Como cualquier otro ecosistema, el del gimnasio se rige por sus propios usos y costumbres. A nadie se le ocurre correr al lado de otro usuario si hay más cintas libres, es habitual que las mujeres usen auriculares como medida infalible para disuadir moscones, la sala de musculación es dominio de los hombres y las clases colectivas cuentan con la aprobación mayoritaria del contingente femenino. Pero no todo son mujeres en estas actividades, tampoco en clases de Zumba como la que hemos organizado en BUENAVIDA para este jueves con su creador, Beto Pérez.
En efecto, basta un paseo por las instalaciones para constatar que Zumba es más del gusto de las mujeres que de los hombres, pero hay varones que dejan atrás los prejuicios y también lo practican. Lo disfrutan. Algunos de los que ya se han enganchado a esta mezcla de diversión, socialización y ejercicio nos han contado qué ven en Zumba para que les guste más que las pesas y el CrossFit, y nos han explicado por qué otros hombres comparten esta querencia… aunque algunos aún no lo sepan.
“Como si fuera una minicarrera pero sin dañar las rodillas”
La historia de los varones del Zumba suele comenzar en el mismo sitio y de forma parecida: ponen un pie en la sala… y descubren que están en franca minoría. A no ser que acudan avisados, esa es la primera sorpresa. Aparece entonces el tan varonil sentido del ridículo. “Ahora hay más, pero cuando empecé había un 5% de hombres”, dice Adrian, un analista financiero inglés de 55 años que lleva 25 viviendo en España. “El primer día te da un poco de corte, al ser un ámbito de mujeres. Me puse en la última fila. Estaba muy cohibido. Pensé: ‘Van a creer que soy un viejo verde que viene a ver a las chicas con poca ropa’. Pero por tu manera de actuar en la sala muestras que evidentemente no lo eres”. En su caso, solo hay que saber que juega al fútbol, ha corrido maratones, va al gimnasio tres o cuatro días a la semana… pero es que es de esos que queman la pista de baile en cada boda.
Como Javier (61), un médico de familia que cuenta que lo que le va de Zumba, aparte del baile, es la dimensión social. “Me da mucha pereza hacer deporte solo. Prefiero tener un horario y compartir la actividad con otras personas. En el anterior gimnasio donde estaba surgieron unas clases de baile latino, y cada sábado era un chute de energía: la gente que va a bailar no es gente aburrida, es muy social, además de que se preocupa por su salud. Ahí me aficioné a las clases colectivas de baile. Con Zumba empecé en 2012. Fue probar la primera vez y engancharme”. Que tendría poca compañía masculina ya lo sabía de las clases de baile latino, pero la calidad es lo importante: “Hombres éramos pocos, pero los pocos que íbamos éramos simpáticos y sintonizábamos bien en el grupo”. Elías (58), funcionario, coincide con el médico en la importancia de la dimensión social de esta actividad. “A mi edad no pretendo estar cachas, sino pasármelo bien y hacer deporte”, dice.
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Todos estos hombres tienen una cosa en común: una insaciable voracidad gimnástica que los ha llevado a probar casi todo. Todos padecen el mismo síndrome de Travolta: les gusta bailar. Aunque por más que les prive moverse al ritmo de la música en otros contextos, seguir las coreografías de Zumba, que a veces son intrincadas, puede resultar complicado en los inicios. No por ello se amilanan. “No sé qué cara me vería la instructora —confiesa David (47), dueño de un comercio—, que, con suma desconfianza, me advirtió nada más entrar: ‘Esto es baile”. Y eso que llevaba cinco años yendo al gimnasio y no hacía ascos a nada, lo había probado todo, del CrossFit al spinning pasando por las pesas. “Respondí alegremente que me gustaba bailar. Mientras preparaba la música, añadió que, a causa de unas severas molestias en la zona lumbar, ese día ejecutaría movimientos más sencillos. Me permití decir: ‘Vaya, ¡pues me alegro!’. Se giró y me miró mal. A partir de ese momento, todo fue a peor. Comprendí a qué se refería con la advertencia inicial: has de tener unas pequeñas nociones de pasos de baile. Me sentí una mezcla de Chiquito de la Calzada y Mr. Bean. A pesar de todo, fue divertido, me armé de valor para asistir a una segunda clase y fui mejorando poco a poco”.
Esa mejoría les anima a seguir. “La primera vez éramos cuatro en clase: tres chicas y yo”, prosigue David. “Una de ellas, también novata, debió de irse a casa muy contenta, consciente de que no había sido la peor del grupo. Es un desafío al orgullo masculino: a los hombres nos gusta mostrarnos ágiles y atléticos, y piensas que moviéndote con torpeza estás haciendo el ridículo delante de mujeres. En un grupo tan pequeño supongo que fui la gran atracción. Pero al mismo tiempo resulta gratificante constatar cómo mejoras rápidamente. Y, sobre todo, es muy divertido”.
“Yo cogí el ritmo bastante pronto”, asegura Adrian. “Además, en el gym donde voy hay un alto porcentaje de personas de mediana edad, y por tanto el efecto no era tan evidente. Yo era flojo, pero en un mes estaba bastante bien”. Como apunta Elías, “lo bueno de esto es que cada uno pone más intensidad o menos dependiendo de su capacidad. Vamos a pasarlo bien, sobre todo”. Pero a todos les gusta hacerlo bien. Adrian deja a un lado su modestia británica y se muestra muy satisfecho con su portentosa evolución: “Hay mujeres que me han dicho: ‘Menos mal que tengo a Adrian delante porque le sigo’. Soy de los mejores en coordinación y baile hoy en día; si no viene la monitora, me pongo yo. Recuerdo las canciones y las transiciones. Me encanta”.
Están encantados. Aparte de por lo sanos y en forma que dicen sentirse, por el buen rato que pasan y por la oportunidad que les brinda de ampliar su círculo de amistades. Javier se pone en modo médico para explicarlo: “Aúna los beneficios del ejercicio, tanto a nivel físico como mental, con los de la socialización, que tiene efectos positivos en la felicidad y el desarrollo del cerebro: obliga a tener partes de este activas porque la otra persona no sabes de qué te va a hablar. Lo que más me gusta es que es más energizante que otras actividades, la música y los movimientos son más intensos, y desconectas quieras o no quieras. Es muy difícil estar bailando Zumba y estar pensando en otra cosa. Sales de clase con una sensación muy intensa de bienestar y de haber disfrutado”.
“Es como si fuera una minicarrera pero sin dañar las rodillas, y hay un componente mental: el cerebro está constantemente mandando ‘inputs’ al resto del cuerpo. Me siento muy sano, muy despejado. Cuando tengo un problema o estrés, en el baile estoy en piloto automático y encuentro una especie de felicidad, estoy flotando, en mi salsa, no quiero que termine la clase. Es como si fuera droga. Es posiblemente el momento más importante de la semana”, dice Adrian, quien cada sábado y cada domingo se levanta a las ocho para su clase de Zumba. “Conozco a más de la mitad del grupo por sus nombres y somos amigos, incluso salimos a tomar algo. Es gente sana, personas perfectamente normales con las que tengo muchas cosas en común: nos gusta bailar, queremos cuidarnos…”, explica. Y eso último es fundamental.
“Tengo un hermano pequeño que ya toma pastillas para la tensión arterial, para no sé qué… Yo, de momento, y toco madera, estoy bien. Físicamente me encuentro bien. Valoro que es importante para la salud”, dice Elías. Y continúa: “Cuando voy allí, se me olvidan los problemas. A veces me ha ocurrido que salgo de casa enfadado por algo y regreso nuevo, llego a casa feliz. Me lo paso fenomenal y conozco gente, y socializar es una parte importante de ir al gimnasio. El otro día mi hija, de 17 años, estaba haciendo un trabajo para el instituto, y una de las cosas que le preguntaban era: ‘¿Qué es lo más bonito que recuerdas de la cuarentena?’. Y ella relató cuando ambos buscábamos vídeos de Zumba en YouTube y nos poníamos a hacer el ganso; lo recordaba como una de las cosas más bonitas del confinamiento”. Y eso no hay quien se lo quite.
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