Banderas de la Unión Europea ondean ante la sede de la Comisión Europea en Bruselas (Bélgica).EfeEl Consejo Europeo ha aprobado al fin el más trascendental paquete económico y presupuestario de la historia comunitaria, destinado a hacer frente a la recesión generalizada consiguiente a la grave paralización de la actividad provocada por la pandemia del coronavirus. Lo ha hecho de madrugada, y en el modo dramático tradicional de las grandes ocasiones: mediante una larga cumbre varias veces prorrogada, con interrupciones, bloqueos y momentos de desconcierto y desaliento. Pero en todo caso, en tiempo útil para preparar los planes nacionales concretos en que debe desplegarse esta suerte de plan Marshall, de forma que los desembolsos lleguen a tiempo para compensar los inmensos perjuicios de la recesión y que alcancen su ritmo pleno en 2021.Junto al plan de recuperación, los líderes de los 27 han dado luz verde a un razonable —aunque mejorable— marco financiero plurianual, o presupuesto septenal 2021-2027, con lo que se despeja un apretado haz de incógnitas que pendían sobre el futuro de la economía europea. Los mercados saben ya que se ha creado mucha más Europa, que el sesgo de la política económica inmediata será expansivo, aunque posteriormente eso se modere, y que se han interiorizado las lecciones de la Gran Recesión.La cumbre ha estado cruzada por la polémica, la tensión y en ocasiones, el enfrentamiento. Pero al cabo ha prevalecido la sensatez del conjunto y la poderosa alianza entre las instituciones (Comisión, presidencia del Consejo Europeo, y desde la influencia discreta, el Parlamento Europeo y el BCE), la locomotora francoalemana y la mayoría de Estados miembros, prósperos o vulnerables, que apoyaron desde el principio el proyecto. Con otros, este periódico ha sostenido, y reitera, que este constituye sin lugar a dudas uno de los grandes momentos de la Europa comunitaria. Equiparable, porque viene a refundarla, con otras encrucijadas clave como su propia creación en 1957 y con el lanzamiento de la moneda única en 1998/2000.Los grandes trazos del acuerdo alcanzado respetan sustancialmente, con modulaciones menores en aras del consenso, los principales cimientos del proyecto que presentó la Comisión en mayo. El extraordinario tamaño del paquete, de 750.000 millones de euros; su desglose en una mayoría de subsidios respecto de la parte dispensada en créditos (aunque las cuotas se han retocado); y su financiación mediante una inédita apelación al mercado de capitales plasmada en eurobonos mancomunados y garantizados por el presupuesto, seguramente la innovación más determinante, que ha vencido resistencias muy arraigadas de los nacionalistas más ortodoxos. Y aunque se ha evaporado la pretensión de una “condicionalidad estricta” de tipo fiscal —los recortes sociales de la austeridad— se ha aumentado el control sobre las reformas que los Gobiernos deberán realizar, a pesar de que ello se arbitre mediante un sistema de “freno de emergencia” que excluye el recurso al veto.El resultado es pues muy positivo tanto para la Unión en su conjunto como especialmente para los países más afectados por la crisis que, como España, recibirán el grueso del apoyo común (al que también contribuirán y en ocasiones, de forma más determinante que los halcones). En este sentido constituye un logro que beneficiará a todos los ciudadanos europeos, y por el cual pueden sentirse igualmente satisfechos, sin distinción de países.Otra cosa es que la actitud de algunos Gobiernos, que se opusieron tajante y empecinadamente a casi todos los elementos del paquete —a excepción del endeudamiento común, al que enseguida cedieron para evitar aumentar su contribución nacional—, deba dejarse sin reproche. Baste en la hora de la celebración recordar que su inclinación a sustituir al obstruccionismo británico se ha desplomado; que el desafío a las instituciones y a la tracción de la locomotora francoalemana ha capotado. Y que su revés en esos empeños es también cuantificable: han pasado de enrocarse en el cero a asumir algo bastante cercano al infinito.
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