Si el Gobierno mexicano fuera un portero de futbol, sería uno de esos que no paran de sacar balones… pero del fondo de su marco. Sin embargo, y pese a la acumulación de insuficiencias, pifias y fracasos que acumula hasta ahora la administración federal, la popularidad del presidente López Obrador anda por el 70 por ciento, según la encuesta de febrero del diario El Financiero. Otros sondeos son menos eufóricos pero, en cualquier caso, marcan que su aprobación está por encima del 50 por ciento. Es decir, que aunque exista un porcentaje sólido de personas que no apoyan al gobierno en turno (entre el 30 o 35 por ciento de los encuestados), y aunque se han dado casos públicos de “arrepentimiento” de ciudadanos que votaron por su llegada, el presidente y su partido se ven, por lo pronto, firmes.
La razón de que esto ocurra no hay que buscarla en el juego de confianzas renovadas o desencantos que puedan darse entre sus partidarios. No. La verdad es que si el gobierno ha conseguido transitar por un camino más o menos sereno en el Congreso y el debate político durante el año y fracción que lleva en el poder, es porque no tiene ninguna clase de competencia. La oposición mexicana sigue en coma desde el 1 de julio de 2018 y nada indica que vaya a salir de allí.
El PRI, el PAN y el PRD, institutos que dominaron la política partidista en México por decenios, no constituyen ningún peligro para la permanencia de Morena en el poder. Al paso que vamos, será un milagro que no terminen el sexenio disueltos y con sus muebles tostoneados en ventas de garage. Sin interesar a nadie más allá del mostrador de sus oficinas, sin líderes visibles, sin causas ni plataformas, los partidos tradicionales agonizan. Las elecciones de medio periodo podrían darles los santos óleos a más de alguno.
Los gobernadores y legisladores priistas han hecho lo que mejor saben: acomodarse a los tiempos y negociar sus apoyos a las políticas federales a cambio de pequeñas concesiones. Se entienden con el mandatario y los suyos. No en balde comparten su ADN político. Esto, sin embargo, es un riesgo mortal para el partido que dirigió por décadas el destino de México. Tantas componendas y tanta transfusión de militantes a Morena pueden desangrarlo. Y, aunque les quede el consuelo de que han vuelto al poder reencarnados, en lo concreto, a los priistas se les puede descartar como oposición. Lo cual, en el fondo, tampoco es de lamentar, porque el PRI ha representado lo peor de la política nacional. Pero que ni siquiera pueda servir de contrapeso ya es el colmo.
Por su lado, el PAN y el PRD (que, respectivamente, encarnaron a la derecha y la izquierda más ortodoxas), sencillamente carecen de rumbo. El PAN ejerció la presidencia dos sexenios y solo consiguió anularse como alternativa debido a sus pésimas gestiones y, en especial, por abrir la puerta a la ola de violencia que nos ahoga hace casi tres lustros. Por su lado, el PRD se convirtió en una suerte de cascarón cuando el actual presidente y todo el que pudo encontrar sitio en su barco se largaron de allí para fundar Morena. Su intento fallido de formar un frente anti-López Obrador con el PAN en 2018 fue solo la última estación en la cuesta descendente hacia la irrelevancia.
¿Y qué decir de esos micropartidos que sobreviven como parásitos, a la espera de alianzas y migajas? ¿O de uno que se anda promoviendo para obtener registro, como México Libre, y que solo servirá para aglutinar a la ultraderecha calderonista? (tiene gracia que los responsables del inicio de la hiperviolencia afirmen que pueden terminar con ella).
Así, pues, la oposición no tiene atractivo para los ciudadanos. Por eso el gobierno navega en paz, a pesar de que no sepa ni cómo agarrar el timón. Y nada cambiará mientras no surja una oposición distinta, con calidad moral y claridad de ideas, que obligue al presidente a sentir presión pública y legislativa y a pagar el precio por tantos dislates y tomaduras de pelo. Y, sobre todo, que aborde a fondo los temas centrales que apenas se atienden (la hiperviolencia, la recesión…). Nada de eso sucede hoy mismo. Y no porque Andrés Manuel López Obrador tenga razón en todo, como quieren sus porristas, sino porque no hay nadie en el medio político que se la dispute.
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