24 horas en Aviñón, un bombón provenzal

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La Provenza no es una de esas regiones que aparecen de pronto en el mapa y se ponen de moda. Lleva ya siglos seduciendo a artistas, escritores y bon vivants de todo el mundo. La combinación es perfecta: buen tiempo, playas, rincones preciosos, restos arqueológicos y monumentos históricos y, además, carreteras secundarias para descubrir los campos de lavanda, los antiguos olivares o rutas que discurren junto a los acantilados. Incluso montes nevados. Aquí están el cañón más profundo y la carretera más antigua de Francia, junto con imponentes puertos de montaña; un sueño para conductores. Y, por supuesto, el Mediterráneo al fondo como un espejo azul. Sigue siendo una región a descubrir y si es por libre, mejor. Estas son algunas de las joyas, con nombre propio, por las que nos seducirá la Provenza.

1. Marsella, la griega

Marsella no es la Provenza, ni la Costa Azul, pero es su puerta de entrada. La capital del sur de Francia presume de ser una de las ciudades del país con mayor diversidad étnica y está llena de vida cultural, a la que además se han sumado en los últimos tiempos nuevos museos, como el MuCEM.

Lo mejor de Marsella para el visitante sigue siendo el Vieux Port, lleno de yates y barcos de recreo. Todo comenzó con los griegos, que fundaron la ciudad hacia el año 600 antes de Cristo, pero de ellos queda muy poco. El heredero de aquella colonia griega es el Viejo Puerto, custodiado por dos baluartes y en el que se acumulan bares, braserías y cafés.

Pero el barrio más antiguo, el enclave original griego, está en Le Panier, con ambiente artístico y de pueblo, plazas frescas y cafés soleados. Aquí hay rincones únicos para visitantes curiosos, como La Cité Radieuse, una torre vertical de 337 apartamentos levantada por Le Corbusier en 1952 y con la que quiso redefinir la vida urbana, aumentando la densidad residencial y consiguiendo así más espacio para las zonas verdes. Otro de esos lugares interesantes es el famoso Castillo de If, inmortalizado en El conde de Montecristo de Alejandro Dumas; custodia el acceso al Vieux Port, a la vista de todos, aunque aparte de la isla no hay mucho más que ver. Y para divertirse hay que ir a Coeurs Julien, centro del barrio bohemio más animado, con palmeras y rodeada de grandes bares, cafés, locales de conciertos, galerías, librerías y estudios de tatuajes.

Marsella presume también de buenos productos y buena mesa. Una experiencia agradable es ir al Mercado agrícola, también en Cours Julien, los miércoles por la mañana, donde los granjeros venden hortalizas ecológicas y tarros de mermelada casera al son de la música de acordeón. El pescado fresco se sigue comprando en lo que queda de la antigua lonja del Vieux Port, y en Les Halles encontraremos todo lo que busca un aficionado al buen comer bajo las bóvedas recién reformadas de la catedral La Major, templo del XIX que comenzó a construir Napoleón.

2. El Luberon, la imagen de la Provenza

Rural y tradicional, con sus pueblos de montaña, sus viñedos, sus campos de lavanda y sus antiguas abadías, el valle del Luberon es la imagen más idílica de la Provenza. Aquí la vida discurre de forma plácida y los visitantes se ven obligados a hacer cosas sencillas: ir de compras al mercado semanal, catar vinos, pasear por los pueblos o disfrutar de una larga sobremesa en una terraza con vistas. También es una buena zona para hacer actividades al aire libre, con un montón de senderos para explorar, por ejemplo, los cañones del río Calavon, y de rutas para montar en bicicleta, como la vía férrea en desuso Véloroute du Calavon.

El macizo del Luberon ocupa unos 600 kilómetros cuadrados y vale la pena explorarlo a fondo por los senderos. Podremos descubrir lugares mágicos, como la abadía de Sénanque, entre aromas de lavanda. O Gordes, un bonito pueblo de montaña con unos atardeceres también muy fotogénicos. En Apt podremos comprar ingredientes típicamente provenzales en el mercado de los sábados por la mañana, y en Bonnieux admiraremos las vistas desde lo alto del pueblo y nos adentraremos en el Fôret des Cèdres, un plácido bosque de cedros que permite huir del calor. Podremos visitar las antiguas casas típicas de la campiña provenzal en Village des Bories o tener una experiencia diferente en Colorado Provençal, una mina de ocre con extrañas formaciones rocosas y colores irisados, a 20 kilómetros de Roussillon.

3. Aviñón y el recuerdo de sus papas

Allá por el siglo XIV, Aviñón fue la sede del poder papal, como demuestra su edificio más representativo, el Palacio Papal de Aviñón, impresionante legado de arquitectura eclesiástica presidido por su fortaleza. La enorme plaza que lo rodea es una de las imágenes más fotogénicas de la ciudad: a un lado la catedral románica y, junto a ella, el jardín Rocher des Doms, con grandes vistas del Ródano, el Mont Ventoux y Les Alpilles. Frente al palacio, el Hôtel des Monnaies, que fue la casa de la moneda papal y está decorado con elaboradas tallas de bestias heráldicas.

Los papas no solo construyeron una gran ciudad, también plantaron buenos viñedos en esta zona del departamento de Vaucluse, como los de Châteauneuf-du-pape, donde se produce uno de los mejores tintos del mundo. Y hoy Aviñón es sobre todo conocida por su festival anual de artes, uno de los más importantes de Francia, que se celebra durante varias semanas de julio. El resto del año, sus principales atracciones son su casco antiguo amurallado, su puente medieval, sus plazas frondosas y sus buenos restaurantes.

Un buen paseo es la Rue des Teinturiers, junto al canal, una pintoresca calle peatonal del antiguo barrio de tintoreros de Aviñón, famosa por su ambiente alternativo. Centro de actividad industrial hasta el siglo XIX y poblada por tejedores y fabricantes de tapices, ahora es conocida por sus cafés y galerías-taller de estilo bohemio, y también por sus bistrós. Los bancos de piedra a la sombra de plataneros sirven como perfecta atalaya para contemplar el río Sorgue.

4. Verdón, el Gran Cañón de Europa

Hay pocos lugares de Francia tan espectaculares como las Gorges du Verdon, una enorme garganta de 25 kilómetros de largo tallada durante miles de años por el río Verdón, con riscos de hasta 900 metros de altura. Desde 1997 son el epicentro del parque natural regional de Verdón, y un gran refugio de aves, incluida una colonia reintroducida de buitres leonados. El cañón principal empieza en Rougon, cerca de la confluencia de los ríos Verdón y Jabrón, y los mejores puntos de partida son Moustiers Sainte-Marie, al oeste, y Castellane, al este.

Para tomar conciencia de sus enormes dimensiones merece la pena verla tanto desde arriba como desde abajo. Y se han inventado toda clase de formas para disfrutar ambas perspectivas: desde excursiones a pie o en bicicleta que recorren los acantilados, como la Route des Crêtes (recorrido circular de 23 kilómetros con 14 miradores en la margen norte, el mejor de ellos, sin duda, Belvédère de l’Escalès), hasta travesías fluviales río abajo en balsa o kayak.

5. La Camarga, flamencos y caballos salvajes

Se trata de la región más occidental de la Provenza, junto al Mediterráneo, poblada por flamencos rosas, caballos blancos y toros negros. Aquí se vive a ritmo lento, en un humedal intemporal salpicado de salinas y arrozales inundados. Pero en todo este espectáculo son probablemente los flamencos el mayor reclamo y casi su seña de identidad.

La Camarga es también conocida por su principal ciudad, Arlés, famosa por su espectacular arquitectura romana y por haber sido hogar del desventurado Vincent van Gogh, donde pintó más de 200 obras. Es una ciudad pequeña, en la que se puede ir andando a todas partes descubriendo algo en cada esquina. La joya es el antiguo antiteatro romano, Les Arènes, casi intacto, que todavía evoca el poderío de la civilización romana. Peor conservado está el Teatro Antiguo, semirruinoso por siglos de saqueos, pero conserva algo de su elegancia primitiva: en verano acoge conciertos y obras de teatro en un entorno mágico.

Visita obligada es la Fundación Vincent van Gogh, instalada en una casa solariega del siglo XV. No tiene colección permanente, pero organiza grandes exposiciones siempre relacionadas con el artista y en la azotea hay una terraza que anima a disfrutar de un descaso. Una curiosidad de Arlés son los criptopórticos, unas cámaras subterráneas que se remontan a los primeros tiempos de la colonización romana y probablemente se basen en cavernas griegas más antiguas. Bajar las escaleras desde el corazón administrativo del Arlés moderno hasta las tres cámaras abovedadas, que quizá alojaran tiendas o bodegas bajo el foro romano, es como retroceder 2.000 años.

El complemento de la ciudad es un viaje por los humedales de la Camarga, protegidos por el parque natural regional de Camargue, con rincones como el Domaine de la Palissade, con marismas para recorrer a pie o a caballo; la reserva nacional de Camargue, una de las primeras del país, creada en 1927, o la Manade des Baumelles, una finca de toros que permite adentrarse en el mundo de los gardians (vaqueros) y observar su agotador trabajo desde la seguridad de un camión.

6. Les Alpilles, la inspiración de Van Gogh

Esta cordillera entre Nimes y Marsella sirvió de inspiración a Van Gogh, que pasó aquí sus últimos años pintando sus paisajes mientras residía en un sanatorio próximo a Saint-Rémy-de-Provence. Hoy la zona es muy frecuentada por los ricos y famosos, y sus ciudades y pueblos albergan restaurantes de talla mundial, como el mítico L’Oustau de Baumanière. Les Alpilles fueron declarados parque natural regional en 2007 y es una zona de pueblos de montaña que se explora en coche o, mejor aún, a pie por alguno de los senderos que serpentean entre los montes mientras contemplamos águilas y alimoches.

La población más visitada es la coqueta Saint-Rémy, en piedra de color miel, y centrada en una encantadora plaza sombreada. Es uno de esos refugios favoritos de la jet set pero se puede todavía disfrutar de paz y tranquilidad. Al sur del pueblo están las ruinas romanas más impresionantes de la Provenza, la ciudad de Glanum, fundada en el año 27 y muy bien conservada, lo que permite conocer muy bien la vida cotidiana de la Galia.

El otro pueblo que suele visitarse en la zona es Les Baux-de-Provence, amurallado y encaramado sobre un cerro. Conviene evitar el gentío del verano pero merece la pena: sus estrechas calles adoquinadas suben entre casas antiguas hasta un espléndido castillo en ruinas.

7. Mont Ventoux, guardián de la Provenza

El Ventoux se ve a lo lejos. Se alza como un centinela por encima del paisaje de la Provenza. Desde su cima (1.912 metros) las vistas se extienden hasta los Alpes y, en los días despejados, hasta la Camarga. Una montaña grandiosa donde están representados todos los climas europeos: desde el mediterráneo en su vertiente más meridional, hasta el ártico, en la cresta norte, más expuesta.

Su reputación es mítica entre los ciclistas, aunque todo el mundo se siente atraído por el géant de Provence (gigante de la Provenza) para hacer excursiones, ver fauna o ascender en coche hasta la cumbre (de mayo a octubre está permitido). Los senderistas tienen también algunas caminatas míticas, como el GR4 que atraviesa las Dentelles de Montmirail antes de ascender por la cara norte del Ventoux, por la que asciende también el GR9. Ambos cruzan la cresta. Y para las familias, sobre todo en días de calor, nada mejor que la sencilla excursión a las Gorges du Toulourenc, un estrechísimo y espectacular cañón de piedra caliza bajo la salvaje cara norte de la montaña.

En invierno hay quienes suben a la montaña para esquiar (tiene una zona minúscula para ello) o simplemente para bajar en trineo por su cara sur desde el Chalet Reynard. El punto más animado de la zona es Bédoin, lleno de tiendas y cafés.

8. La Provenza romana

Una de las propuestas más atractivas de la región es hacer una ruta por carretera siguiendo las huellas de los romanos; es posible recorrer calzadas, cruzar puentes y sentarse en teatros y circos que levantaron. En total son unos 200 kilómetros que pueden completarse en tres días. Lo más emocionante es descubrir que la mayoría de las ruinas no están realmente en ruinas: muchas están en excelente estado de conservación y otras incluso se han integrado en la ciudad moderna.

En Arlés, la antigua Arelate, volvemos a encontrarnos con un anfiteatro soberbio, Les Arènes, más pequeño que el de Nimes pero con una ubicación fantástica, donde de vez en cuando todavía hay corridas de toros y Courses Camarguaises, la variante local de la fiesta taurina. La vida sigue girando en torno a la Place du Forum, ahora rodeado de cafés, para admirar los restos del tempo del siglo II incrustado en la fachada del Hôtel Nord-Pinus. También se conservan parte de los baños privados del emperador Constantino, las Thermes de Constantin, y una necrópolis fundada por los romanos y adoptada por los cristianos, Les Alyscamps.

A unos 32 kilómetros está Nimes, que aunque no está estrictamente en la Provenza moderna comparte su historia con el circuito romano. Su anfiteatro del siglo I, impresionantemente intacto, ejerce de rotonda majestuosa. También se alza espléndida la Maison Carrée, precioso templo de la misma época. Y hay más: los elegantes jardines de la Fontaine, los restos del templo de Diana o los de una torre galorromana, la Tour Magne.

La siguiente parada sería el Pont du Gard, un acueducto que se vislumbra a medida que uno se aproxima por la carretera y cuyas vistas son un espectáculo. Una maravilla de la ingeniería del siglo I, con tres niveles, dimensiones extraordinarias para la época.

Pero si hay que elegir un solo yacimiento romano en Francia debería de ser el de Orange. Los tesoros de esta ciudad, tranquila y nada turística, son impresionantes. Como el escenario del Teatro Antiguo, uno de los tres que hay en el mundo que se conservan enteros (cabían 10.000 personas). Podemos concluir nuestra ruta en Vaison-la-Romaine y su robusto puente romano, que ha soportado con nota el paso del tiempo. Desde él se puede contemplar la amurallada Cité Medievale, de calles peatonales, y aquí todavía quedan restos de casas de patricios, mosaicos, un barrio obrero, un templo y hasta el Théatre Antique de Puymin, aún en funcionamiento.

9. Senderismo en los Alpes de la Alta Provenza

Aunque no pueden competir con los Alpes propiamente dichos, las montañas de la Alta Provenza son la puerta a algunos de los paisajes más impresionantes de Francia. Una amplia red de senderos –6.200 kilómetros en total– serpentea por ellos, entre elevados picos, lagos cristalinos, profundos cañones, llanuras cubiertas de hierba y altos pasos de montaña. Y todo a medio día en coche de Niza. La mayoría de los caminos están en el parque nacional de Mercantour, que comprende siete valles (Roya, Bévéra, Vésubie, Tinée, Haut Var/Cians, Verdon y Ubaye). Varias rutas de larga distancia (los GR, Grandes Randonnées) recorren la región, como el GR4, que atraviesa las gargantas del Verdón, o el GR52, que cruza el parque nacional de Mencantour. Junio y septiembre son los mejores meses para adentrarse por los senderos de la Alta Provenza.

10. Las rutas de la lavanda

Cada vez hay más visitantes de todo el mundo que acuden a la Provenza atraídos por sus campos de lavanda durante la floración, de julio a agosto. El mejor momento es a finales de julio. Las rutas de la lavanda ya son un atractivo turístico de primer orden, con algunos hitos importantes. En Sault, en las laderas del Mont Ventoux, al norte de Lagarde d’Apt, crece lavanda de montaña de gran calidad y se celebra el 15 de agosto la Fête de la Lavande. Otra de las paradas la podemos hacer en la inmensa extensión mesetaria de Valensole: los campos alfombrados se pierden en el horizonte con un color único. Siguiendo la carretera al norte de Gordes se llega a la abadía cisterciense de Notre-Dame de Sénanque, donde los monjes se encargan de la cosecha y abastecen su tienda de artículos. Y en Forcalquier cada lunes se celebra un animado mercado al que acude gente de toda la comarca. La oferta es infinita, con puestos que venden todo tipo de artículos relacionados con la lavanda, además de miel de montaña, cremosos quesos y salchichas.

Para terminar podemos acudir a alguna destilería, como la minúscula Lagarde d’Apt, donde aguarda una agradable sorpresa: 80 hectáreas de lavanda de los Alpes de Alta Provenza, la auténtica (lavandula angustifolia).

11. Aix-en-Provence, ciudad del arte

Un reducto del estilo chic parisiense en plena Provenza. Sus bulevares están flanqueados por árboles y sus plazas rodeadas por mansiones de los siglos XVII y XVIII. Unos altivos leones de piedra custodian su avenida más importante, Cours Mirabeau, llena de cafeterías donde los vecinos parecen posar en las terrazas mientras toman café. Aix-en-Provence tiene además una cara estudiantil que convive perfectamente con la parte más sofisticada, y sobre todo con un fabuloso patrimonio artístico. Muchos impresionistas y postimpresionistas buscaron aquí la inspiración: tal vez el más famoso fuera Paul Cézanne, cuyo estudio se ha conservado prácticamente igual desde que murió y que se puede visitar. Además, en esta ciudad está el excelente Musée Granet, museo público que alberga una de las mejores colecciones de arte de la región, con obras de todos los grandes maestros: Picasso, Matisse, Renoir, Gauguin, y por supuesto, Cézanne. Y otra joya más para los aficionados al arte: el Caument Centre d’Art, instalado en una mansión del siglo XVII. Si nos quedan ganas de más Cézanne, hay una ruta del pintor señalizada con placas de bronce en la calzada para seguir sus pasos por la ciudad.

El mayor encanto de Aix está en su centro histórico, por donde pasear descubriendo rincones, ir de compras o saborear alguna especialidad provenzal como sus dulces más típicos: el calisson, una pasta delicada similar al mazapán en forma de rombo, sobre una base de oblea, almendras molidas y sirope de fruta, glaseada con azúcar.

12. Las Calanques, el refugio junto al mar

A media hora en coche desde Marsella encontramos esta zona natural con calas entre altos y alargados promontorios rocosos que, cual mini fiordos con playita idílica son uno de los parajes más queridos por los marselleses, especialmente en verano. Desde el 2013, este tramo de 20 kilómetros de costa se ha convertido en el último parque nacional de Francia, con senderos sobre los acantilados, calas secretas y playas de arena blanca por explorar. Muchas calanques solo tienen acceso por mar, en barco o en kayak, y pasado el auge del verano es posible disfrutarlas en soledad. Las más accesibles son las de Sormiou y Morgiou, mientras que el acceso a las remotas ensenadas de Port-Miou y d’En Vau requiere tiempo y dedicación, bien a pie o remando. En invierno, la mejor manera de ver las calanques y el escarpado macizo es recorriendo las rutas de maquis (matorral).

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