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Como somos lo que comemos y lo que leemos, y cultura viene de cultivo, Miquel Iceta debería promover una campaña como la de Garzón. Existen razones de salud pública para paliar los efectos perniciosos de la cultura extensiva, la fast food cultura —también de la fast and furius, vertiginosa y depredadora— y la cultura alta en azúcares. De la cultura con gas que se parece, sin ser idéntica, al manierismo, la fatuidad, las burbujas culturales —como las inmobiliarias— o la prosa sonajero descrita por Marsé. Incluso convendría medir los parámetros de grasa saturada cultural, caldo de gallina, Avecrem de la cultura y, en el otro extremo, la cultura transgénica en la que caemos unos y otras y otres a poco que se nos vaya la mano. Iceta, en cuanto le den su cartera, debería comprometerse con una dieta cultural mediterránea —vivan los clásicos, pero con fundamento—, ni excesivamente castiza —¿recuerdan los callos de aquel ministro de Agricultura?— ni chorramente snob, que ponga límites sin fanatismo a la cultura ahumada de los países nórdicos y al imperio cultural de la carne roja universalizada como dieta sabrosa, traducible y digerible en todos los países del mundo. Estudios médico-semióticos autorizados relacionan este menú cultural con la proliferación de tumores malignos de colon que suelen ir antecedidos de problemas de evacuación y taponamiento ético y estético. Se nos queda dentro muchísima mierda, palabritas e imágenes que nos van haciendo bola; sin embargo, frenar radicalmente la ingesta de estos estimuladores artísticos de la violencia y la alegría espectacularizadas, sustituyéndolos por otras propuestas vegetales y/o de autor/a, redundaría en el malestar general de una población presa de mal rollo, aburrimiento o la lucidez. O no. El problema es decidir quién le pone el cascabel al gato de la salud semiótica comunitaria, quién tendría la arrogancia de asumir esa tarea, cómo enseñarle a la juventud que no todo es negociación igual que tampoco todo es látigo. Que no hay que matarse a chía, pero tampoco a donuts.
Por motivos de salud, tuve que dejar de comer carnes procesadas, cachopo y albóndigas. Mi médica fue taxativa: “No es una prohibición. Pero usted verá.” La salud es lo primero funciona como sencillo axioma para evitar cualquier consideración en torno a una hipotética maldad omnívora. Con ayuda profesional, yo ya me había prescrito una dieta cultural variada, deliciosa, preventiva del ictus, ecológicamente sostenible. Por otro lado, las legislaciones son cada vez menos tolerantes con esos alimentos medicina que dicen bajarte el colesterol o activar la circulación de retorno o inducir dulcemente a un sueño no barbitúrico. Así, recomendaría al ministro Iceta que adhiriese una pegatina sobre ciertos productos culturales: “Este ensayo perjudica seriamente la salud”, “Si ve esta película, no conduzca después”, “Ponga en cuarentena las loas de esta faja”. Los libros de autoayuda serían objeto de análisis psicológicos para comprobar cuántos suicidios han propiciado. No se trata de censurar, sino de subrayar la importancia metabólica de la cultura, la trascendencia de la salud intelectual de la población, la revisión del tópico buenista de que leer es siempre bueno. Quizá habría que llegar a una entente cordial entre dos ministerios que tienen tantas cosas en común desde que la cultura es consumida como loncha de chorizo y el chorizo se lee como poema. Clientes y clientas, como pagan, mandan, son libres y siempre tienen razón.
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