El 21 de septiembre, dos días después de que explosionara el volcán de La Palma, Mónica Viña, directora del colegio público La Laguna, comentaba por WhatsApp sobre la inclemencia del volcán con las viviendas: “Así caen, como casas de papel. Es muy triste”. Tres días más tarde, daba un nuevo parte. “Ha entrado en fase explosiva con una onda expansiva de kilómetros, nos piden precaución con los cristales”. En ese momento, las clases ya se habían suspendido y poco a poco la lengua de lava tomaba una nueva dirección, parecía enfilar el colegio. “Acabamos de vaciar nuestro cole”, escribía el día 12. “Ahora estamos descolocadas, pero tenemos que seguir”. Este miércoles se confirmaba el peor pronóstico: el magma ―con más de tres metros de altura― tocaba a la puerta principal de acceso al centro.
Todos saben lo que han perdido. El CEIP La Laguna, en la parte más agrícola de Los Llanos de Aridane ―una de las tres localidades afectadas por el volcán―, era lo más parecido a un colegio rural. Allí, todas las aulas estaban en una sola planta, dentro de pequeños bloques que se comunicaban con pasillos al aire libre, como un pueblo en miniatura. De fondo, se veían las montañas y las plataneras. Era el referente de innovación educativa de la isla, sobre todo por su proyecto de Educación Emocional ―una asignatura obligatoria en Canarias desde el año 2014―.
Desde este miércoles están en un nuevo espacio que les ha asignado el Ayuntamiento, un edificio moderno de dos plantas que en seis días han transformado en colegio, con todo lo que pudieron rescatar del antiguo en las dos horas y media que les dieron para vaciarlo. “Mira, la lava ya está ahí”, dice Viña en voz baja, mientras muestra una imagen tomada por los equipos de emergencia en la que se ve cómo una montaña negra de fuego se dispone a engullir su antiguo centro, del que es directora desde hace más de 20 años. En este primer día de clase, nadie quiere hablar en voz alta del tema, pero todas las maestras lo tienen presente.
Los niños están tocados. Amaya, de cuatro años, se desplaza por el aula con una oveja blanca a la que no quiere soltar. Es lo único que pudo llevarse de su casa antes de que desapareciera bajo la lava. Lucas, otro niño de 11 que tiene problemas de aprendizaje, se ha echado a llorar varias veces. “Es muy sensible, más que los demás, y está muy removido, el volcán le da miedo y sus padres se lo llevaron a la otra punta de la isla, pero ahora ha vuelto y tiene que asimilar todo esto”, cuenta su tutora. A lo largo de la mañana, otros alumnos se van derrumbando y salen del aula acompañados de una de las profesoras. Hace falta mucho diálogo, tienen que digerir lo que les ha tocado vivir. “La familia de ese niño perdió sus cultivos con el incendio del verano y ahora su casa… él dice que no puede sonreír, que cada vez que lo hace pasa algo malo”, cuenta una tutora. Esta primera semana la prioridad es ayudarles a superar el trauma.
Durante seis días, los 19 profesores del centro han trabajado hasta 12 horas diarias para que los alumnos se sientan como en casa. Arrancaron del antiguo centro los murales de bienvenida del curso, que han vuelto a colocar. Junto con todo el mobiliario, la biblioteca y los juguetes que ya les son familiares, han decorado las paredes con carteles que quieren colarse en el subconsciente de los pequeños: miedo, rabia, decepción, esperanza… “Son pequeños y aún no manejan el vocabulario para expresarse, vamos a ayudarles y la próxima semana ya veremos si volvemos con las matemáticas”, dice Beatriz, una de las maestras.
Es la hora del recreo y la directora recibe un mensaje de una madre: “Lo siento mucho, Mónica”. La lectura es clara, la lava penetra en el centro. Sus ojos están empañados, pero rápido se levanta y se dirige a la puerta a recibir a un alumno que ha llegado más tarde. “Mi chico guapo, te extrañaba mucho”, le dice mientras le abraza fuerte y le da un beso en la parte alta de la cabeza. “Estos días el protocolo covid no puede cumplirse”, dice una maestra que pasa al lado.
Los temblores
De los 160 alumnos que comenzaron el curso en septiembre, quedan unos 65. La mayoría de los procedentes del extranjero han vuelto a sus países de origen hasta que cese la actividad volcánica y los palmeros se han reubicado en otros centros educativos de la isla que ahora quedan más cerca de los lugares que habitan. Otras familias se han marchado a otras zonas de La Palma asustadas por los temblores diarios que se sienten en el valle. “Otra de nuestras tareas de hoy es explicarles el plan de evacuación como si fuese un juego, se tienen que colocar debajo de los pupitres, hay que tratar estos temas con cuidado porque muchos están asustados por el sismo de ayer”, señala una maestra sobre el terremoto del pasado martes de 4,8, el más alto registrado hasta el momento.
Algunas familias esperan para recoger a sus hijos. Delante, el suelo está cubierto de ceniza y la fachada del edificio, de color gris, contrasta con las cintas de colores que cuelgan de la barandilla del primer piso. Las caras son largas, se crean corrillos y se preguntan cómo ven “la cosa”. La cosa es el volcán, es el nuevo plan de vivienda, es la situación de las empresas en ERTE, es el encaje de los niños en la nueva escuela. Arriba, han colocado el antiguo cartel blanco con el nombre del colegio, que arrancaron de la pared casi sin tiempo. Se rompió y le falta un trozo en uno de los extremos. “Lo íbamos a arreglar, pero no vamos a hacerlo, es nuestra cicatriz”, dice Mónica.
Gabriel, otro de los maestros, sonríe a través de sus ojos. Ha sido un mes complicado, pero en el estreno todo ha salido bien. Él se prestó como voluntario para ayudar a las familias afectadas a vaciar sus casas y fue el que dio la voz de alarma sobre la evacuación del antiguo colegio. “Hay algo que me sigue afectando: la imagen de la energía de las personas mientras lo sacan todo de su casa y del desplome cuando cierran la puerta por última vez, saber que no vas a volver a entrar nunca”.
Son las ocho y media de la tarde. Mónica manda su último mensaje:
– Ya lo devoró. Me alegro de que conocieras nuestro cole azul.
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