Yikké, el pueblo de las mujeres

Cada 16 de octubre, desde 1979, se conmemora el Día Mundial de la Alimentación –en estrecha relación con el Día Internacional para la Erradicación de la Pobreza fijado desde 1987 para el 17 de octubre–; es decir, llevamos más de 40 años conmemorando esta fecha promovida por la FAO –que, por cierto, cumple 75 años– con el propósito compartido con la Agenda 2030 de eliminar el hambre en el mundo.

Ahora bien, cualquiera podría preguntarse qué sentido tiene esta conmemoración cuando la propia FAO, la OMS, Unicef y otras agencias de Naciones Unidas aportan datos tan descorazonadores sobre el hambre en el mundo como los que aparecen en el reciente informe El estado de la seguridad alimentaria y la nutrición en el mundo 2020.

En sus páginas leemos que el número de personas afectadas por el hambre ha ido aumentando desde 2014, que cerca de 690 millones de personas padecen hambre crónica –el 8,9% de la población mundial–, y que unos 2.000 millones de personas no disponen de acceso regular a alimentos inocuos, nutritivos y suficientes –más del 25,9 % de la población mundial, la mayoría en Asia y África–. Y, como era de esperar, la pandemia podría aumentar el número total de personas subalimentadas en el mundo en 2020, pudiendo superar los 840 millones de personas hambrientas, una cifra que nos sitúa muy lejos del objetivo del hambre cero para 2030.

Evidentemente, no se trata de suprimir el Día Mundial de la Alimentación o el Día Internacional para la Erradicación de la Pobreza, o cualquier otro. Se trata más bien de preguntarnos si estas conmemoraciones son eficaces para que la comunidad política internacional traslade con transparencia y sinceridad a la opinión pública la barbarie que implica el hambre, la pobreza y los mecanismos que hemos establecido para descartar y condenar a millones de personas a una muerte segura por falta de alimentos. Sobre estas cuestiones nos invade más bien un silencio ensordecedor que pretende evitar la indignación de la ciudadanía mundial. En este sentido se expresa el papa Francisco en la recién publicada encíclica Fratelli Tutti: “Con respecto a las crisis que llevan a la muerte a millones de niños, reducidos ya a esqueletos humanos –a causa de la pobreza y del hambre–, reina un silencio internacional inaceptable”.

Asistimos más bien a una proliferación de discursos retóricos y trasnochados, declaraciones cínicas sobre acciones que –se sabe– no se llevarán a cabo, alegatos sobre avances en la lucha contra el hambre y la pobreza para tranquilizar conciencias y ocultar la gravedad de una crisis social y medioambiental que se dispara. Asistimos, también, a la promoción de un falso optimismo con el objetivo no declarado de atribuir al neoliberalismo el descenso y hasta la eliminación del hambre y la miseria en el mundo.

Junto con el recuerdo legítimo de los días 16 y 17 de octubre, tal vez la ciudadanía mundial desee también que la clase política responda a una pregunta: ¿cómo es posible que el aumento de hambrientos y pobres hasta una cuarta parte de la población mundial esté acompañado de un incremento cada vez mayor de la riqueza del 1 % de la población mundial, incluso en tiempos de pandemia? Con relación al impacto de las guerras y conflictos sobre el hambre y la pobreza, quisiéramos que se hablara de quiénes participan en el tan lucrativo y mortífero negocio de las armas que crean esas mismas guerras; porque, sin ellas, el negocio se cae y no hay crecimiento económico.

En lugar de vagas vinculaciones entre el cambio climático y el hambre y la pobreza, ¿por qué no presentar a la ciudadanía las empresas concretas del agro negocio que están detrás de la deforestación, el acaparamiento de tierras, los biocombustibles o el uso de transgénicos, pesticidas y abonos químicos; empresas diseñadas no para satisfacer las necesidades alimentarias de las personas sino para el lucro? ¿Qué se nos puede explicar sobre esas corporaciones que han decidido aprovecharse de la especulación con el precio de los alimentos, de las letales normas del comercio internacional sobre materias primas, de la explotación casi esclavista de la mano de obra pobre? ¿Algo que aclararnos sobre esa idea muchas veces avanzada interesadamente por el agro negocio sobre la necesidad de aumentar la producción agrícola en los próximos años para alimentar al mundo, cuando hoy tenemos ya la capacidad de alimentar al doble de la población mundial e incluso desperdiciamos un tercio de esa producción?

Esta sería, a mi parecer, una manera de conmemorar, desde la responsabilidad y la dignidad, el Día Mundial de la Alimentación y el Día Internacional para la Erradicación de la Pobreza. Se ayudaría así a la ciudadanía a salir –como dice el Papa– de la “indiferencia cómoda, fría y globalizada” para indignarnos, rebelarnos y comprometernos por un mundo en el que de verdad podamos celebrar la erradicación del hambre y de la pobreza.

Si para ello es importante acabar con el vergonzoso silencio de la clase político-empresarial sobre la relación de sus lucrativos negocios con el aumento del hambre y de la pobreza en el mundo, resulta también imprescindible fomentar en la propia ciudadanía la vinculación de sus propios actos con el hambre y la pobreza. Al final tenemos que preguntarnos, de corazón: ¿qué como?, ¿cuánto como?, ¿cuánto tiro a la basura?, ¿dónde compro?, ¿quién lo produce?, ¿dónde lo produce?, ¿cómo lo produce?, ¿para qué lo produce?, ¿cuánto se paga a los trabajadores?, ¿dónde invierto mis ahorros?, ¿mi participación política contribuye a luchar contra el hambre y la pobreza?…

En fin, son muchas las preguntas que podrían servirnos para que este 16 y 17 de octubre sean fechas que cobren un mayor sentido y nos guíen en esa búsqueda de “sociedades más sanas y un mundo más digno, sin hambre, sin pobreza, sin violencia, sin guerras”, como dice el papa Francisco.

Fidele Podga es miembro del departamento de Estudios de Manos Unidas.

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