Zumo de concertina en Santander


Poquito antes de llegar a Santillana del Mar hay un minúsculo valle, llamado Novales, con un microclima particular y muy propicio para el cultivo de naranjos y limoneros. Allí, los cítricos se desbordan por entre las ramas y pastos de cada finca, pintándole colores y vitaminas al ambiente. Algunos domingos, mis padres decidían ir a comer a la zona. Lo recuerdo todo muy ochentero: chándales de táctel, zapatillas J’Hayber y Mikobruja en el tablón de los helados del restaurante.

Después del cocido, el cabrito, la botella de tinto, seis Ducados y un carajillo, mi padre se dirigía con pasmosa determinación hacia el maletero de nuestro Renault 19 y sacaba una cachava de madera de fresno para comenzar la recolecta de agrios. Bolsa de esparto en mano, el mango del bastón le servía como gancho para agarrar los frutos del pescuezo e ir picando naranjas, mandarinas, limones y pomelos, arropado por el artículo 1 de esa ley nunca escrita por la cual los frutos que sobresalen de la vertical de una tapia pasan inmediatamente a ser de dominio público.

A veces llegábamos tarde y otros recolectores habían limpiado ya las zonas bajas de los árboles, por lo que tocaba auparse al muro de las casas para poder alcanzar las copas de los naranjos mejor cargados. En muchas verjas lucían unos carteles amarillos mostrando la silueta de un pastor alemán y el mensaje “Cuidado: Perro”, pero por lo visto iban de farol, o al menos eso dijo mi padre, uno de aquellos domingos en los que se creía hortelano freelance, justo antes de pegar un brinco para subirse a la tapia de una casa ruinosa donde, aparentemente, no vivía nadie. Los limones, de grandes, parecían melones, y mi padre, que había asado alguna que otra rata en años de posguerra, no iba a dejar pasar la oportunidad. —¡Ayyyy! —gritó él, de forma espeluznante, al hundir su mano, desolladita, entre decenas de trozos de vidrio, y comenzar a sangrar tan a borbotones que yo no pude ni mirar.

En esa época, algunas gentes coronaban la cima de sus muros con cristales de botellas rotas, incrustándolos entre el cemento para evitar hurtos y allanamientos. Eran otros tiempos: el cinturón de seguridad no era obligatorio en el coche, muchos cabezas de familia conducían habiéndose bebido cinco vinos y un coñac, y era habitual fumar puros sosteniendo un bebé entre los brazos, sin que nada de todo esto fuera un hecho constitutivo de delito. Con los años, por los muchos brazos desgarrados al escapar de perros, lobos o malhechores, y las muchas manitas rajadas al saltar tapias para recuperar balones perdidos, se impuso la lógica, y los municipios comenzaron a incluir en sus planes de ordenamiento urbano la prohibición de rematar cerramientos con elementos que pudieran causar lesiones a personas o animales.

Ahora, 35 años después de aquella escena, enfrente de mi casa, el presidente del Puerto de Santander ha decidido instalar más de diez kilómetros de concertinas y cuchillas para blindar la seguridad del recinto y disuadir así a quienes intenten colarse para zarpar en barco rumbo a Inglaterra. La operación costará más de 300.000 euros. En esta ciudad, salimos a dos euros por cabeza. El equivalente a comprar 1.000 billetes de ferry para la ruta Santander – Portsmouth.

Cecilia Malmström, Comisaria Europea de Interior, dice que las cuchillas en la valla de Melilla “no impidieron a la gente entrar, sino que entró y además sufrió heridas”. El Defensor del Pueblo confirmó su rechazo a estas “porque son de una crueldad extraordinaria”. “Es posible aumentar la seguridad eliminando elementos lesivos como las concertinas”, afirmó el secretario de Estado de Seguridad, Rafael Pérez; y el Papá Francisco lloró al verlas instaladas en Ceuta y Melilla “porque no entra en mi cabeza, ni en mi corazón, tanta crueldad, en lugar de convertir los puertos en puentes”. Mientras Grande-Marlaska, al convertirse en ministro de Interior, anunciaba la retirada de estos elementos como una de las grandes banderas de su gestión, los colectivos ciudadanos ya han recogido casi 50.000 firmas mostrando su rechazo al plan. Una firma por cada tres santanderinos. Quizás lo siguiente sea clavar una anchoa en cada pincho de la alambrada para que el presidente Revilla reaccione, razone, y ponga fin a este despropósito.

Las concertinas no disuaden. Atraviesan, desgarran, e incluso matan. La determinación por migrar buscando un futuro mejor es tan innegociable como el valor que ello requiere, y eso no hay cuchilla ni reja que lo pueda detener. Claro que, para quien jamás tuvo que huir del miedo y la pobreza en su país, no es fácil de entender.

—¡No fastidies, anda! Si son dos cortes de nada —dijo mi padre, mientras se hacía un torniquete con la camiseta para frenar el sangrado de su mano derecha y se recubría la mano izquierda con una toalla de color azul, traída de los astilleros donde él curraba. —¿Unos cristalucos nos van a parar? Aquí hemos venido a lo que hemos venido —añadió, antes de subirse de nuevo a la tapia para acabar de recolectar.


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