Lucía, Mangala, Petra, Yerri, Simha o Juana, váyase a saber a estas alturas cuál de las modelos yace ahí, tirada en el suelo, a punto de iniciar el viaje que lleva del retrato pintado al amasijo de lienzo. Pura carne de metamorfosis, campo de batalla: no otra cosa es hoy el proceso creativo para Lita Cabellut (Sariñena, Huesca, 60 años), una artista española, gitana, holandesa y cotizada —el orden no es imprescindible— que un buen día de hace cuatro años, en su estudio, recién terminado un cuadro, lo miró, lo sacó del bastidor, lo tiró, se puso a bailar encima, le dio puñetazos, lo rasgó y parió otra obra de arte. Sus colaboradores y sus hijos le preguntaron si se había vuelto loca. Los galeristas le dijeron que qué era aquello y que, desde luego, no iba a funcionar. “Aquello” era una especie de amasijo en forma de kleenex gigante recién usado por King Kong. Pero era distinto. Todo el mundo le quitó la razón. Ella siguió en sus trece.
Hoy las pinturas-amasijo de Lita Cabellut se venden por cifras de seis guarismos, al igual que sus pinturas planas, craqueladas y raspadas, bajo las cuales, en el estudio, hay montoncitos hechos con el material sobrante tras el proceso de agresión al que las somete la artista, que prefiere llamarlo “transformación” o “deconstrucción”. Los coleccionistas persiguen sus obras. Los marchantes se frotan las manos. Ella ya piensa en nuevas aventuras. Se diría que la consecución de metas le produce urticaria: “Muchas veces los artistas solo pensamos en el resultado final, y además queremos que sea como lo que teníamos en mente, porque eso encajará estética o socialmente con lo que se espera de nosotros, pero lo único que hacemos así es alejarnos de la verdadera intención del arte, que no es algo que puedas guiar. Lo importante es ver en la oscuridad y no tener miedo”.
Visitamos a la artista en su casa-estudio de la Frederikstraat, en pleno centro de La Haya, la ciudad donde vive desde hace cuatro décadas. Una pequeña puerta da acceso a una entrada privada de coches que desemboca en un patio delante de una preciosa construcción de madera y cristal. En realidad la vivienda (una antigua carpintería) consiste en una sucesión de casas y en una sucesión de patios con plantas y árboles, es lo que podríamos llamar una mansión, de ensueño, para más señas, todo ello repleto de antigüedades de alta época, tallas de vírgenes, bustos y cristos de piedra, objetos decorativos de bella factura, inmensas puertas de madera decapada procedentes de un orfanato egipcio, centenares de libros de arte y literatura, y pinturas salidas de la mano de la dueña de las posesiones. Allá al fondo está su habitación bajo una cúpula de cristal —”porque me gusta ver las estrellas desde la cama”—; más allá, una pequeña piscina pintada de negro y abierta al cielo —”porque me dijo el médico que tenía que nadar”—, y aún más allá, una puerta de cristal que da acceso al descomunal estudio.
Lita Cabellut irrumpe en la fría mañana holandesa como un torbellino. Durante cosa de 10 horas apenas callará, ni siquiera ante el plato de lentejas con chorizo y los polvorones que conformarán el (extraordinario) rancho del día. Casi todo lo que dice tiene sentido y, por si fuera poco, es divertido. La dislexia la conduce a inventarse palabras y palabros que vienen a teñir el ambiente de un aire surrealista (“fotos en alta resurrección”, pronunciará), y no es descartable que esa misma dislexia actúe también como motor de sus procesos artísticos. Pero junto a la risa y el estruendo, en esta mujer que pinta payasos, papas, prostitutas, drogadictos, vagabundos, enfermos mentales, nobles de la Edad de Oro holandesa, enanos y cantaores —sostiene que Camarón es una de sus fuentes de inspiración— hay como un deje permanente de oscuridad. Y ella lo sabe y, además, lo lleva a sus pinturas. Al mismo tiempo, sus pinturas la van transportando a ella. Es una suerte de contrato no escrito entre la artista y sus criaturas, una colaboración mutua en la que no faltan ni el placer, ni la furia…, ni la crueldad.
Hay que decir que a esta mujer de éxito a la que se disputan por igual galeristas, coleccionistas de pintura, editores de libros, productores de cine y escenógrafos de ópera nunca le faltó en su biografía material ni para la luz ni para la negrura. Nació en Los Monegros, en el seno de una familia gitana. Sus padres emigraron a Barcelona cuando ella era un bebé. Su madre la abandonó a los 3 años y fue criada hasta los 10 por su abuela. La niña pasó aquellos años correteando entre las putas y los travestis del Barrio Chino, haciéndoles recados y ganándose unas perrillas entre el paisaje de jeringuillas y condones usados trasero a la Rambla. Murió la abuela y ella fue internada en un orfanato hasta que, a los 13 años, fue adoptada por un matrimonio pudiente de El Masnou. Un día viajaron a Madrid y la llevaron al Prado. La cría, tras haberse maravillado ante los cuadros de Goya y ante Las tres Gracias de Rubens, le dijo a Paquita, su nueva madre: “Yo quiero hacer esto, pintar”. “Pues te pondré un profesor particular”, contestó Paquita. Dicho y hecho: Cabellut se inició con el profesor y pintor fauvista Miquel Villà.
Unos años después, con 19, se marchó con una beca a estudiar en la Gerrit Rietveld Academie de Ámsterdam, por entonces una de las escuelas de arte más rompedoras de Europa, donde empezó haciendo abstracción antes de pasarse a la figuración. Se quedó a vivir en Holanda, se hizo novia de un violagambista mexicano y allí nacerían sus hijos. Aún no sabía hasta qué punto la maternidad iba a revelarse decisiva en su trayectoria como artista.
“Me hice madre y empecé a centrarme en la parte espiritual, aunque yo no me sentía para nada religiosa. El impacto de ser madre fue para mí algo tan espiritual y tan por encima de mí que empecé a querer transmitir esos sentimientos, y fue cuando empecé a hacer la serie de La forma de los espíritus. Pero vi que me faltaba piel, que mis pinturas eran demasiado lisas para lo que yo quería contar, demasiado amables”. Cayó en la cuenta de que lo que necesitaba eran “cicatrices de la vida”. Visitó dos laboratorios donde crearon para ella una pasta de 12 capas que sigue siendo hoy, 25 años después, la base matérica de su trabajo. “Con ella pude pintar esas cicatrices. Son los mejores cuadros que he pintado nunca. Pero, claro, no te puedes quedar solo en las cicatrices. Hay que evolucionar”. Llegaron los cuadros pisoteados, golpeados y doblados; llegaron las pinturas-amasijo, en cierto modo una reactualización del arte bruto. Dubuffet se habría sentido de maravilla en el estudio de Lita Cabellut.
Impresiona bastante ver a esta mujer no muy alta, fuerte y enérgica hasta lo agotador tirada en el suelo, sudando y jadeando mientras dobla y comprime el lienzo con la ayuda de uno de sus colaboradores, Denis, un chico español que se fue a estudiar música a Holanda y hoy trabaja en casa Cabellut. Hay varios momentos en los que parece que la obra ya está acabada, pero no. Siguen los puñetazos, los pisotones, los remaches con la grapadora eléctrica y los pellizcos con los alicates; sigue el calvario del lienzo como proceso creativo y como metáfora del combate entre el antes y el después, entre pasado, presente y futuro. Tras un combate de 20 minutos con heridas y rasponazos incluidos, surge una especie de felicidad a cara de perro. Lita Cabellut lo titulará El grito de una flor, y es lo que representa: una especie de capullo floral pintado por dentro que aúlla. No ha sido un momento amable ni agradable, sino algo tenso y casi cruel: “Crear duele, a veces te rompes de verdad, sufres, lloras, porque acercarse a la verdad duele. Se parece a un campo de batalla. En la batalla, si piensas mucho, te mueres. Lo que importa es el proceso en sí, el momento; el pasado no existe, es una ilusión de nuestra memoria. Y el futuro es una ilusión de lo que queremos, tampoco existe. Y estar en el presente es lo que más nos cuesta, porque en el presente tienes que vivir, y vivir es doloroso. El ser humano todavía no ha aprendido a hacerlo, está siempre cogiendo registros del pasado y tratando de adelantar el futuro”.
—La nostalgia y los planes.
—Justo eso.
—Pero ¿de qué sirve la nostalgia, más allá de lo placentera que puede resultar a veces?
— Eso digo yo, ¿de qué te vale?
— Y los planes suelen irse a tomar vientos.
— Sí, pero cuando empecé con mi proceso de deconstrucción artística, hace cuatro años, un día pinté un cuadro, un retrato de un chico drogadicto, y me dije: “Joder, Lita, qué bien pintado está, has llegado a lo que sabes hacer, después de 45 años”. Y luego me pregunté: “¿Cuánto te queda de vida creativa?”. Como ya no fumaba, me dije: “Pongamos unos 30 años”. Y me dije: “¿30 años? Te vas a aburrir. Te vas a repetir”. Así que decidí romper aquel cuadro. ¡Pam, pam, pam!, empecé a darle patadas y puñetazos, pero sin agresión, ¿eh?, era como un baile, y luego empecé a abrazarlo. Fue el primer cuadro que rompí.
Como ya ha quedado dicho, sus galeristas, sus colaboradores del estudio y hasta sus hijos Arjan, David y Luciano le preguntaron si se había vuelto loca. “Pero yo tenía razón. Cuanto más aprendo del proceso artístico, más consciente soy de cómo hemos etiquetado y amputado y reducido el arte, de cómo hemos metido el arte en un corsé”.
Cabellut se encuentra ahora inmersa en un documental sobre los orígenes gitanos de Charles Chaplin, A Man of the World (Un hombre del mundo), en el que intervienen las nietas del genio Carmen, Dolores y Aurélie, y su hijo Michael Chaplin. La película, coproducida por España, Francia y Países Bajos y dirigida por la propia Carmen Chaplin, bucea en la raíz romaní de la familia, y muy especialmente en la de Hannah, la madre del actor y director, a quien dio a luz en un campamento gitano de las afueras de Birmingham. Es una obra que contará con una parte de realidad basada en testimonios de personalidades de la cultura gitana y otra de ficción en la que Lita Cabellut es la directora artística, ha creado los figurines —algunos de los cuales pueden contemplarse en las paredes de su estudio— y ha trabajado en la parte de animación con los estudios Submarine de Ámsterdam, además de figurar también como productora.
Al mismo tiempo, sigue adelante con su nueva serie pictórica, Mujeres de la noche, en torno al mundo de la prostitución, una galería de retratos de gran formato inspirados en obras de otros artistas (Rembrandt, Léger, Kupka, Bacon, Botticelli, Paula Rego…). Son retratos atormentados sobre lienzos rasgados, en los que bajo el grattage salvaje surgen los rostros y los cuerpos de prostitutas reales contactadas por la artista. Más allá de la dimensión pictórica, quiere denunciar las condiciones de esclavitud en las que viven miles de trabajadoras del sexo en todo el mundo, empezando por Países Bajos, en un proyecto que incluye una exposición itinerante de las obras y una serie de mesas redondas y debates.
Y como los días para esta mujer excesiva parecen tener 34 horas, también encuentra tiempo para hacer libros de pintura y poesía con su amigo Javier Santiso, impulsor de la editorial y a la vez club artístico-literario La Cama Sol. Su nuevo juguete se llama La Barraka, un sello donde ambos publicarán una vez al año un libro de artista con una tirada de tan solo 30 ejemplares firmados, numerados e intervenidos por ella con un original incluido. Un proyecto que la tiene fascinada. Pero que nadie lo dude. Llegará el día en el que todo eso acabe convirtiéndose en material a beneficio de inventario. Porque Lita Cabellut ya estará haciendo lo que más le gusta. Surcando otras mareas.
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