todo oídos, se encuentra la psicóloga Vladena Andrienko, a la que la guerra ha curtido frente al drama. Empezó como voluntaria repartiendo comida y desde abril forma parte de un programa de asistencia de la ONG Médicos del Mundo. “Nuestra tarea es reducir la tensión emocional, ayudar a la gente a recuperarse del shock y que puedan afrontar una situación que no es normal. Es como si el estómago tuviera que digerir un elefante”, explica Andrienko para tratar de hacer entender la complejidad de los sentimientos que asaltan a los vecinos que habitan en estas cavernas urbanas. Tamara, de 67 años, muestra a la psicóloga las manualidades con las que ejercita sus manos y su mente en las interminables horas de tedio. Hay cuerdas a modo de tendedero, decenas de botellas de plástico para el agua sobre el suelo, mobiliario improvisado… y un ramo de flores marchitas en un rincón sobre el codo que forma una tubería.

Tatiana, de 53 años, en el refugio en el que sigue viviendo en Járkov más de siete meses después de que comenzara la invasión rusaLuis de Vega

Los refugios nucleares necesitan determinadas exigencias, como disponer de ventilación con un sistema de filtraje de aire para evitar que entre la radiación, añade Dmitro Volochniuk, de 42 años, que es, además, miembro de la Academia Nacional de las Ciencias de Ucrania. Entiende el profesor que hay refugios útiles frente a ataques nucleares bajo edificios del Gobierno y que algunas estaciones de metro de Kiev también son adecuadas, pero la mayoría de los lugares que se denominan así se encuentran obsoletos por el paso de los años y la falta de mantenimiento. Ese es, sin duda, el caso de la antigua sede de la compañía telefónica de Járkov.

Pero no es el único. Hay decenas de ellos en similares circunstancias en esta ciudad, la segunda del país, que contaba con millón y medio de habitantes hasta la invasión de febrero. Un complejo industrial medio abandonado da cobijo a un puñado de vecinos, algunos de ellos llegados al comienzo de la guerra desde pueblos que fueron absorbidos por la línea del frente de batalla. Desde Prudianka, a una decena de kilómetros de la frontera con Rusia, llegó junto a su marido Olga con un embarazo a punto de terminar. El pequeño Eugeni nació el 4 de marzo en medio de los bombardeos que castigaban a Járkov. Tras permanecer en el sótano de un hospital unas horas y que los facultativos comprobaran que el alumbramiento había ido bien regresaron a los sótanos. Un habitáculo con lo básico en un segundo piso hace las veces de habitación, pero las noches las pasan bajo tierra en otro escenario heredado de la arquitectura soviética que ahora tiene más pinta de mazmorra que de refugio.

Olga, junto a su hijo Eugeni, nacido entre bombardeos en Járkov el pasado 4 de marzo, en la antigua fábrica donde vivenLuis de Vega

Los ojos del niño son dos faroles azules alumbrados por la luz que entra por los visillos mientras su madre recuerda los días en que trabajaba de tendera en Prudianka. La mujer, a la que le faltan varios dientes, agradece pese a su espartana existencia la ayuda de los voluntarios, sin los que no podrían subsistir. “Ahora la situación es más segura y se puede pasar más tiempo fuera del refugio”, comenta Olga mientras se airea con el sol de la tarde diciendo adiós. El bebé, siempre en brazos. Les rodean, juguetones, algunos de los perros que deambulan por el lugar y que acaban siendo unos vecinos más. Bajos sus pies les espera el llamado refugio nuclear. Por todo lujo entre la penumbra, una tele, un microondas, varias esterillas, la cuna y alguna estantería con comida detrás de uno de esos viejos portones de hierro comidos por el óxido. Este es el único mundo que ha conocido, por ahora, el pequeño Eugeni, un verdadero niño de la guerra de Ucrania.

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