Tracey Ann Foley fue durante años la viva imagen de la clase media acomodada de Estados Unidos. Una bonita casa en las afueras de Boston. Dos hijos. Una buena vida. Aburrida vista desde fuera, tal vez. Foley había decidido junto a su esposo, Donald Heathfield, también francocanadiense, que ella se quedaría en casa cuidando de los niños. Así que se convirtió en una de esas ”mamás del fútbol”, que van a los entrenamientos y partidos, y organiza excursiones y barbacoas. Hasta que los hijos se hicieron mayores y empezó a trabajar de agente inmobiliaria.
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Les iba bien. Su marido, que tenía un posgrado en Harvard, trabajaba de consultor en una empresa y se había forjado una jugosa cartera de clientes, desde General Electric a T-Mobile. Mandaron a los chicos, Tim y Alex, a excelentes instituciones educativas, y cada vez que podían daban un salto a Europa. Era una familia educada, cosmopolita, que había vivido en varios países occidentales y tenía una especial pasión por viajar. Hasta que hace 11 años, en la cuidada y descomunal Operación Ghost Stories, el FBI se adentró en su casa de Cambridge (Massachusetts) ante la mirada atónita de sus hijos y arrestó a la pareja. Toda su vida era una fabulosa fachada. Una tapadera. Foley y Heathfield eran espías rusos.
Foley se llama en realidad Elena Vavilova. Nació en Rusia en 1962 y fue captada por el KGB soviético cuando era estudiante de Historia en una universidad siberiana; casi a la vez que su esposo, Andréi Bezrúkov. En aquella época eran novios. Se casaron en la URSS, ya como agentes. Y volvieron a conocerse, enamorarse y casarse en Montreal, en uno de sus primeros destinos como encubiertos. “Tuvimos que construirnos una vida discreta, de ‘personas promedio’; así son los buenos espías”, describe Vavilova mientras da pequeños sorbos a un capuchino en un restaurante italiano del centro de Moscú y cuenta retazos de una vida extraordinaria que inspiró la exitosa serie The Americans.
Estuvieron más de dos décadas como espías ilegales, lo que en el lenguaje de inteligencia implica sólidas y limpias identidades, sin pasado: en su caso, occidentales, las de dos niños canadienses fallecidos de muy pequeños que el KGB había logrado robar. Un tipo de agente de “especialidad y tradición” rusa desde la época de la revolución que no todos los países cultivan, señala Vavilova. Es una mujer estilosa, con una conversación cautivadora y envolvente, en un inglés perfecto, aunque con acento eslavo; un deje que explicaba de manera muy conveniente en EE UU por su origen francocanadiense.
Vavilova, que alcanzó el grado de coronel, está hoy retirada del oficio y desgrana parte de aquella vida extraordinaria en la novela La mujer que sabe guardar secretos, que la editorial Roca ha publicado en español esta semana (con traducción de Josep Alay) y que ofrece un vistazo poco común al sistema de entrenamiento de los agentes ilegales soviéticos. Las prácticas de evasión de la vigilancia, codificación de mensajes, estudio de los mapas y criptografía y, sobre todo, largas horas de estudio y lecciones de idiomas eran fundamentales en el programa. También recibieron entrenamiento en armas y aprendieron artes marciales. La exespía da además algunos detalles de su reclutamiento y sus motivaciones. “La Unión Soviética era entonces un país poderoso, la lucha y la competencia con el bloque occidental estaban calientes y la decisión de unirnos a la organización para defender la patria fue en realidad extremadamente sencilla de tomar”.
La misión de Vavilova y Bezrúkov era recabar información de inteligencia. Primero, para la URSS, y cuando esta se derrumbó, para Rusia; y enviar mensajes encriptados a sus superiores en Moscú. Junto al matrimonio, dentro de la Operación Ghost Stories, el FBI capturó a otros ocho agentes rusos. Todos fueron víctimas de una traición, explica Vavilova. Uno de sus superiores cambió de bando y entregó a los estadounidenses las identidades del grupo de agentes encubiertos. Semanas después, Washington y Moscú intercambiaron espías en el aeropuerto de Viena; el mayor cambio de cromos de agentes desde la Guerra Fría, entre ellos Serguéi Skripal, que en 2018 fue envenenado con la neurotoxina novichok en el Reino Unido por agentes rusos, según la inteligencia británica.
A su llegada a Moscú les trataron como héroes, “defensores, guerreros secretos”. Vladímir Putin, él mismo un antiguo agente soviético (destinado en Alemania) y en aquel momento primer ministro de Rusia, les recibió y condecoró. “Trató de animarnos, nos remarcó que aunque la misión hubiera terminado aún teníamos años por delante y podíamos hacer algo interesante y útil en el país”, rememora Vavilova. El Gobierno les ayudó, les asesoró y les buscó buenos empleos. Ahora, la antigua espía trabaja en Nornickel, una potente compañía minera rusa que tiene los mayores depósitos de níquel y paladio de mundo. Allí se dedica a estudiar a los competidores internacionales. Su esposo es profesor en una prestigiosa universidad y asesor de una gran compañía estatal.
La vuelta, sin embargo, no fue fácil, reconoce. Habían ido regresando cada tres o cuatro años para despachar en largas e intensas sesiones con sus superiores y para ver a la familia. Sus padres creían que trabajaban como traductores especializados en una agencia similar a la ONU. Habían contado que, por motivos de seguridad de la compañía, no podían dar más detalles ni comunicarse a menudo. Y cuando internet hizo las cosas más sencillas, les explicaron que por razones de privacidad de sus empleos no podían usarlo para charlar. Sus respectivos padres, como buenos soviéticos, aceptaron sin hacer demasiadas preguntas. Vavilova y Bezrúkov se fueron de la URSS y volvieron a un país que ya no existía, con dos hijos que no sabían una palabra de ruso y que, aseguran, no conocían en absoluto la verdadera identidad de sus padres. Hace unos años, tras una pelea en los tribunales, Tim y Alex recuperaron la nacionalidad canadiense, que se les había retirado tras el arresto de sus progenitores.
En 2019, después del boom de The Americans y con la ayuda del escritor Andréi Bronnikov, Vavilova decidió escribir su novela —un “80% real”, dice— para contar la “realidad” del oficio. “La serie capta muy bien el ambiente y el trasfondo psicológico, los dilemas emocionales y familiares, pero en esta profesión no hay tanta acción. Y no hay asesinatos”, asegura encogiéndose de hombros. “Un agente encubierto debe pasar desapercibido. El trabajo requiere mucha paciencia, mucha fuerza intelectual y, a veces, cuando te traicionan, como nos sucedió a nosotros, puede ser un poco frustrante”, sonríe. “También quise escribir para dar ejemplo a los jóvenes. No significa que tengan que ser todos espías, aunque quizá alguien se sienta inspirado. Quería demostrar que es bueno hacer algo útil por tu patria. Hicimos algo importante y muy gratificante. No fuimos allí para hacernos millonarios o famosos, sino para servir a nuestro país. Esa era la misión; mi misión”, remarca.
Vavilova, que alcanzó el grado de coronel, desgrana parte de aquella vida extraordinaria en la novela ‘La mujer que sabe guardar secretos’
Asistieron al derrumbe de la URSS por televisión. “Para nosotros fue como una pérdida, la de un país enorme y poderoso. Pero nos mantuvimos fieles a la promesa porque nunca trabajamos para un régimen específico o para un presidente concreto; sino para nuestra tierra y las personas que vivían allí. Y seguían siendo los mismos”, abunda. “Además, el país atravesaba un periodo difícil —los turbulentos años noventa— y eso nos dio más ganas de prevenir algunas conspiraciones, ataques. Entendimos que nuestra patria estaba enferma y que nos necesitaba”.
Vavilova se muestra convencida de que el trabajo de espía ilegal es todavía fundamental en la actualidad. Aunque también asume que es cada vez más difícil, con la expansión de las redes sociales, los documentos biométricos, los sistemas de videovigilancia y las nuevas tecnologías, que hacen muy complicado construir una identidad de cero. Se dejan rendijas que no solo atisban otros servicios de inteligencia. De hecho, ha sido así, cruzando datos y revisando las redes sociales, como algunas investigaciones han destapado los últimos escándalos del espionaje ruso.
“Nosotros trabajamos durante la Guerra Fría, cuando claramente había dos bandos. Ahora mucha gente dice que nos enfrentamos a una segunda guerra fría, porque el mundo está dividido; incluso Occidente. El valor de la inteligencia sobre el terreno sigue siendo clave, especialmente en el mundo actual, donde abundan las noticias falsas. Cuando la decisión está tomada, incluso si se detalla en documentos que están en algún lugar de internet —aunque estén protegidos— se puede acceder a ella. Lo importante es saber cuándo se está pensando en tomar una decisión, predecir las acciones y así prevenirlas o estar preparado para enfrentarlas”, opina. Y remarca: “Para evitar una verdadera guerra, caliente, con armas, alguien necesita hacer una guerra secreta, invisible, pero muy importante porque evita llegar al punto de conflicto duro. Incluso hoy: hay que conocer a los adversarios para estar bien protegidos y tener ese derecho de paridad entre los países. Y eso no es solo una misión de las agencias del espionaje rusas, sino de todas las del mundo”.
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