Woody Allen en ‘El Hormiguero’: tocar los grandes éxitos


Es imposible hacerle un mínimo de justicia en una columna a El síndrome Woody Allen, de Edu Galán, pues son tantos los hilos que tiende que cualquier cosa que diga va a sonar pálida y demasiado imperativa para un libro que se conjuga en indicativo y, muchas veces, en subjuntivo. No viene Galán a añadir más ruido al ruido, sino a leer el ruido como síntoma, es decir, a identificar las causas y los orígenes del ruido.

El caso Woody Allen es una tragedia contemporánea contra la que rompen como olas muchos rasgos de las sociedades occidentales. Por eso lo llama síndrome, porque las reacciones ante la caída en desgracia de ese dios llamado Woody Allen retratan muchas cosas inquietantes: la histeria, el infantilismo, la sentimentalidad sin recato y el espíritu justiciero al estilo de la turba, al generalizarse y dominar el discurso público, ponen en peligro cuestiones esenciales para que una democracia compleja y libre pueda seguir considerándose tal.

Yo pensaba que toda esa reacción moralista, cimentada en los bulos y la desinformación más groseras, era un mal de tuiteros que podía obviarse apagando el teléfono, pero Galán me ha demostrado que el síndrome Woody Allen afecta e infecta ya a partes de la esfera pública de las que no se puede escapar tan fácilmente. Está en los parlamentos, en las presidencias de algunos países, en los criterios de contratación y despido de las empresas y, por supuesto, en todos los medios de comunicación. Pareciera que unos niños malcriados tuviesen poder para mover, con sus ofensas lacrimógenas y su sed de venganza (la crueldad infantil no tiene medida), la batuta que dirige la orquesta.

Cierro el libro con enorme tristeza, convencido de que el debate público ha sido sustituido por un melodrama impermeable a cualquier argumento, que nos deja hablando solos en una esquina, sin interlocutores.


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