Habla con Dios y con la pintura, con los lienzos en los que dibuja, con la voz amarilla de sus pinceles, con ese aire de Greco que lo acompaña en los que él considera que son los últimos años de su edad y de su vida. Pero, cuando tenía cuarenta, ya hablaba así, y así se conducía, como un hombre al final del trayecto, o con miedo, siempre el miedo, de no terminarlo. Es su manera de buscar la paz. Lo hace también desde que era un muchacho, y ahora, el próximo 16 de diciembre, Cristino de Vera, nacido en Santa Cruz de Tenerife, cumplirá 90 años y vive en Madrid desde su juventud, cuando calentaba su cuerpo, o se refrescaba, ante los lienzos del Greco en el Museo del Prado. Es como una figura de sus cuadros, su cara es como su espíritu, estilizada, sus ojos asombrados, sus ropajes oscuros como la vestimenta de los árboles que pinta. Sigue teniendo ante sí esas llanuras simbólicas, machadianas, esas ventanas que él ha llenado de misterio también contándolas. Es un hombre insólito, que durante algunos tiempos de su vida interrumpía a transeúntes o taquilleras para preguntarles por la felicidad, por sus incertidumbres o por sus recuerdos. A las taquilleras les decía: “¿Qué recuerda usted al final del día?”. Y ellas le respondían: “Bocas, bocas, fila doce, fila trece, bocas, bocas”. En los pasos de peatones preguntaba a los viandantes: “¿Es usted feliz?”, y ellos huían como del tiempo. Es un hombre insólito que le debe la paz que trata de encontrar, sobre todo a su esposa, Aurora Ciriza, que nos asiste en esta entrevista, hecha por cuestionario y luego animada por su propia voz en su casa, al final de pasillo que parece el trayecto infinito de uno de sus cuadros. Hablamos, entre otras cosas, de Dios, de Juan de la Cruz o del tiempo, y de su generación, que es también la de Antonio López o de Grandío, nacida al arte y a la vida en pleno franquismo, donde “solo había dolor sin tiempo”. En sus silencios, y también en sus palabras, habla un místico.
Pregunta. Su pintura retrata el alma, el tiempo, lo que no se puede atrapar. ¿De todo lo que ve, de todo lo que ha visto, qué queda en su alma?
Respuesta. El reflejo de Juan de la Cruz. Los amaneceres y ponientes del mundo visible y la soledad del silencio de los desiertos de la tierra. Tiene una sabiduría, una mística y una armonía que supera el entendimiento humano.
P. Vive desde hace muchos años en Madrid, y ha buscado otros cielos, que ha pintado. ¿Hay imágenes imborrables que no haya podido pintar?
R. Sí, la más imborrable es la de Dios, el creador del universo.
P. Su generación conoció muchos modos de ser de la ciudadanía, pues nació bajo el clima del franquismo, en Tenerife y en Madrid. ¿Cómo era ese periodo?
R. En esa época solo había dolor sin tiempo.
P. ¿Y esta época? ¿De qué color sería esta época?
R. Habría que enfrentar nuestro pobre y limitado lenguaje con la caligrafía divina que convierte todo en un silencio del más grande desierto, que es la soledad profunda.
P. Es usted un pintor, y también es un poeta. Escribe también pintando, de cierta manera. ¿Qué no se puede decir en lo que escribe o dice?
R. Yo no sé hablar de mí mismo, solo soy un poco de aire que quiere purificarse y dejo hablar a los demás de mi mismo. Y espero que sean generosos.
P. ¿Cuál sería su propia metáfora del tiempo?
R. Dijeron que el tiempo era el aliado de Dios, algo de su silencio, de la profunda noche oscura con los astros brillando, y viendo las estrellas se ve que el tiempo es infinito. Y todo silencio de cielos estrellados es el eco de la infinita paz del desierto donde tantos buscadores fueron a buscar el eco, la voz, la explicación de cómo puede el tiempo, con la ayuda de todos los misterios de la tierra, llevarnos a buscar, a mendigar, el eco de la voz del Dios de la misericordia. Siempre la muda armonía del silencio, siempre la belleza de las cosas que nos rodean y purifican nuestra alma.
P. Este es un tiempo muy concreto, la pandemia. ¿Le ha dado miedo? ¿Qué sentimientos se han despertado en usted en medio de la ciudad quieta que ha sido Madrid?
R. Yo siempre tengo miedo. Como dijo san Francisco de Asís, la hermana muerte… Cuando llegue a ese umbral de misterio, silencio y oscuridad, la hermana muerte, como él dijo…, solo en ese momento te podría contestar, con mi cansado espíritu, a tu pregunta.
P. ¿Cuáles serían sus preguntas ahora, además, a sí mismo?
R. Yo solo le he preguntado a Dios, el escondido, al Buda, si viviese, o a Jesús el pacificador, el hombre más bueno que con su voz de dolor y sabiduría solo hablaba rezando con su padre que estaba en los cielos. Tus preguntas ya las contestó el Buda a través del zen y del silencio que acaricia su aire, o la armonía de Juan Sebastián Bach en Aire, y el dolor desgarrado de san Juan de la Cruz en La noche oscura del alma… No las puede contestar un viejo pintor que ya está en las puertas de la hermana muerte con la vejez a cuestas.
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