En 1994 seis actores semidesconocidos se incorporaron a un nuevo proyecto de la cadena NBC a cambió de 24.500 dólares por capítulo (y cabeza). Veintisiete años después cada uno de esos seis actores, convertidos ya en celebridades globales, se han embolsado un cheque de alrededor de dos millones y medio de dólares por un especial de poco más de hora y media. Una cantidad proporcional al desmesurado interés que genera todo lo relacionado con Friends, la serie que marcó las líneas a seguir a todas las comedias de situación que llegaron después. Un legado brillante en la creación, pero que deja sus sombras en el debate sobre las edades, los cuerpos y los sexos.
Por ejemplo, hablemos del sarcasmo con el que ha sido recibido el obvio cambio físico de sus protagonistas. Una transformación que se ha convertido en uno de los aspectos más comentados del programa y ha provocado, como era de esperar, que las redes sociales, ese campo de minas virtual, rebose comentarios maledicentes en los que la palabra “bótox” aparece casi el mismo número veces como “nostalgia”.
Los cambios físicos de los protagonistas son tan lógicos como evidentes, pero nos causan estupor porque en nuestra memoria Monica, Ross, Rachel, Joey, Phoebe y Chandler no han envejecido ni un día desde que cerraron la puerta de su icónico apartamento en el Village. Tal vez porque ese apartamento ha seguido perenne en las continuadas reposiciones y, ahora, en las plataformas de streaming (a cambio de cifras millonarias). Pero Jennifer Aniston, Courteney Cox, Lisa Kudrow, David Schwimmer, Matt LeBlanc y Matthew Perry sí han envejecido. Diecisiete años, en concreto. Y para muchos ha sido una conmoción descubrir que los veinteañeros oficiales de la televisión se han convertido en personas de cincuenta.
Ha sorprendido especialmente el cambio de LeBlanc y Perry, ¿por qué? Porque han podido envejecer, algo muy poco común en Hollywood. Mientras, ellas –con mayor o menor acierto quirúrgico– se han mantenido como se espera de una estrella: ajena al paso del tiempo. Probablemente a las tres les sirva el vestuario de sus personajes, puede que Aniston incluso pueda meterse en el mismo traje de novia con el que entró por primera vez en el Central Perk escapando de su boda con Barry el dentista.
Aniston, Cox y Kudrow no pueden permitirse envejecer a riesgo de que los teléfonos de sus agentes dejen de sonar. Ellas han llegado en plena forma a este evento porque siempre deben estarlo, es su obligación como estrellas femeninas. Si el reencuentro se hubiese producido hace diez años, lo habrían estado, también hace un lustro o el año pasado, y si un comando de grabación las hubiesen despertado en mitad de esta madrugada para arrastrarlas a un plató a las tres de la mañana, probablemente las habría pillado con las melenas perfectamente hidratadas y una manicura perfecta. No pueden permitirse bajar la guardia.
El doble rasero con el que la industria –reflejo del mundo– juzga el paso del tiempo en hombres y mujeres no es una sorpresa. La belleza femenina siempre ha seguido las mismas reglas, con la preferencia por una copa A o una C como mayor variación. Y por eso en cualquier época, ya sean los setenta, los ochenta o la semana pasada, se han podido hacer editoriales en los que la estrella del momento emulaba a Marilyn Monroe, a Rita Hayworth o a Ava Gardner. La masculina se ha adaptado según su propia conveniencia porque quienes dictaban sus cánones eran los propios hombres. Y por eso en los setenta consiguieron convencer al mundo del concepto de feo atractivo en el que se colaron desde Dustin Hoffman a Woody Allen, físicos totalmente alejados del galán clásico, de aspecto permanentemente desastrado y ni siquiera demasiado simpáticos.
¿Cuál ha sido su equivalente femenino? Ninguno. Nadie cuestiona el pelo blanco de Matt LeBlanc. De hecho, se nos ha educado en la idea de que las sienes plateadas son elegantes. Las masculinas, claro. Las femeninas son símbolo de dejadez. Como el vello corporal, que en los hombres implica virilidad y en las mujeres, de nuevo, dejadez. Todo lo natural se transforma en dejadez en cuanto brota del cuerpo de una mujer. Pero si ese fuese el color del cabello de Courteney Cox habría eclipsado hasta a la presencia en el reencuentro de los hiperadorados BTS. Y si Cox o Aniston o Kudrow luciesen el mismo físico que Perry, el de alguien que parece pasar más tiempo en el sofá que en el gimnasio –lo que es bastante normal cuando eres un multimillonario con la vida resuelta– habría monopolizado la conversación sobre el retorno, si es que ese retorno hubiese llegado a producirse.
Si las tres protagonistas no mantuviesen el mismo físico que hace casi dos décadas, ¿tenemos la garantía de que HBO les hubiese pagado esos dos millones y medio por aparecer en pantalla? Para responder a esta pregunta, hablemos de otro reencuentro. Este año los cines vivirán otro muy especial, el de Maverick y su Kawasaki en la segunda parte de Top Gun (35 años después de la primera). Pero esta vez quien irá abrazada a la cintura de Tom Cruise será Jennifer Conelly y no una Kelly McGillis que cometió el error de envejecer ajena a la superficialidad de Hollywood. Su primer paso fue quitarse los implantes de pecho. “Mis agentes me llamaban y me advertían de que estaba jodiendo mi vida, pero yo solo quería ser una actriz de carácter y en Estados Unidos no hay nadie que aparente 50 años”, declaró. McGillis decidió ser una mujer que aparenta su edad. El teléfono dejó de sonar.
Sí estará sin embargo el personaje de Iceman, interpretado por Val Kilmer. Porque el físico actual de Val Kilmer –uno de los hombres más deseados del mundo en los ochenta es hoy un hombre canoso que aparenta los 61 años que tiene– no le importa a nadie. Es un hombre y tiene dos opciones: puede permitirse envejecer o puede aferrarse a la juventud como ha hecho Tom Cruise. Tiene el privilegio de elegir sofá o gimnasio.
Cada cierto tiempo las revistas de tendencias nos recuerdan esa poco sutil diferencia con términos irritantes como aquel fofisano acuñado por MacKenzie Pearson, una estudiante de la universidad de Clemson que definía a un hombre que se había saltado alguna clase de crossfit por tomarse unas pintas y cuya contrapartida femenina eran las “gordibuenas”, porque tratándose de mujeres ya no importaba que estuvieran sanas, sólo buenas. El detalle que no podemos pasar por alto es que mientras el ejemplo de ellos era un Leonardo Di Caprio en bañador tirado en una tumbona o un Ben Affleck en chándal haciendo la compra en el supermercado, el de ellas eran Christina Hendricks o Monica Bellucci, maquilladas y vestidas como para presidir el Baile de la Rosa. Y por supuesto, sin un gramo de fofez en su cuerpo.
Ese constante escrutinio sobre el cuerpo de las mujeres provocó que en 2017 Jennifer Aniston explotase, harta de que cada vez que cada vez que no se saltase la cena la prensa le endilgase un embarazo. A través de una carta abierta en The Huffington Post declaró: “La objetivación y el escrutinio que sometemos a las mujeres es absurdo e inquietante. Utilizamos las noticias de las celebridades para perpetuar esta visión deshumanizadora de las mujeres, centrada únicamente en la apariencia física, que los tabloides convierten en un evento deportivo de especulación. Me molesta que me hagan sentir menos que porque mi cuerpo está cambiando o me comí una hamburguesa para el almuerzo y me fotografiaron desde un ángulo extraño y, por lo tanto, me consideraron una de dos cosas: embarazada o gorda”.
Este escarnio lo ha sufrido una mujer que ha vivido ante las cámaras desde los 19 años encabezando siempre la lista de las más deseadas, que ha dado nombre a un corte de pelo, “el Rachel”, y dejando en nuestras retinas escenas como esta.
El embarazo vía comida rápida no es un fenómeno de Hollywood. “Sí, estaba embarazada. De una hamburguesa gourmet y unas patatas fritas”, escribió en sus stories la actriz de La Casa de Papel Úrsula Corberó en respuesta a una noticia que se preguntaba si estaba esperando un bebé. Cristina Pedroche, otra mujer cuyo físico siempre se cuestiona –se cuestiona el físico de Cristina Pedroche, detengámonos en eso– también salió al paso en sus redes sociales “¿Delgada? ¿Gorda? ¿La ballena de Vallecas? Lo que soy es…feliz”, escribió en su cuenta de Instagram.
Cristina Pedroche pone el acento en otro drama femenino: una mujer no puede estar gorda, pero tampoco demasiado delgada. Otro estigma social que padecen desde la reina Letizia a Angelina Jolie o Victoria Beckham. “Alarma por su extrema delgadez” y “preocupación por su estado físico”, son las palabras que acompañan siempre a sus fotos. El mundo moderno se divide en entrenadores y endocrinos. ¿A alguien le preocupa que Harry Styles esté “demasiado” delgado? ¿O el galán oficial del Saturday Night Live, Pete Davidson? ¿Alguien ha escudriñado bajo los amplios ropajes de Bad Bunny como sí lo hicieron bajo los de Billie Elish? Es más, ¿a alguien le importa el cuerpo de Bad Bunny? Por supuesto que no. Es un hombre. Pueden permitirse tener el físico que desee porque saben que el teléfono de su agente nunca dejará de sonar.
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