Montaigne se encerró en una torre y Kant logró ser Kant sin alejarse 100 millas de la estricta naturaleza de Königsberg: de todas las excusas que hay para viajar, la de volverse más sabios no resulta del todo sostenible. Con los viajes ocurre lo que decía Lichtenberg que ocurre con los libros: un mono no puede mirar su reflejo en ellos y esperar ver a un apóstol. Quizá por esto hay una escuela de purismo que desprecia al turista: ellos siempre saben qué sitio dejó de ser recomendable en 2003 y el nombre de pila de la nonna que prepara la única pasta digna de comerse en Bolonia. Flaubert y Napoleón se rindieron ante las pirámides: un amigo mío alardea de haber ido a El Cairo sin verlas. Pero ¿sucede algo si uno viaja por viajar, por la ligereza de pasarlo bien y orearse y huir del jefe? ¿Debe uno encerrarse en Sanchinarro solo porque Waugh juzgaba cursis los crepúsculos sobre el Egeo? Sí, los espíritus selectos parecen gruñir ante los éxtasis convencionales, ante los paraísos de clase media: coger un low cost para sentirse, por un nanosegundo, Ruskin en la gloria de San Marcos o ahorrar un par de años para ver el desmayar de las palmeras sobre el Nilo.
Sin duda, tomarnos una foto mientras fingimos sostener la torre de Pisa no es un alto momento de lo humano, pero apostatar por ello de Pisa sería una ingratitud para la belleza del mundo. A mí, por ejemplo, me hacía una ilusión vital ir a La Tour d’Argent. La leyenda áurea dice: es el restaurante más antiguo y más célebre del mundo; la academia de la gran tradición a la francesa, con unas vistas sobre Notre Dame que dan ganas de amar la vida o, al menos, de darle un pico a tu compañero de mesa. La desmitificación contemporánea, en cambio, no necesita expresar lo que todos, que somos muy sofisticados, sabemos. Que hay que desconfiar de los restaurantes con vistas. Que es una trampa para americanos: la misma sacarina parisiense que te lleva a las creperías cuando tienes 20 años te lleva a La Tour d’Argent a esa edad en que la gente aún se ama pero ya no se acuesta. La guía Michelin, en fin, hace ya décadas que cambió sus estrellas por calabazas. Alguno salvaba, con gesto de suficiencia, la bodega, pero las críticas a La Tour se resumían en “no he ido y no me gusta”. Ir a La Tour era algo que uno hacía en 1972, cuando eran de buen tono los cigarrillos con filtro madreperla.
Podía haber fingido algo: al fin y al cabo, he escrito sobre cocina; seguro que había alguna razón arqueológico-viejuna para ir. Pero no: simplemente quería un apogeo de trufa y mantequilla, la exaltación de las cosas que solo hacemos una vez, un mediodía de gloria con todos los violines de París. Aun así, hice caso a los gastroamigos: fuimos antes al Louis XIII, de Manu Martínez, hijo de exiliado asturiano, antiguo chef de La Tour d’Argent y, en sí mismo, una cátedra de clasicismo francés. Comimos tête de veau, bebimos burdeos. Salimos desplumados y felices.
Pero la Francia eterna no falló, quizá porque no hay nada más hospitalario en la tierra que un francés cuando cobra con ello. Sí: ahí estaban la carta de vino de diez kilos, un servicio en sala recién salido del Bolshói, esas vistas sobre las islas del Sena ante las que exclamar que el mundo está bien hecho. Y, por irreverente que parezca mezclar liturgias, hubo incluso un momento para el júbilo: la vista trasera —de siempre la más hermosa—revelaba una Notre Dame íntegra, como para indicar que no todo está perdido. Pero si La Tour no es Amazónico es porque el canetón a la sangre sigue siendo arte mayor de la cocina. Leo ahora que cierra por reformas: de juzgar por lo que hemos visto —del Ritz al Crillon— no saldrá mejor de lo que es. Y pienso que esa boba ilusión de ir a La Tour valió la pena. Y que tan caro no fue cuando lo sigo disfrutando y disfrutando todavía.
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