Rudyard Kipling, como un diamante ardiendo



Rudyard Kipling (1865-1936), en torno a 1900.adoc-photos (Corbis via Getty Images)

No hace mucho, una experta en arte indio me recriminó, en una charla distendida, que dijera “la India”, en lugar de lo que ahora es políticamente correcto: sólo India. Me explicó que, por ejemplo, no se dice “el París”, ni “la Francia”. Yo le respondí a carcajadas que sí se utiliza, en cambio, “los Estados Unidos” o “las Bahamas”. Quedó cabizbaja e insistió que ese “la” te hace pensar en un país remoto, fantástico, irreal, inferior y, en definitiva, poco moderno. Que usarlo resulta peyorativo y que es propio del colonialismo y del imperialismo de siglos pasados. Sobre los fascismos, que vuelven, no añadió nada.

A Rudyard Kipling, el gran escritor, periodista, poeta y premio Nobel de Literatura a los 41 años, nacido en Bombay en 1865 y muerto en Londres 1936, esta charla de gallinas le hubiera matado de risa. ¡Cuánta pompa lingüística, y qué poco aprecio por el daimon. Sí, ese geniecillo tutelar de cada uno, a veces zumbón, es un ser luminoso y esquivo amigo, incluso irritable, que tiene la paciencia de llevar a buen término la descacharrada vida de cada cual. Y en la del escritor nunca le falló. Pero todo cambia en cuanto te descuidas. Kipling, leído con entusiasmo durante la infancia, pero machacado por adultos que apenas han disfrutado de alguna película inspirada en muchas de sus obras, ha sido como una pelotita de ping-pong entre almas cortas de aliento y de alegría. Gente seria y justa, ¡faltaría más!

Su heredado colonialismo, sus títulos y honores, sus triunfos y su popularidad hicieron emerger a un personaje clasista, antiguo o incómodo. Pasó de moda, sí. Tampoco le perdonaron que fuera masón y mucho menos que comprobara a diario si su feng-shui estaba alineado con el de las estancias en las que permanecía más de una hora. El propio Kipling contaba que su daimon conseguía, además de herramientas espirituales, maravillas sanadoras, o mágicas, e incluso, algún elemento tan difícil de atrapar en nuestro civilizado mundo de hoy como “un brillante ardiendo”. A estas alturas, habrán adivinado que Kipling no formaría parte hoy en día de la turba de pragmáticos o del redil de gentes a la moda, que taponan literalmente cada día nuestra ya asfixiada imaginación. Por eso hay que leerle ahora, como un acto de bravura, nunca de sensiblería o caprichoso esnobismo.

Kipling no formaría parte hoy en día de la turba de pragmáticos que taponan cada día nuestra asfixiada imaginación. Por eso hay que leerle ahora, como un acto de bravura, nunca de sensiblería o caprichoso esnobismo

Con esa intención escojo, entre todos sus famosos relatos, como Kim de la India o El hombre que quiso reinar, sus memorias póstumas, tituladas Algo de mí mismo. Lo escribió un año antes de morir. Es un libro que no se tradujo en nuestro país cuando salió y que manejo en la primera edición en castellano de Pre-Textos, traducida y prologada por Álvaro García en 1998. En este hermoso y cáustico relato de su vida, entre otras indicaciones directas, anuncia que no hay que tratarle como una pluma voladora, pero sí con atención, cuando quiere aclararnos las leyes propias de su oficio de escritor. Su padre, que era artista, le había aconsejado que “las cosas salieran prudentemente solas”.

El hijo cumplió con la promesa y se puso a ello: palabras con peso, sabor, y, si hacía falta, olor. Más tarde confesaría: “Aprendí que, en un relato, quitar líneas es como avivar el fuego”. Y otra cita: “El mero hecho de escribir ha sido para mí, y lo sigue siendo, un placer físico”. Sólo en la última página reconoce: “Mi manera de tratar los libros, a los que consideraba herramientas de trabajo, era popularmente tenida por bárbara. Pero ahorraba mucho en cortaplumas y el dedo índice no me dolía. Algunos libros los respeté porque estaban en estanterías con llave. El resto, repartido por toda la casa, se la jugaban”.

Quisiera no olvidarme de estas exactas y emocionantes líneas que Fernando Savater, gran adicto a Kipling, escribió hace muchísimo tiempo: “Dorado hijo del imperialismo, cuyo poético coraje descubrió (o inventó) las maravillas de la India para una Europa fascinada”. Siempre que hablo de Fernando me pasan cosas estupendas. Acabo de toparme con unas viejas ilustraciones a tinta china que representan a un bicho prehistórico, casi un dragón, y que ilustran el siguiente hecho. Las examino con cautela. ¡Qué más podría esperar un depurado salvaje como Kipling! Por lo visto, le han puesto su nombre a un cocodrilo prehistórico, cuyos fósiles fueron desperdigados, y luego encontrados y reunidos en Inglaterra. Su nombre científico es Goniopholis Kiplingí. Así acaba la historia: si non è vero è ben trovato.

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