Zapata en femenino: la polémica en México cuestiona la función del arte


Cultura y culto comparten la misma etimología, pero el curso de los siglos se ha encargado de distanciar ambos conceptos hasta hacerlos, en ocasiones, irreconciliables. Si el primero se asocia a la civilización, el progreso y la libertad, el segundo suele caer del lado oscuro, primitivista, conservador. Esos dos mundos colisionan a veces en un campo de batalla proclive a estos enfrentamientos: el arte. El arte es creativo y libre, se presta a una espiral inacabable de interpretaciones que no encuentra acomodo en una visión unívoca de la realidad. Una reedición de ese choque recurrente se ha vivido estos días en México con la exposición sobre Emiliano Zapata en el palacio de Bellas Artes de la capital. La muestra es una buena tesis sobre cómo se fue construyendo el símbolo a lo largo del tiempo, primero como líder campesino, después con el masculinizante traje charro; Diego Rivera le dotó de rasgos indígenas, otros le presentaron como un arcángel y algunos como un mito. El artista Fabián Cháirez le ha subido, desnudo, con cuerpo feminizado y zapatos de tacón, a un caballo en plena erección. La pelea entre defensores y detractores de la obra se ha sucedido durante días, físicamente y en las redes. Nada nuevo en el universo del arte. Pero se presta a desbrozar la linde entre culto y cultura, o sea, entre persona y símbolo.

“La tradición iconográfica occidental sitúa las imágenes como forma de gobierno y de pedagogía. Son siglos gobernados por la función religiosa de la imagen, cuyo carácter sagrado aún permanece y eso es lo que inspira la violencia de ciertas acciones como las que hemos visto”. Se refiere el filósofo y curador José Luis Barrios a la distinción entre el símbolo y la persona que debería ser imprescindible para mirar el arte, máxime tratándose de Zapata, construido en el imaginario mexicano con un cierto uso teológico, mitológico”. Y esa necesaria diferencia la traen a colación todos los consultados para este reportaje. Helena Chávez apunta la relación de este caso con la mirada indígena sobre el arte: “En ciertas comunidades está muy asociado al ritual, muy cercano a lo religioso. Por eso estos choques son constantes. Los símbolos se usan para reivindicarnos en una tradición o para acabar con ella, pero nunca deben confundirse con la persona”, dice esta experta del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM.

No debe sorprender que en pleno siglo XXI los ciudadanos no alcancen a separar la paja del grano, es decir, el Zapata histórico del icono mundial, porque “la estética anuda el significado con el afecto. No hay estética si no hay una emoción o una determinación”, dice Barrios. Eso es lo que suscita una obra de arte: emociones. Además, “la dimensión estética está ligada a la política y a la ética, porque se vincula con la sensibilidad y con las formas de ver el mundo. Esa sensibilidad está construida por lo político, lo social y lo económico y todo ello determina lo cultural”, añade Sayak Valencia, profesora del Colegio de la Frontera Norte (Colef), ubicado en Tijuana. Filósofa, ensayista y performer, Valencia cree que “el arte sirve para pensar, para poner preguntas en el espacio público y es el criterio estético, y no el moral, el que debe influir en su crítica”.

Sin embargo, es imposible limitarse a lo estético ante obras que lanzan mensajes inequívocos, una tendencia muy actual: la creación al lado de las causas sociales y políticas. Hay dos escuelas opuestas sobre el arte y su función. Una primera defiende su vocación estética y creativa mientras que la otra le reconoce capacidad y pertinencia para intervenir en la sociedad, incluso sin proponérselo. “Desde las vanguardias, el arte se pregunta por su posibilidad de discurso político y es ingenuo que un artista hoy no se cuestione sobre la implicación política de su trabajo, sería un falta de perspectiva, histórica, política y crítica. Este óleo de Zapata, por ejemplo, pone en tela de juicio el modo en que está masculinizada la historia de la Revolución mexicana”, dice Barrios.

Precisamente, el nuevo número de la revista de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) está dedicado al arte, a sus beneficios, sus usos, la libertad artística, su relación con la política. El artículo de Adriana Malvido que abre esta publicación menciona una sentencia de Kapuscinski: “Hoy, para entender dónde vamos, no hace falta fijarse en la política, sino en el arte. Siempre ha sido el arte el que, con gran anticipación y claridad, ha indicado qué rumbo estaba tomando el mundo y las grandes transformaciones que se preparaban”.

Para el curador en jefe del Museo Universitario de Arte Contemporáneo (MUAC), Cuauhtémoc Medina, “el arte cambia y produce el mundo todos los días. Pretender que el arte debe ser inútil es una deformación ideológica y un error teórico, porque la falta de un propósito de origen no significa que su intervención en la cultura y su generación de formas de subjetividad no cause efectos enormes. Sobre todo si admitimos que arte no es solo el rango de las llamadas bellas artes, sino que debe incluir toda forma de creación estética. De hecho, yo creo que en el fondo de nuestra mente sabemos que lo que llamamos arte es una de las formas más poderosas y significativas que tenemos para inventar al mundo”. Pero advierte que el arte no es una herramienta de cambio, sino un medio para la existencia en común. “Las obras nos producen a todos, incluso a quienes suponen, erróneamente, que nada tienen que ver con el arte”.

Tradicionalmente enfrentados en sus opiniones, a esta noción de arte le pone el contrapunto la escritora Irmgard Emmelhainz, quien deplora las obras “que defienden causas, que quieren mejorar el tejido social, contribuir al desarrollo. Eso no es arte, es trabajo social, por tanto, es función de los gobiernos. No digo que no haya trabajos interesantes en este terreno, pero no me gusta ese arte útil que surge con el desmantelamiento del Estado de bienestar, que aspira a una plusvalía constante”. Emmelhainz aporta matices interesantes en su defensa de una dimensión puramente estética: “Creo en el arte que trabaja con la filosofía de la imagen, el que va más allá de las industrias culturales y la mercadotecnia. El arte útil, el que aspira a un fin ulterior, es manipulador y emocional, porque interpela al espectador a nivel moral. Y manipular las emociones no me gusta”.

El dramaturgo Eugène Ionesco zanjaba esta cuestión entre lo útil y lo inútil con una bella frase: “Si no se comprende la utilidad de lo inútil no se comprende el arte. Y un país que no comprende el arte es un país de esclavos o de robots, un país de gente desdichada, de gente que no se ríe ni sonríe, un país sin espíritu; donde no hay humorismo, donde no hay risa, hay cólera y odio”.

En la actualidad, los museos enfrentan al espectador con el drama de la inmigración, con la miseria de las mujeres en la frontera, con el maltrato, la violencia, las discriminaciones sexuales. Pura política, ¿verdad? No para Emmelhainz, quien califica estas muestras como instrumentos para la despolitización social. Sostiene que anulan la capacidad de activismo de las personas, las convierte en meros espectadores, como cuando se miran los desastres en la televisión. “Esa espectaduría es una forma de alienación. La experiencia esencial de la modernidad es estar sentado consumiendo imágenes”, critica. “Lo comparo con la visión antigua de la imaginería católica, aquellos Cristos torturados, amoratados y ensangrentados. Uno los observa y siente que en su sufrimiento ya está nuestra salvación, que no hemos de hacer nada más. Es la misma empatía que tenemos ante el arte útil: nos damos por informados, por cumplidos y eso anula nuestra capacidad de acción”. Dicho de otro modo, vamos al museo como el que va a misa, lamentamos las desgracias y luego proseguimos alegremente el domingo.

Entre el activismo y la libertad estética se sitúa Mónica Mayer: “Hay artistas que tenemos un interés particular, en mi caso el feminismo, y queremos dejar un registro, denunciar. Lo que no quita para que otros trabajen con la pura estética y la investigación del arte. De todos modos, para que un arte sea revolucionario en lo feminista debe serlo también en lo artístico. El arte es libertad”, zanja esta “artista feminista”, como gusta definirse.

En todo caso, ¿es activismo la resignificación de símbolos, como ha ocurrido durante décadas con el caso de Zapata? Mayer opina que esa manipulación de la imagen es la materia prima con la que trabaja un artista. “El arte es un pensamiento complejo, hay que entender la historia, el contexto y lo que el artista siente en un momento dado. No nos ponemos a pensar cómo vamos a escandalizar. Normalmente el espanto llega del contexto político”.

Contexto es otra de las palabras clave en este debate. La historiadora del Arte Karen Cordero recuerda, entre miles, el caso de Manet y su Olympia, aquel desnudo mundano que enfadó a los defensores de usar la piel solo para motivos mitológicos. La época no estaba preparada para la audacia del pintor. Pero el contexto tiene que ver también con un momento político. Algunos de los consultados mencionan el afán del actual gobierno mexicano por confrontar “el arte popular indígena con el arte contemporáneo”. Un error, a juicio de Helena Chávez: “Está bien repensar el mundo artístico indígena y darle su peso, pero están poniéndolos en tensión, no están dialogando, ni conviviendo”, dice la experta. De ahí, explica, la imposición del Gobierno de que se coloque una cartela al lado de la obra de Cháirez que expresa el desacuerdo con la obra manifestado por la familia del caudillo del Sur.

El neomexicanismo de los años ochenta fue un movimiento fértil para la resignificación de símbolos. Los artistas tocaban material sensible sin reparos y también hubo choques asociados con la recreación de la Virgen de Guadalupe con rostro de Marilyn Monroe, de Rolando de la Rosa, y otras creaciones polémicas. Hay cientos de ejemplos en todo el mundo, pero “esta dimensión política del arte tan acusada en México viene de los tiempos del muralismo”, según el artista plástico Carlos Amorales, quien menciona la enorme carga didáctica, formativa y aleccionadora de aquellas obras de Diego Rivera, Siqueiros, Orozco, entre otros.

Las redes sociales son hoy la yesca con la que prenden las polémicas, pero las polémicas en sí, como señala Karen Cordero, “no son nada nuevo”. Los choques entre el espectador y la creación tienen su origen en el siglo XIX, cuando las obras llegan a un público amplio, se abren los salones de París y aparecen los críticos de arte. Se visibilizan las opiniones”.

Cordero celebra el debate del Zapata encuerado, titulado La revolución, pero recuerda que desde los ochenta hay un manejo del cuerpo diverso y muy politizado. Y mucho antes: “El discurso del homoerotismo nace en la cultura clásica. De hecho, es esencial en la cultura hegemónica del arte. Ya [Johann Joachim] Winckelmann en su historia del arte en el siglo XVIII celebra el erotismo homosexual, por tanto, no solo está en las obras, sino en el discurso artístico”. Esa homosexualidad masculina muy tolerada entre los pinceles, dice Cordero, “es parte del sistema patriarcal. Era casi una válvula de escape dentro de la normatividad plástica”.

Debates y polémicas en un campo abonado, el del arte, que cuestionan la utilidad y los usos de la creación artística, que no debe apartarse de la libertad. “Todo argumento sobre cómo debe o no ser la práctica cultural es una expresión del miedo”, zanja Cuauhtémoc Medina. “Estamos en un momento donde la cultura y el arte han asumido su constante cuestionamiento y la productividad de explorar su relación con la historia y el mundo. El cuestionario que artistas, pensadores e instituciones se hacen estriba en pensar la contingencia de las relaciones entre invención poética y potencial político, entre subjetividad y forma, y entre la experiencia histórica y la posibilidad de una cultura”.

Muy macho o bisexual

En los últimos días, los defensores del Zapata afeminado, es decir, de la libertad en el arte, gritaban en las calles: Si Zapata viviera con nosotros estuviera. El ripio da qué pensar. Preguntados dos expertos, el escritor Pedro Ángel Palou, autor de la novela histórica Zapata, editada por Booket y el historiador Felipe Ávila, que publicó  Zapata. Lucha por la tierral la justicia y la libertad (Crítica), ambas versiones no pueden ser más dispares.

Palou habla del caudillo del Sur como un hombre alejado de tesis conservadoras y de una probable bisexualidad. Menciona una relación con el yerno del dictador mexicano Porfirio Díaz, Ignacio de la Torre. “Así que el lema sí Zapata viviera con nosotros estuviera no es históricamente muy lejano. Sí Zapata viviera apoyaría las libertades, los derecho humanos, a las minorías”, dice en un correo electrónico.

Por teléfono, Ávila está de acuerdo en que Zapata apoyaría ” a los indígenas, a los campesinos, la igualdad entre hombres y mujeres, los derechos humanos, los derechos de los niños, la protección del medioambiente… pero no estoy tan seguro de si apoyaría los derechos de cuarta generación, son más recientes, otro contexto distinto al que él vivió”, dice. Y cita el aborto, por ejemplo, “y las minorías étnicas, religiosas y sexuales”. Porque, dice, su cultura fue tradicional, machista y rural. “Era el estereotipo del macho mexicano, tuvo muchas mujeres. No tengo el  menor indicio de que fuera homosexual, algo que he comentado con otros expertos zapatistas, como John Womack. Los historiadores serios no encuentran indicios de eso”.

Palou se emociona más trayendo a Zapata hasta nuestros días: “No era muy propenso al arte pero sí a la estética, de allí su gusto por vestir bien. La mascada azul que tiene puesta el día en que conoce a Pancho Villa era de seda azul, por ejemplo, y se mandó a bordar en oro un sombrero charro para la ocasión. Amaba la música. Tuvo también varias mujeres además de Josefa Espejo. Manuel Palafox, su secretario lo traicionó por celos. La muerte de Zapata es una venganza de él, una especie de crimen pasional. Guajiros al servicio de Carranza en Chinameca, sí, pero delatado por Palafox. ¡Mucha tela de dónde cortar!”


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