Le bastaron 10 minutos para entrar en la historia. El 19 de octubre de 2002, Wayne Rooney tenía 16 años cuando saltó a Goodison Park en el minuto 80 para debutar con el Everton frente al legendario Arsenal de Seaman, Campbell, Vieira, Henry y compañía. “Quería ser el primer jugador que marcaba en la Premier con 16 años. Si tenía una oportunidad, chutaría desde donde fuera”. La tuvo y marcó un golazo que rompió la imbatibilidad del Arsenal. “Es el jugador inglés con más talento que he visto desde que llegué a Inglaterra”, confesó Arsène Wenger. “Espero que no se lesione y que sea capaz de afrontar todo lo que le viene”, añadió significativamente. La vida de Wayne Rooney estaba a punto de convertirse en un torbellino de subidas y bajadas, triunfos y tropiezos, fama y soledad.
Todo eso lo cuenta Rooney en un austero documental en Amazon Prime Video en el que confronta todos sus demonios personales. Su descenso a los infiernos del alcohol y las mujeres fáciles, la soledad del futbolista aclamado por el público y que necesita encerrarse en casa para beberse sus penas, incapaz de comunicarse con el mundo. En el que reflexiona sobre su familia, sobre sus orígenes humildes. Porque, nacido en el conflictivo barrio de Croxteth, en Liverpool, donde creció de pelea en pelea y acumulando toneladas de rabia, a los 16 años no estaba preparado para transformarse en futbolista rico y famoso. Ni siquiera teniendo al lado a Colline, la mujer con la que desde niño quiso casarse, la vecina que le acabaría acompañando en su vida, tan llena de baches y socavones.
Con 17 años recién cumplidos firmó su primer contrato profesional, con el Everton, el club de sus amores. “A la semana ya sabía que yo era el mejor, mejor que ninguno de ellos”. A los 18 debutó con Inglaterra y se convirtió en el goleador más joven de Los Leones y en el héroe de la Euro 2004, otorgando a aquella generación dorada de los Terry, Río Ferdinand, Gerrard, Lampard, Beckham y Owen el liderazgo que les convirtió en favoritos para ganar el Mundial de 2006. El Pelé Blanco, le llamaban. “En ese momento me consideraba el mejor jugador del mundo. Y lo era”, asegura sin una brizna de arrogancia.
Pero Rooney aún no había asimilado todo aquello. Los tabloides le tenían en el punto de mira, a él y a Colline, a los que querían convertir en los nuevos Posh & Becks, los nuevos David y Victoria Beckham, que se habían ido a Madrid. “Sentía esa presión. Fotógrafos esperándote en todas partes. Sentía que todo el mundo me miraba y yo no quería eso, no lo quería”.
Los tabloides publicaron que Rooney iba cada semana a un prostíbulo desde hacía meses. El mundo se tambaleó bajo sus pies pero Colline no perdió los nervios. Pensaba que el problema no era tanto Wayne como las malas compañías mezcladas con alcohol. “Lo que hizo es inadmisible, pero yo le he perdonado”, razona ella ahora. Ese mismo verano, Rooney fichó por el Manchester United, donde lo ganaría todo.
No fue así con Inglaterra. Al Mundial 2006 llegó con tres huesos rotos en un pie. “Fue culpa mía”, confiesa. En un partido decisivo contra el Chelsea se puso unos tacos más largos de lo habitual “para hacerle daño a alguien”. Hizo sangrar a Terry en una entrada brutal pero él mismo se lesionó porque las botas, con aquellos tacos que nunca usaba, se clavaron en el césped y se rompió tres metatarsianos. El sueño de Inglaterra se esfumó en ese momento.
A los 38 años, convertido en entrenador, Wayne Rooney es un hombre maduro que busca el mayor milagro de su vida: salvar al Derby County del descenso a Tercera pese a que le han descontado 21 puntos por suspender pagos. Es difícil, pero no imposible. Por eso sigue ahí, pese a que su querido Everton volvió a llamar a su puerta.
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