Sirenita

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Participantes en la concentración contra la violencia machista en La Puerta del Sol de Madrid.
Participantes en la concentración contra la violencia machista en La Puerta del Sol de Madrid.Sergio Pérez / REUTERS

La sirenita es un cuento horroroso de Andersen que escribió otros cuentos horrorosos —Las zapatillas rojas— y algunos inteligentísimos como El traje nuevo del emperador. La sirenita, incluso en adaptaciones azucaradas, es un relato de amputaciones femeninas: la sirenita pierde cola, cabellera, voz, vida. Es un relato de almas y mundos que valen más que otras almas y mundos. De mujeres que salvan, y hombres que se enamoran de mujeres que los salvan y protegen. A la sirenita le duelen las piernas mientras baila para su príncipe. Cualquier sacrificio de la enamorada será poco y el hombre, cuando no se sienta amado de esa forma, experimentará la traición, el dolor, podrá infligir olvido o castigo a la rebelde que saca los pies del zapatito o el tiesto. Luego la literatura vuelve a la realidad extrañamente: regresa mal leída y La sirenita se transforma en eufemismo para aliviar terrores que ella misma desencadenó. El horror se convierte en tirita-poesía para tranquilizar a una sociedad estupefacta que usa el arte para aleccionar o para no mirar, pero no lo usa para lo que podría servir: aprender a ver mejor.

Mientras tanto, padres heridos en su orgullo lastrarán sacos con sus hijas dentro para tirarlas al mar y herir así a sus esposas; madres perderán a sus hijas para siempre porque han pasado a formar parte de un relato de maldad que hace de ellas putas locas; adolescentes, bellas y libres, serán violadas, asesinadas y arrojadas a un pozo; mujeres serán juzgadas dos veces por no gritar mientras cuatro hombres de orden, que creen en dios y se besan el crucifijo, les meten la polla en boca y ano… Nuestras hijas serán violentadas cuando busquen trabajo, reciban un salario, paran (o no), cuiden, enfermen a causa de un sobreesfuerzo que parte de históricas desventajas económicas, sociales, culturales. Pero un hombre trajeado aparecerá en televisión afirmando que lo que sucede es incomprensible. No hay un problema político. Esto no tiene nada que ver con el peso de las religiones ni con legajos agusanados de leyes que cuesta tanto cambiar. Los chicos se levantan de sus butacas durante una representación al sentirse insultados porque una mujer cuenta su historia de maltrato. Estos chicos son víctimas, pero no saben de quién. Un hombre de iglesia manifiesta que los padres asesinan a sus hijas porque existe el divorcio: a los hombres les roban sus crías y matan en un acto de desesperación. Una niña se mete bajo la cama porque reconoce ruidos de golpes, pero esto no tiene nada que ver con la hostia que un día te amorata un ojo y al siguiente temes que te mate, ni con las familias que dicen: “Aguanta”. A muchas mujeres les tienta el suicidio: en comisarías, tribunales, centros de salud, escuelas hay gente sensible, pero hay quien todavía observa con un punto de desconfianza. “Algo habrás hecho, la vida no se pinta en blanco y negro, quizá te has negado a cortarte la cola. No amas lo suficiente. Córtate la cola. Córtatela”. No participo en debates que nacen de la pregunta: “¿No cree que el feminismo incurre en los mismos extremos que denuncia?”. Me niego a ser manipulada como cuota de pluralidad que subraya con su discrepancia la idea equidistante de que hombres y mujeres padecemos lo mismo, y tenemos los mismos derechos —”¿no te das cuenta de que estás hablando, bruja?”—, aunque sería más cómodo que las mujeres perdiésemos la voz y dejásemos de cantar.


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