“¡Tu cita podría evitar un genocidio!”. Como estrategia promocional, la verdad, no está mal. ¿Quién no querría ligar para evitar el final de su civilización? Con ese propósito una tal Liv Heide creó la web WhiteDate.net, para ganarse unos dólares. Naturalmente pueden creer que miento, pero es la primera vez que visito una página de citas. Al entrar te saluda la fotografía de una chica joven. Camina por un sendero arbolado y luce una corona de flores amarillas en el pelo. Vale que su sonrisa da un poco de yuyu, pero se la dedica al hombre de elegancia informal que la contempla. Esto pinta que acaba en boda. Y en la última foto de portada, efectivamente, unas manos de mujer colocan un anillo en el dedo de un hombre. ¡Qué bonito! Para integrarse en la comunidad (de un amor tan puro, tan perversamente puro) debe rellenarse un formulario encabezado por una cita de Antoine de Saint-Exupéry. “El amor no es solo mirarse el uno al otro, es mirar en la misma dirección”. La dirección a la que debe mirarse es la preservación de la raza: los blancos estadounidenses están sufriendo un genocidio.
Para saber cómo les funcionaba el coco a los hombres que esperan ligar en esa web de citas, la periodista judía Talia Lavin inventó una personalidad falsa —rubia, habitante de un complejo agrícola en Iowa, cazadora— y así prosiguió con su investigación sobre la retroalimentación del supremacismo en la Red. Su libro se publicó el otoño de 2020. Leído hoy ayuda a imaginar cómo es la degradada vida moral de la turba que al cabo de pocas semanas intentaría asaltar el Capitolio.
En la manifestación previa estaban, por una parte, activistas que podríamos situar en la órbita del Tea Party, pero ese día del orgullo trumpista también salió de la cueva una tipología de ser adicto al veneno supremacista. Lavin lo ha probado por nosotros. Es un veneno que corre por determinados medios de comunicación y se multiplica en webs que propagan bulos. Lo comparten grupos que visionan a la vez vídeos de crímenes en YouTube o se constituyen en comunidad al reencontrarse en plataformas de mensajería encriptadas. Comparten códigos, rituales y manifiestos que incitan a la violencia de género y racial y que, en algunos casos, desembocan en asesinatos en mezquitas o sinagogas. Allí se pasan memes, juas juas, mitifican a criminales, miedito, pero al poco insultan y utilizan estrategias de asedio real porque filtran fotografías o direcciones postales o montan tempestades de mierda para hundir la reputación de personas concretas. Lavin ha sido víctima de ese odio y ha querido entender cómo crea comunidad.
Además de reconocer el miedo que pasó y contarlo con cierta ironía combativa, en La cultura del odio se argumenta que este magma supremacista no es algo nuevo en Estados Unidos: la periodista neoyorquina identifica las tradiciones racistas y misóginas, de dónde proceden y cómo se han actualizado en el lenguaje digital para movilizar a miles de personas. “Una y otra vez, internet había demostrado ser la clave de la radicalización”. Un capítulo singular es el dedicado al colectivo incel, chavales frustrados por la abstinencia sexual y que proyectan sus traumas en un discurso misógino enloquecido. ¿Cuánto hay de desquiciamiento represivo en ese submundo cavernario? Con sus símbolos, con su diccionario propio, se esconde un pánico a la realidad y, claro, la vivencia del miedo en grupo provoca monstruos, que al salir de su cueva, rabiosos, atemorizan. Se vio en Washington. Se había visto en 2017 en el mitin de la extrema derecha de Charlottesville bendecido por Trump. Vigilar ese submundo es una necesidad democrática.
Autora: Talia Lavin.
Traducción: Iñigo García Ureta.
Editorial: Capitán Swing, 2022.
Formato: tapa blanda (245 páginas, 20 euros).
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