“Me he criado en esas eras. Cuando me preguntaron que dónde quería grabar el vídeo, dije, ‘¿dónde voy a ir? A mi pueblo. Ahí está toda mi inocencia. Más verdad que ahí no vas a encontrar”. El cantaor Israel Fernández (Toledo, 30 años) dice que él podría haber sido uno de los niños que protagonizan el vídeo de su último tema, La inocencia. Se ha rodado en Corral de Almaguer, su localidad natal, lugar donde sigue viviendo con su familia y escenario de las fotografías que forman parte de este reportaje. Una localidad rural, algo deslavazada, de esa España vacía que no lo está tanto y en la que los teléfonos móviles sirven para conectarse con el resto del mundo, pero también para anotar la letra de un fandango.
“El cante me viene, lo primero, por mi raza. En todas las casas de los gitanos hay uno que canta, uno que toca la guitarra y uno que baila”, apunta. “Mi familia no es de artistas pero tiene mucha gracia. Mi abuela tenía un don. Tengo un tío que se te pone aquí con la guitarra a cantar por Los Chichos y te tienes que emborrachar. Yo he visto muchas juergas en mi casa, de forma natural, no para celebrar nada, sino porque les gustaba cantar y bailar. A mis hermanos les gusta el cante, pero no lo entienden como yo, que estoy obsesionado. Ellos se iban a jugar, yo me quedaba en la fiesta”.
La irrupción de Israel en los círculos flamencos fue saludada como un advenimiento por aficionados y profanos. Especialmente con Universo Pastora, su fichaje por Universal en 2018, un homenaje a Pastora Pavón (1890-1968), La Niña de los Peines, la cantaora elogiada por Zuloaga, García Lorca y Falla. En la voz del veinteañero, aquellos cantes antiguos remitían a una tradición remota y revelaban un salto generacional. “Me he criado mucho con mis abuelos, y ellos escuchaban cantaores antiguos como Farina o Paquera de Jerez”, explica. “La primera vez que me subí a un escenario, con diez años, canté unos fandangos de Porrina de Badajoz. Mi padre escuchaba a Camarón, que siempre ha sido mi espejo, aunque lo descubrí más tarde. De chiquitito jugaba a escuchar música en el coche. Le pedía las llaves a mi padre, ponía Camarón y hacía como que conducía”.
Asegura Fernández que para dominar el flamenco hacen falta “dos vidas y muy buena memoria”. De lo segundo va sobrado. Recuerda con nitidez un concierto televisado de Estrella Morente que su madre ponía “a cada instante”. Este julio, fue él quien subió al escenario del Parc del Fórum para ofrecer un concierto junto a la cantaora granadina y Diego del Morao, guitarrista de prestigio y, desde hace tiempo, su colaborador inseparable. Juntos han construido las canciones de Amor, su último álbum y el estreno de Fernández como letrista.
“Siempre he escrito, pero antes no me atrevía a cantarlo ni a sacarlo a la calle. Esta vez fue algo natural. Una frase en las notas del móvil, un audio. Al cabo de un año tenía un disco”. La música le obsesiona. “Siempre estoy escuchando cante. De noche, duermo con cascos, es algo psicológico, dormir sin cante es como dormir sin almohada. Cuando despierto, elijo bien lo primero que voy a escuchar. El flamenco es así. Hay que estar conectado. Si no, es muy difícil”.
En La inocencia ha emprendido nuevos caminos junto a El Guincho –productor de El mal querer de Rosalía– en un hipnótico fandango electrónico. “Respeto a los que experimentan pero yo, en mi música, no experimento. Los experimentos, para el laboratorio”, sentencia. “He hecho La inocencia con toda mi alma. Quiero hacer cosas de las que nunca me arrepienta. Lo que dejas grabado se queda ahí para toda la vida. Así que lo que hay que hacer es arrimarse a gente compañera con amor, con cariño y, sobre todo, con mucha verdad. El Guincho es un fenómeno”.
Por edad, Fernández pertenece a la generación Z (que va de la mitad de los noventa a casi los 2010), aunque su infancia no fue convencional. “Empecé a cantar a los ocho años, y al colegio fui muy poco tiempo”, recuerda. “Un profesor, don Miguel, me enseñó a leer y a escribir. En mi familia no había dinero para comprar libros, así que él me fotocopiaba los de los otros niños, hoja por hoja, y los grapaba. Recuerdo hasta el olor a quemado de la impresora de tanta fotocopia, de tanta apuesta por mí. Y mientras fotocopiaba me decía ‘cántame’, y yo le cantaba un fandango de Camarón. Después de los 11 ya no volví al colegio, pero cuando le veo por el pueblo le digo: ‘Don Miguel, muchas gracias, cuánto me enseñaste, cuánto me acuerdo de lo que hacías por mí’. Él me dice: ‘Eras un niño muy especial, mira lo que estás haciendo ahora’. Siempre que le veo le doy un abrazo”.
Realización: Fátima Monjas / Asistente de fotografía: Eduardo Pérez Ortiz / Asistente de estilismo: Rubén Cortés
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