En 1633, Galileo, uno de los fundadores de la ciencia moderna, fue juzgado y sentenciado por la Iglesia Católica a un arresto domiciliario perpetuo por defender basándose, entre otras cosas, en datos obtenidos con su telescopio, que la Tierra giraba alrededor del Sol. También tuvo que retractarse bajo juramento. El conflicto, como defiende el astrofísico Mario Livio en su libro Galileo y los negacionistas de la ciencia, tuvo que ver más con la política y la interpretación de las escrituras que con un conflicto real entre ciencia y religión. Para contar el asunto de Galileo, Mario Livio se traslada al ambiente de una época en la que mezclan las nuevas ideas científicas con las antiguas, la lucha política por la interpretación de las escrituras y la Guerra de los Treinta Años, aderezando el asunto con los típicos choques de personalidad entre grandes egos.
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Podría esperarse que, 400 años después, con una población que ha duplicado, al menos en los países ricos, la esperanza de vida gracias a la ciencia y con tecnologías que nos permiten visualizar el tiempo en Marte y el tamaño de un tumor, ponerle un parche a un corazón o arreglar dientes y rodillas, la humanidad en su conjunto hubiese aprendido algo colectivamente acerca del valor de la ciencia en nuestras vidas. Es triste constatar que, a menudo, no es así y que estamos rodeados de negacionismos, terraplanismos, antivacunismos y, sobre todo, cuñadismos. Vivimos salpicados de opiniones de señoros mal informados, de contertulios de taberna y televisión, que retuercen la verdad para que el vendedor de crecepelo de turno haga el agosto y reproducimos hasta la saciedad la última ocurrencia del influencer del mes. Opiniones sin realidades que las sostengan que se pagan literalmente como verdades objetivas y que los bots hacen crecer como la mala hierba. Discrepar de manera fundamentada es positivo, desde la ignorancia además de atrevido, es peligroso. Está de moda ir a la contra, a la contra-información.
Hacer ciencia es difícil. Nos podemos pasar semanas entendiendo la posición de un punto dibujado en una gráfica y años para poder obtener los datos que nos permiten dibujar ese mismo punto. Y encima todo es mutable. El método científico basado en la observación, la experimentación y los datos permite el cambio cuando la evidencia acumulada así lo requiere. Otro punto y todo lo que has construido durante años se cae como un castillo de naipes. No pasa nada, así aprendemos. La contrapartida la aportan los fundamentalismos, que sean del color que sean, son inmutables y eso no es ni bueno ni sano porque alimentados por el miedo nos llevan a menudo a hacer daño a quienes no son, piensan o aman exactamente igual que nosotros.
Discrepar de manera fundamentada es positivo. Desde la ignorancia, además de atrevido, es peligroso. Está de moda ir a la contra, a la contra-información
El caso es que hemos llegado al punto de poder operar una miopí,a pero no de convencer desde el teléfono móvil, esa extensión literal de nuestras capacidades, que sin la relatividad general y especial de Einstein el GPS del teléfono no funciona; que las vacunas no te van a convertir en mono si no lo eres ya; que hemos pisado la Luna; y que no hay ninguna evidencia, muy a nuestro pesar, de que los extraterrestres nos hayan visitado.
Los mismos mecanismos, los teléfonos móviles, que utilizan la ciencia básica para su funcionamiento y que sin nuestro conocimiento del mundo subatómico no existirían, actúan de altavoces mediáticos de voces que no son simplemente discrepantes sino políticas. Pongamos como ejemplo la evidencia del cambio climático provocado por la utilización humana de combustibles fósiles.
Y así vamos cerrando los ojos ante la abrumadora evidencia, no ya del cambio climático si no de todos los cambios sean del calibre que sean. Al menos los seguidores del modelo de Ptolomeo que afirmaba basado en observaciones erróneamente interpretadas, que la Tierra estaba inmóvil y ocupaba el centro del universo, y que el Sol, la Luna, los planetas y las estrellas giraban a su alrededor, expuestos a los descubrimientos de Galileo abandonaron la Tierra como centro inmediatamente. Los coetáneos de Galileo eligieron, entre las dos teorías que se ajustaban a los nuevos descubrimientos (el heliocentrismo de Copérnico y el geocentrismo de Brahe), la que estaba de acuerdo con la Biblia y que encajaba con las leyes físicas conocidas. No se negaron a reconocer un hecho científico establecido. El modelo de Brahe, donde los planetas giran alrededor del Sol, pero el Sol orbitaba una Tierra estacionaria, era consistente con las observaciones de la época, sobre todo con el hecho de que no se detectase el “paralaje estelar” (los ligeros movimientos aparentes de las estrellas distantes causados por la diferencia de posición de la Tierra mientras orbita el Sol). Este efecto no se pudo observar hasta 1838 con la mejora de la precisión de las medidas. El debate científico entre los defensores de los modelos de Copérnico y Brahe continuó mucho después de la muerte de Galileo. Un consenso científico definitivo de que la Tierra se mueve solo se produjo más tarde, tuvieron que llegar al mundo Isaac Newton, León Foucault y Ole Roemer y aportar sus descubrimientos de las leyes de gravedad, el péndulo y de la velocidad de la luz.
Pero no nos engañemos, el conocimiento adquirido por la razón y la experiencia no es lo único. Un mundo regido solo por la ciencia no sería un mundo sano, necesitamos también el arte, la danza, el cine, la diversidad de opiniones y, sobre todo, la risa. Un planeta sin literatura sería un mundo de humanos enfermos, lo mismo que en un mundo sin ciencia la polio todavía seguiría produciendo deformidades. Quizás Galileo nunca dijo su famosa frase “Eppur si muove” (y, sin embargo, se mueve). Pero suyas son las leyes de caída libre, los tiros parabólicos, los dibujos de las lunas y el arresto domiciliario más sonado de la historia de la ciencia. La Tierra se calienta, decimos 400 años después, hay consenso científico en la causa, pero necesitamos ayuda para que se tomen decisiones políticas. Artistas acudid, por favor, al rescate, vosotros sí sabéis llegar a la gente.
Eva Villaver es investigadora del Centro de Astrobiología, dependiente del Consejo Superior de Investigaciones Científicas y del Instituto Nacional de Técnica Aeroespacial (CAB/CSIC-INTA).
Vacío Cósmico es una sección en la que se presenta nuestro conocimiento sobre el universo de una forma cualitativa y cuantitativa. Se pretende explicar la importancia de entender el cosmos no solo desde el punto de vista científico sino también filosófico, social y económico. El nombre “vacío cósmico” hace referencia al hecho de que el universo es y está, en su mayor parte, vacío, con menos de 1 átomo por metro cúbico, a pesar de que en nuestro entorno, paradójicamente, hay quintillones de átomos por metro cúbico, lo que invita a una reflexión sobre nuestra existencia y la presencia de vida en el universo. La sección la integran Pablo G. Pérez González, investigador del Centro de Astrobiología; Patricia Sánchez Blázquez, profesora titular en la Universidad Complutense de Madrid (UCM); y Eva Villaver, investigadora del Centro de Astrobiología.
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