William Burns, el jefe de la CIA que pisó el fango

Luis Grañena

Ni el más inspirado guionista de Homeland, la veterana serie sobre el espionaje estadounidense, habría sido capaz de imaginar la escena. Kabul, 23 de agosto. En plena desbandada de occidentales y afganos, el director de la CIA se reúne con el líder político de los talibanes, que acaban de asaltar el poder dos décadas después de haber sido desalojados por la fuerza. El alto funcionario -uno de los puestos clave de la Administración estadounidense- frente a un barbudo que abandera a mesnadas de fanáticos dispuestos a imponer su oscura visión del mundo; una interlocución tan desigual, tan forzada, que suena a episodio de ficción. Pero la escena es real. William Burns, director de la principal agencia de inteligencia de EE UU, ha debido descender al fango ante la convulsa repatriación de Afganistán de estadounidenses y excolaboradores locales.

Cabe preguntarse qué habrían hecho en esta tesitura sus predecesores de la CIA, sobre todo en tiempos de Donald Trump; si habrían estado dispuestos como él a ensuciarse los zapatos o a pulsar el mando de un dron. Porque la misión encomendada a Burns (Fort Bragg, Carolina del Norte, 65 años) parece hecha a medida, dada su amplia experiencia en política exterior y en la Administración. De lo hablado en Kabul, naturalmente, ni una palabra, que para eso Burns es el espía en jefe. Pero también un acreditado diplomático de carrera, con más de tres décadas de experiencia en el servicio exterior de EE UU y capaz de encarar las negociaciones más adversas. Sus destinos han estado siempre en el ojo del huracán, así que lo de Afganistán es solo un dato más en su apabullante expediente.

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Burns debutó en la diplomacia en 1982, en los años más tensos de la Guerra Fría bajo la presidencia de Ronald Reagan, los mismos que refleja otra serie de espías de culto, The Americans. Primero fue consejero de la Embajada en Jordania, más tarde asistente de la Oficina de Asuntos de Oriente Próximo en Washington. Desde el principio intercaló destinos en el extranjero con tareas más políticas en el Departamento de Estado. Pero el rumbo que iba a tomar su carrera estuvo claro desde el inicio: el proceloso Oriente, esa ciénaga en la que a menudo naufragan los más agudos pronósticos de Occidente, como demuestra el fracaso de la intervención aliada en Afganistán. Entre 1986 y 1989 -vísperas de la caída del muro de Berlín y de la implosión del bloque comunista-, Burns ya asesoraba a tres consejeros de seguridad nacional, incluido el general Colin Powell.

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Durante el mandato del republicano George H. W. Bush, Bush padre, consolidó su experiencia como asesor y analista gracias a las lecciones del colapso de la Unión Soviética, en 1991. Dos años después viajó a Garmisch (Alemania) para estudiar ruso; también habla francés y árabe. Sin llegar al nivel de erudición de sus colegas británicos, los diplomáticos estadounidenses destacan por su conocimiento exhaustivo, muchas veces fruto de sus estudios universitarios, del contexto en que trabajan. Así que Burns hincó los codos, aprendió la lengua de Tolstói y desembarcó en la legación de EE UU en Moscú como consejero político entre 1994 y 1996. Años más tarde volvería como embajador.

En el año clave de 2001 -el de los atentados del 11-S y la declaración de la guerra contra el terrorismo por el presidente George W. Bush hijo- consolidó su relación con Powell, a la sazón secretario de Estado. La confianza depositada en él por Administraciones demócratas y republicanas confirma su solvencia, ajena a veleidades partidistas; prueba de ello es su nombramiento como embajador en Moscú, entre 2005 y 2008, por el republicano Bush. Pero la política le tenía reservadas metas más altas. Entre 2011 y 2014 fue subsecretario de Estado con los demócratas Hillary Clinton y John Kerry.

Al dejar la Administración recaló en el centro de estudios Fondo Carnegie para la Paz Internacional. Esa visión prospectiva de la política exterior, a largo plazo, antes incluso de que eclosionen los hechos, la desarrolló en análisis sobre el auge del fundamentalismo nacionalista en la India, así como en advertencias acerca del “peligroso vecindario” de Asia. Siguió muy de cerca el desarrollo de la hostilidad entre Pakistán y la India, también la aparición en la región del ISIS, al que calificó en 2015 de “perversión del islam”, según las citas recogidas por el Centro Contemporáneo de Investigación Estratégica.

Pero por encima de todo, Burns pasará a la historia como el arquitecto de las negociaciones que condujeron al acuerdo nuclear con Irán, suscrito en 2015 por la Administración de Obama. De la experiencia sacó una lección que hoy suena especialmente profética: que la aparición de nuevas “grandes potencias” es un abierto desafío “a la primacía geopolítica de los actores establecidos”; también que “ningún país podrá navegar por las difíciles corrientes globales por sí solo o por la fuerza. Eso es especialmente cierto para Estados Unidos, que ya no es el único grandullón en el bloque geopolítico”. Afganistán se lo recuerda hoy, a él y a su multilateralista Administración, a diario.

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