El valor añadido de los migrantes para hacer negocios



¿Puede creerse alguien que Cáritas solo ayuda a los inmigrantes? ¿O que los subsidios a los alquileres solo benefician a los extranjeros? ¿O que los refugiados utilizan el sistema sanitario para pedir Viagra y luego se van de vacaciones con dinero público? Hay mentiras descaradas que se difunden, se expanden por grupos de Whats­App o Twitter y se instalan en algún rincón del cerebro de ciertas personas. Son especialmente dañinas cuando relacionan inmigración y dinero, y su difusión no incluye un gran nivel de sofisticación. Lo denunciaban los reporteros y analistas reunidos en el penúltimo Congreso Internacional de Periodismo de Migraciones hace ya un año. “La gente necesita respuestas. Me han llegado unos 20.000 mensajes este año y un tercio eran preguntas relacionadas con migrantes por desinformación. Los malos cada vez lo hacen mejor, hay decenas de webs de desinformación que tienen apariencia de medios serios y que mienten continuamente sobre este tema”, lamentaba Julio Montes, impulsor de Maldito Bulo, una página que desmonta esas patrañas.

Pocas personas, incluidos los políticos, se toman la molestia de reflexionar desapasionadamente sobre las migraciones y su efecto en la economía. Según un informe de Citigroup, las economías del sur de Europa, incluida España, habrían crecido entre un 20% y un 30% menos en ausencia de inmigrantes entre 1990 y 2015. Alemania, por ejemplo, habría perdido 155.000 millones. Una historia que se lee en la estadística: 58 millones de personas en el continente, alrededor del 10% de sus habitantes, son inmigrantes. En la última década, según un informe de la OCDE, el crecimiento de las llegadas ha sido del 28%. Las migraciones, mayoritariamente, no proceden de los países más pobres, sino de aquellos con ingresos medios: la OIT estima que hay 164 millones de personas en el mundo en busca de mejores oportunidades económicas. Es una corriente con tendencias cambiantes: el 51% son ahora mujeres y el éxodo climático cotiza al alza: la ONU prevé que haya 200 millones de desplazados por este motivo en 2050.
España vive ahora otro momento álgido de llegadas: tras la expansión económica de principios de la década pasada, que terminó con un saldo de seis millones de entradas netas, la crisis produjo un aumento del retorno y durante un breve periodo de tiempo se produjo un descenso en el saldo migratorio de casi medio millón de personas hasta 2014, menos del 10% del volumen de los que llegaron antes de la crisis, según los cálculos de Carmen González, del Real Instituto Elcano. “El país experimentó un saldo migratorio negativo, pero fue pequeño tanto en volumen como en duración”. Desde 2017, España recuperó población al ritmo que la economía se reactivaba.
Oficialmente la población extranjera asciende a 4,7 millones, el 10% del total. Si se toman los nacidos en el extranjero, el porcentaje se eleva al 14% de la población, porque 2,1 millones tienen doble nacionalidad. No hay datos actualizados de cuál es su efecto en el PIB, pero sí se sabe que el auge económico previo a 2008 se sustentó en el crecimiento demográfico originado por esta fase de crecimiento. Una estimación de la Oficina Económica del Presidente fechada en 2006 atribuía a este fenómeno 1,1 puntos de avance anual del PIB en el periodo 1996-2005, un tercio de todo el crecimiento del país.

En aquellos años tenía que haberse desmentido otro bulo que aún circula: los inmigrantes no roban puestos de trabajo porque estos no tienen un número estable o único. Lo ilustra el siguiente dato: entre 1996 y 2014 la población aumentó un 16% (la mayoría, personas en edad de trabajar) y en ese periodo los puestos de trabajo crecieron en un 34%, 18 puntos más.

La percepción: más positiva
que negativa

El informe  International migration outlook 2019 de la OCDE expone que las opiniones de la población autóctona sobre este fenómeno se han mantenido en general, estables desde 2006: la mitad de los nativos no tienen una valoración particular sobre si los que llegan hacen de su país un lugar mejor o peor para vivir. La otra mitad cree en proporciones iguales que los inmigrantes ejercen una actitud positiva o negativa. En la última encuesta monográfica del CIS sobre este tema, de 2017, el 51% de los consultados declararon que la inmigración es “positiva o muy positiva” para el país, y solo un 25% opinaron lo contrario.

Efecto dominó
Al otro lado del teléfono desde su oficina de París, Thomas Liebig, experto de la OCDE del departamento de migraciones internacionales, reflexiona sobre que la inclusión laboral es una de las claves para entender cómo cambia una economía con la llegada de extranjeros. “Desde la extrema derecha se dice que los países tienen un número determinado de empleos disponibles, algo completamente falso. Los inmigrantes también consumen, cotizan, algunos son empresarios y generan efectos rebote… El mejor ejemplo está en la España de antes de la crisis. La llegada de inmigrantes provocó, por ejemplo, que más españolas se incorporasen al mercado de trabajo porque muchas mujeres latinoamericanas se emplearon en el servicio doméstico, provocando ese efecto”. Admite que muchos estudios encuentran el impacto fiscal de la inmigración poco relevante. El organismo en el que trabaja estableció en 2013 que el flujo monetario generado por los extranjeros en España, fundamentalmente por cotizaciones e impuestos directos, fue del 0,54% del PIB (unos 5.500 millones en una economía que entonces superaba el billón). A ello habría que sumar otro impacto que se escapa a la estadística: el generado en forma de impuestos indirectos.
Es la pescadilla que se muerde la cola. Liebig recuerda que los migrantes tienen normalmente “una tasa de empleo más baja, cotizan menos, pero al mismo tiempo reciben ayudas inferiores a los nacionales”. La balanza entre ingresos y gastos es tan fina que recuerda lo que pasó en Canadá hace unos años: “Dos think thank, uno de derechas y otro de izquierdas, realizaron sendos estudios para valorar ese peso fiscal del colectivo. Ambos concluyeron cosas distintas ¡y habían utilizado exactamente los mismos datos!”.

Otro problema está en la medición de la recaudación a través de impuestos indirectos, y ahí los estudios ponen la vista en la renta disponible de las familias. En el caso español, según el informe CIDOB de la Inmigración 2018, la realidad es que la diferencia de renta entre los nacionales y los extranjeros oscila entre un 25% y un 46% (dependiendo del origen de los segundos), y algo similar ocurre con los indicadores de pobreza, que exhiben también notables diferencias desfavorables para los extranjeros. Según la encuesta de condiciones de vida del INE, un 8,4% de los inmigrantes declaran que no puede permitirse una comida de carne o pescado al menos cada dos días (frente a un 3,5% de nacionales) y un 65% no tienen capacidad para afrontar gastos imprevistos (la mitad en el caso de los españoles). El 22% de los extracomunitarios no pueden permitirse comprar un coche (un 3,7% de los nacionales).
Los inmigrantes en España no solo son más pobres que los nacionales, sino que su situación se perpetúa en el tiempo sin que el ascensor social avance, como ilustra Ramón Mahía, director científico del anuario. “Los niveles de empleo, paro y calidad de empleo no cambian con el tiempo. Hay muchas diferencias que se transforman en esa distinta renta disponible”. La parcialidad y la temporalidad se ceban con el colectivo (formado por un 40% de latinoamericanos y con Marruecos como principal país emisor), y las distinciones se extienden a una menor tasa de cobertura por los subsidios de desempleo.
En 2017, por ejemplo, la Seguridad Social pagó el paro a 180.674 extranjeros, el 9,4% de todas las prestaciones. Y eso que, con datos de 2018, la tasa de paro de los extranjeros se situó en el 21,5% frente al 14,1% de los nacionales. Al mismo tiempo, la tasa de actividad es mayor con un porcentaje de autoempleo muy superior al resto. Consecuentemente, las brechas salariales son enormes: la ganancia media anual de los nacionales de países de la UE distintos a España apenas llega al 80% de la que tienen los españoles y baja al 68% en el caso de los trabajadores del resto de Europa, al 62% de los latinoamericanos y al 59% para los inmigrantes del resto del mundo.

Varios comercios chinos en el barrio madrileño de Usera. Lino Escurís

Aunque hay una “autoselección en origen” —emigran las personas más emprendedoras, con mejor salud, recuerda María Miyar, del departamento de Sociología de la UNED y colaboradora en Funcas—, la formación es una de las mayores barreras para que la integración sea más satisfactoria. “Acceden a sectores donde la carrera laboral está limitada. A veces esto ocurre por sus propias expectativas a corto plazo: mucha gente emigra con la idea de quedarse poco tiempo y priorizan tener un trabajo rápido a otras cuestiones. Pero a menudo no vuelven a sus países de origen”.
La biografía de Touba Kane, un senegalés que vive en Vigo, es casi un calco personal de este fenómeno. Llegó con poco más de 20 años, sin apenas hablar castellano. Con ayuda de otros compatriotas, comenzó a vender bolsos y relojes por los bares. Hasta que uno de sus clientes lo empleó para limpiar coches en un garaje. Tras ocho años trabajando legalmente, ahora casado y con dos hijos, lo acaban de despedir justo cuando se había comprado un terreno en Dakar. Ha preferido cobrar el paro de una vez y hacerse autónomo. “Quiero volver a Senegal, pero allí las cosas no mejoran”, dice. En el tiempo que lleva en España no ha ganado gran fluidez en el idioma ni se ha formado en ningún oficio.
Nuria García ha visto decenas de casos como el de Kane, pero escapa de las generalizaciones. Coordinadora del programa Teranga de ayuda a inmigrantes desde la fundación salesiana Juan Soñador en Ourense, reivindica que la integración debe “apostar por la interculturalidad, por enfocar el hecho migratorio no desde la caridad, sino desde los derechos humanos”. Y por reconocer que tras cualquier persona hay necesidades y no solo una aportación al PIB. Algunos países de la OCDE ajustan sus programas de migración laboral a lo que encaja mejor en su economía con planes sencillos como el fomento del autoempleo. Sin embargo, otros han impuesto enormes barreras a la reagrupación familiar o han restringido la concesión de asilo.
España ha ido más bien a salto de mata, más allá de que, como señala Ramón Mahía, “las nacionalizaciones en el caso de los latinoamericanos tengan un régimen especialmente sencillo”. Un informe del Comité Especializado en Inmigración, un órgano de apoyo del Consejo de Seguridad Nacional publicado el pasado febrero, urge medidas, por ejemplo, “para el desarrollo de la contratación en origen”, que podrían articularse mediante convenios internacionales.
Expectativas frustradas
Lo urgente a menudo no deja tiempo para pensar en el largo plazo. Lo saben los servicios de acogida: “La gente viene con expectativas que tienen que aterrizar. Comienzan los trámites, la información sobre la ley de extranjería. A partir de ahí empezamos a construir, a pensar en la vivienda, en el empadronamiento”, enumera García. Una carrera sobre ascuas ardientes también en el caso de los refugiados. Las solicitudes de asilo, aunque no constituyen el grueso de las entradas, se han multiplicado por nueve entre 2014 y 2018. El tapón administrativo ha creado una formidable bolsa de espera que puede llegar a los dos años por expediente. De ello dan fe las largas colas ante las comisarías madrileñas que se han visto este año. Al menos Raquel Santos, coordinadora de inclusión en la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (Cear), valora que el auge de la protección internacional de los refugiados ha promovido “otra mirada de la sociedad civil desde una percepción de acogida” en personas que huyen de su país porque sufren una persecución por motivos de raza, religión, nacionalidad, opiniones políticas u orientación sexual.
Muchos venezolanos, colombianos o sirios han terminado en Madrid ese viaje extenuante. “Son personas que tienen estudios medios más elevados que el colectivo migrante general”, apunta Santos. Si consiguen superar un procedimiento muy restrictivo, se enfrentan a una larga espera y a una bajísima tasa de resoluciones positivas (de las 11.875 firmadas por Interior el año pasado, solo 575 lograron el estatuto de persona refugiada y 2.320 la protección subsidiaria). Vienen con títulos oficiales de su país, pero es dificilísimo homologarlos: de las personas que atienden en Cear, solo un 30% tienen cualificaciones que pueden ser reconocidas en España y solo un 11% consiguen certificarlas. Muchos desisten por la enorme burocracia —un sirio, por ejemplo, no tendrá fácil pedir tal o cual papel al Estado en guerra del que huye—. En otros países europeos, en cambio, se reconocen competencias a través de pruebas profesionales, algo que en España reivindican muchos colectivos.

Pensiones y dinero para fronteras

¿Puede solucionar la población inmigrante los problemas del sistema de pensiones? Según la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (Airef), es un elemento a tener en cuenta. En sus estimaciones destacan que la llegada de 270.000 personas de media entre 2018 y 2048 contribuiría a la sostenibilidad del fondo. “Estos flujos migratorios pueden tener un impacto económico positivo más allá de la sostenibilidad del sistema de pensiones, pero también pueden aumentar el sentimiento de rechazo”, advierte el documento.
Como señala el profesor del Icade Emilio González: de nada sirve sin una verdadera integración “que evite la creación de guetos”. Carmen González, de Elcano, matiza que la economía sumergida y una contribución más baja de las cotizaciones por los bajos salarios hacen que la inmigración no sea por sí sola la solución si no se fomenta la natalidad.
Hay otros impactos monetarios que no son precisamente fáciles de medir. La fundación PorCausa, por ejemplo, lleva tiempo denunciando un verdadero problema de transparencia en el dinero europeo destinado a control migratorio, donde se mezclan acuerdos público-privados, fondos para cooperación y para el control de fronteras en países terceros. Según sus datos, en 2018, el gasto ejecutado en contratos públicos del Estado para control migratorio ascendió a, al menos, 89 millones de euros. El 68% terminó en manos, en mayor o menor medida, de cuatro empresas y una UTE. Desde 2015 hasta octubre de 2019, la UE ha adjudicado a España 779,8 millones “para mejorar la gestión migratoria y de fronteras”, según la Comisión Europea. El presupuesto comunitario en el periodo 2021-2027 ascenderá a 21.300 millones.

Ahora que el crecimiento económico se da de bruces con el cambio de ciclo, el nivel de entradas en el país está de nuevo en máximos y no se esperan caídas fuertes del flujo migratorio porque tampoco se dieron en los peores años de la crisis. De hecho, cuando en 2013, uno de los años más duros de la recesión, se alcanzó el mínimo de entradas de inmigrantes, “esta cifra aún era superior a las 300.000”, recuerda María Miyar, que ha estudiado el nivel de arraigo de los que llegan: “Siete de cada 10 nacidos fuera, según datos de la EPA, llevan viviendo en España más de 10 años”, contabiliza. Lo corrobora Carmen González desde el Instituto Elcano: “El grueso del colectivo no se va. Hay muchas razones que hacen que puedan preferir estar aquí en situación de desempleo, como, por ejemplo, si tienen hijos u otros familiares”. De modo que la integración social y laboral se hace mucho más importante para que, a la larga, puedan romper esa barrera de renta con los nacionales.


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