Donde nunca llega el virus

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Emiliano Fernández, un policía especializado en la desactivación de explosivos, posee dos dones. Uno le ayuda a revivir episodios de su vida con una intensidad inusual. Sería capaz de entrar en la habitación donde celebró su octavo cumpleaños y situar alrededor de una mesa a sus padres, sus tíos y sus compañeros del colegio. El pasado se almacena en su cerebro como imágenes estáticas. Su otra habilidad tiene que ver con el arte sacro. Después de años de estudiar figuras religiosas puede caminar por cualquier iglesia del mundo enumerando la antigüedad y la calidad de las piezas. De un vistazo distingue si algo es de escayola, alabastro o una simple producción en serie. A finales de febrero de este año, estas dos virtudes que le vinieron dadas le ayudaron a reconocer de inmediato en un documental de La 2 una pieza arte robada en julio de 1936. Desde el sofá de su casa acababa de resolver un crimen cometido a los dos días del inicio la Guerra Civil española.

Una imagen del capítulo Operación Templanza. En vídeo: Un segmento del episodio de Guardianes del Patrimonio emitido en febrero. RTVE

“Esto lo conozco yo, coño”, dijo mirando el televisor. En el reportaje se aseguraba que estaba desaparecido uno de los cuatro torreones del sepulcro del arzobispo Carrillo Acuña, una pieza gótica de gran valor. De inmediato, el policía se transportó a sus 20 años, cuando hacía la mili y visitaba la finca de Paco, un compañero de promoción en Chinchón, Madrid. Era 1975. Nadie de la familia le hacía mucho caso a esa piedra empotrada en la pared de un caserón donde se criaba ganado. Él, el visitante, el amigo que pasa un fin de semana, sí la valoraba. Se sentía misteriosamente atraído por ella. Pensaba que era un retablo, del gótico, eso seguro, la inscripción estampada se lo revelaba. Le gustaba meter la mano por debajo del arco y sentir el frío de la piedra. Lo hizo decenas de veces. Sabía que tenía valor, que estaba ante algo extraordinario. Pero poco a poco se fue despidiendo de ella. Se hizo mayor y dejó de visitar la propiedad. Su recuerdo, sin embargo, se quedó con él.

Esa imagen le visitó 45 años más tarde. Después de averiguar que el torreón seguía en aquel lugar, ahora convertido en un centro autoabastecido de rehabilitación para drogadictos, expresidiarios y gente sin hogar, un paraíso oculto donde ordeñan vacas, amasan pan y cuidan de una huerta, llamó a la centralidad del Obispado de Alcalá de Henares para alertarles del hallazgo. No esperaba que le descolgaran el teléfono y sonara La Bamba —conoce la burocracia—, pero tampoco aquella frialdad. Le pedían que escribiera un email, que se identificara, y todos esos trámites destinados a colmar la paciencia del que llama. Un poco contrariado, el policía zanjó el asunto: “Mire, le dejo mi teléfono. Si quieren algo, me llaman ustedes. Gracias”.

Unos minutos después, le llamó Juan Miguel Prim, vicario episcopal de cultura. Ahora sí se entendieron. Los dos eran conscientes de que el hallazgo era importante. El programa que vio Fernández en televisión iba sobre la operación Templanza, una investigación de la Guardia Civil que culminó con la recuperación de dos relieves, el de la Templanza y la Prudencia, del sepulcro del arzobispo Carrillo, alojado en la catedral de Alcalá. El ojo clínico del policía remataba este trabajo de sus colegas.

Esta obra artística donde en su día se debió enterrar a este arzobispo desapareció en julio de 1936. Un incendio destrozó la iglesia. Vacía, sin custodia, cualquiera pudo entrar a llevarse lo que quería. Las piezas que componían el sepulcro desaparecieron. Nada se supo de ellas. Del torreón no hay noticias, al menos hasta que el policía Fernández la sitúa en la finca de Paco en los años setenta. La familia le había comprado ese terreno en el término municipal de Chinchón, aunque más cercano al casco urbano de Titulcia, a Armando Muñoz Calero, un médico franquista que fue presidente de la Federación Española de Fútbol en los cincuenta y vicepresidente del Atlético de Madrid. Se desconoce como llegaron hasta él las piezas. El policía recuerda que era una finca maravillosa, rodeada por el río Tajuña, con un caserón y un molino. Había tinajas, orfebrería y piedras de derribo. A Paco y su familia le deslumbraba más la naturaleza, los manzanos y la pradera.

El teniente Águila, el mismo guardia civil que había llevado la anterior operación, contactó con Fernández. El policía se lo puso en bandeja. Buscó por Internet fotografías actuales de la finca y encontró en redes sociales algunas que subió la asociación que ocupa el lugar ahora mismo, Garaldea. La propiedad es de la fundación Montemadrid. Las autoridades fueron allí hace unas semanas y desmontaron el torreón sin que los actuales inquilinos pusieran ningún problema. “La verdad es que ha sido un gran trabajo de colaboración ciudadana. Fernández nos lo ha facilitado mucho”, explica Águila por teléfono.

Fernández podrían haber actuado como pirata, hacerse con la pieza a bajo precio y después venderla. En su lugar, hizo lo correcto.

—¿Alguien de la Iglesia, de Patrimonio, del Ministerio de Cultura o de la Comunidad de Madrid le han felicitado?

—Nadie.

El obispado, explica Prim al teléfono, mantiene en depósito la pieza. En breve será restaurada e integrada en el sepulcro, que volverá a su estado original 84 años después, el tiempo que tardó un policía jubilado en resolver el caso desde el sofá.


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