No disparen contra las instituciones. Ya Daron Acemoglu y James Robinson constataron que las inclusivas “eliminan las relaciones económicas extractivas más atroces, reducen la importancia de los monopolios y crean una economía dinámica” (Por qué fracasan los países, Deusto, 2012). Y, además, los organismos internacionales solventes evalúan las economías —y las ayudan o ignoran— según su densidad institucional. Por eso cuando un país como España cuenta con pocas instituciones sólidas, conviene preservarlas: no de la crítica, siempre legítima; pero sí de la demolición.
El Banco de España es una de ellas. Lo ha demostrado al menos en cuatro momentos. Uno, sus trabajos sobre la liberalización para el Plan de Estabilización de 1959, bajo el jefe del Servicio de Estudios Joan Sardà Dexeus: un republicano, autor del decreto que puso cierto orden en las colectivizaciones de 1937 con Tarradellas, un intelectual exiliado que se negó a jurar los principios del Movimiento franquista para asumir el cargo.
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Dos, la eficaz reestructuración bancaria de los ochenta, con José Ramón Álvarez Rendueles y Mariano Rubio. Tres, la preparación y adaptación al euro, bajo el gran maestro Luis Ángel Rojo. Y cuatro, el apoyo a la política monetaria de Mario Draghi, y en la crisis pandémica, cuando el gobernador Pablo Hernández de Cos ha encabezado a los palomas para ampliarla (y flexibilizarla) y reclamar una política fiscal acorde: frente a los halcones restrictivos, astringentes y austeritarios.
Todo eso ha hecho (tuvo también errores) que la economía mejorase y que la gente viviese mejor: al menos, no peor. Se supone que el progresismo consiste precisamente en eso.
Algunos arremeten contra la institución por su matizado informe crítico sobre el alza del salario mínimo. Que no lo denosta, sino que evalúa su impacto negativo en las capas de sueldos más bajos; piensa más en el cuándo y el cuánto que en el qué.
Elegantes, quieren “correrlo a gorrazos” como el portavoz adjunto de Podemos, Rafael Mayoral. Y lo reputan de “neoliberal”, “tonto” y “adalid de la austeridad extrema”, como el líder de UGT. Peor que esas retóricas: rechazan que opine sobre algo distinto a la política monetaria —materia difícil, en que deberían aplaudir si les interesase— cuando le obliga a ello la Ley de Autonomía del banco (de 1994), que le impele a “asesorar al Gobierno” y para ello “realizar los estudios que resulten procedentes”. Les enoja que lo haga ahora. ¿Mejor dentro de un siglo?
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