Brujuleando por internet me acabo de enterar de que tengo una cosa que se llama dermatilomanía. Es un trastorno obsesivo que consiste en rascar o pellizcar partes del cuerpo hasta lesionarse. Yo me pellizco los pellejos de los dedos, junto a las uñas. A veces tironeo con más ahínco y termino haciéndome pequeñas heridas; otras veces el deleite despellejador (porque da gustito hacerlo) parece enfriarse durante meses. Quizá influya el estrés, o quizá, por el contrario, la inactividad (esto es, unos dedos más libres para pellizcarse). En cualquier caso, es algo que nunca me ha inquietado; ya lo hacía mi madre y tengo varios amigos con la misma manía. Cuando te provocas heridas resulta fastidioso (escuecen un montón con el gel hidroalcohólico), pero ese fastidio nunca ha sido lo suficientemente grande como para querer dejar de hacerlo. En cuanto a lo de ser obsesiva, también lo sabía. No se puede escribir una novela sin tener tu cuota de obsesión. Hay obsesiones muy provechosas.
Estas etiquetas, en fin, han resbalado por encima de mí sin dejar huella, ni positiva ni negativa. Pero, por lo general, nombrar produce efectos. Me refiero a que te nombren, a que te cataloguen, a que te introduzcan en un cajón. Hace tres años publiqué un artículo sobre las personas con alta sensibilidad (PAS), un comportamiento que definió la psicóloga norteamericana Elaine Aron en los años noventa. Según ella, entre el 15% y el 20% de la población mundial es PAS: gente empática e hipersensible. Pues bien, muchos lectores se mostraron aliviados por poder meterse en ese grupo: “Cuando descubrí que era una PAS me sentí mejor, porque siempre pensé que no encajaba con este mundo y me creía un bicho raro”. Aron considera que ser PAS no es una enfermedad sino una característica de la personalidad, y esto sin duda influye en lo positivo del efecto: mejor saberse una honrosa PAS que ser tachada de histérica.
De modo que a veces nombrar salva. Supongo que tiene que ver con lo mal que te sientas. Pongamos que hay alguien que se pellizca y se hace tantas heridas que le dificulta mostrarse en público; y pongamos que se siente solo y un poco monstruo. Quizá cobijarse bajo el paraguas de la dermatilomanía y saber que le ocurre a casi un 2% de la población le resulte consolador.
Pero otras veces nombrar es una condena. Tengo una amiga que fue diagnosticada bipolar hace diez años y medicada en consecuencia. La consideraron, y ella misma se consideró, una loca oficial. Hace poco un buen psiquiatra le dijo que el diagnóstico era erróneo, porque un único episodio maniaco, y además con causas externas, no es suficiente para catalogarte. Ahora a mi amiga le están quitando las medicinas poco a poco y va recuperando su vida. “He estado más de ocho años siendo bipolar”, dice de manera sobrecogedora.
El psicólogo David Rosenhan hizo de 1968 a 1972 un famoso experimento (aunque un libro reciente cuestiona la fiabilidad de la primera parte de la investigación). Él mismo y otros siete colaboradores mentalmente sanos simularon alucinaciones acústicas y fueron internados en varios hospitales psiquiátricos de Estados Unidos. Nada más ingresar, se comportaron normalmente y comunicaron a los médicos que se encontraban bien y que ya no tenían alucinaciones. Todos fueron obligados a reconocer que padecían una enfermedad mental y a medicarse con antipsicóticos como condición para darles de alta (algunos estuvieron dos meses recluidos). Uno de los hospitales retó a Rosenhan a que le enviara unos cuantos pseudopacientes para que su personal los detectara, reto que el psicólogo aceptó. Durante tres meses, el hospital trató a 193 pacientes, e identificó a 41 como posibles impostores. Pero en realidad Rosenhan no había enviado a nadie. El estudio concluye: “Está claro que en los hospitales psiquiátricos no podemos distinguir a los cuerdos de los locos”.
Pero todo esto, siendo sin duda gravísimo, no es lo peor. Lo más atroz no es que te etiqueten, sino que esa etiqueta sea demoledora. Esto es: me preocupa mucho que haya otras personas que, como dice mi amiga, “estén siendo bipolares” erróneamente. Pero aún me preocupa más que ser bipolar suponga semejante estigma. Que sea una cárcel destructiva, un cajón que se cierra sobre ti tan definitivamente como una tumba.
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