Cuánto tiempo es preciso desde que nace una novela hasta que se convierte en clásico, en una creación perdurable por su capacidad para retratar, predecir y sellar su vigencia es uno de los misterios más inescrutables que persiguen a la literatura. Escribo esto mientras los líderes que hemos elegido se enfrentan en el Congreso desde realidades paralelas, muchos mediante la agresión, y pienso en cómo al escucharles cada ciudadano puede encajar en una de esas realidades mientras mira la otra con pavor, o directamente sentirse expulsado de ambas al no encajar en ninguna. Y me pregunto qué novela retratará este tiempo de desafección y fracaso colectivo con el vigor de un clásico.
No es condición necesaria que ambas cosas —creación y realidad— sean simultáneas. Ni siquiera que la creación sea posterior. De hecho, la novela que probablemente mejor retrata el presente de EE UU y el triunfo del trumpismo es La conjura contra América, publicada por Philip Roth en 2004. Como es sabido, el autor ficcionó el ascenso a la Casa Blanca del piloto Charles Lindbergh como una fuerza fresca y popular que, bajo la apariencia de renovación, comienza a derribar los pilares de la convivencia y a alentar una persecución de los judíos acorde a su buena relación con Hitler. La mayoría de Lindbergh no cree que eso vaya a ensuciar la democracia, pero pronto se demuestra que esta es una membrana mucho más vulnerable de lo que creíamos. No hay fortaleza en las reglas si los dirigentes juegan a zarandearlas.
Con la victoria de Obama, creímos que esa América quedaba atrás, que la igualdad era posible, pero era un espejismo. La América que retrató Harper Lee en Matar a un ruiseñor, tan exquisitamente llevada al cine por Robert Mulligan, o que podemos ver en La jauría humana (1966), de Arthur Penn, es lo que sigue vigente, y no precisamente lo que supuso Obama. Y es esa capacidad de las obras de deglutir la realidad para devolvérnosla en forma de territorios subyugantes lo que hace grandes la literatura o el cine. Más grande que el poder del propio Trump. Ya nunca veremos Sudáfrica de una manera separada de Disgrace, la gran novela de Coetzee, como nunca veremos España de forma ajena a Los santos inocentes de Delibes, por poner un ejemplo, o del cine de Buñuel, Berlanga o Gutiérrez Aragón. Clásicos son clásicos.
Podemos avanzar como sociedad. Y avanzamos, sin duda. Pero cada vez que nos asomamos a una sesión parlamentaria vemos el Duelo a garrotazos de Goya y cada vez que nos asomamos a un nuevo episodio trumpista vemos a Marlon Brando en el papel de sheriff impotente en La jauría humana, o a Gregory Peck en el de Atticus Finch en Matar a un ruiseñor haciendo frente a la sinrazón colectiva capaz de tomar un peso letal. Nos queda un consuelo: la conjura literaria contra la miseria humana, contra el racismo, el clasismo y contra el poder de Trump.
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