Los móviles de decenas de adolescentes grabaron los últimos pasos de Jaime Guerrero con vida. Una muerte a ojos de todos. En esos vídeos también quedó registrado el enorme charco de sangre que el casi niño de 15 años, supuesto miembro de los Trinitarios, dejó antes de caer desplomado a las puertas de una discoteca en el centro de Madrid. Esos mismos móviles apuntaron también al punto en el que inútilmente alguien practicaba el masaje cardiorrespiratorio al joven en un desesperado intento de evitar una víctima más de la violencia de las bandas. Su fallecimiento por una cuchillada en el corazón creó una ola de preocupación porque ese asesinato se produjo en Atocha, un lugar de paso, al lado del Retiro, de la estación de trenes más importante de España, justo al lado de un restaurante de comida rápida siempre a rebosar. En frente de las narices de muchos que no conviven con el crimen en su día a día. Todavía no se ha detenido al autor del golpe letal, pero todo apunta a que se trata de otro joven pandillero ¿Qué ha fallado para que ese día un adolescente se conviertiera en asesinado y otro en asesino?
“Las bandas no siempre captan a los jóvenes, son ellos los que las buscan a ellas”, insistió la socióloga Mariah Oliver en la comisión de Justicia e Interior de la Comunidad de Madrid hace unos días. Oliver había sido invitada para dar claves a los diputados sobre cómo atajar este problema. Ella lo conoce desde dentro. Fue Latin Queen, condenada a prisión en una de las primeras sentencias en España que castigaba la simple pertenencia a estos grupos urbanos. La suya es una historia de superación, de esas que gustan tanto y que ha inspirado incluso una campaña publicitaria. Por resumir: salió de la banda, estudió una carrera y ahora se dedica a trabajar en la prevención de la violencia. Lo hace de la mano del profesor Carles Feixa en el proyecto Transgang de la Universidad Pompeu Fabra, que pretende establecer estrategias efectivas para luchar contra los aspectos negativos de este tipo de grupos, más allá de la “mano dura” una vez que ya han cometido delitos.
Cuando puso los pies en el terreno en 2018 para tratar de aproximarse al problema de las bandas en Madrid, se encontró con un escenario bien distinto al que ella conocía. Defiende que, a pesar de la idea con la que se trabajaba hasta ahora, grupos como los Dominican Don’t Play o los Trinitarios ya no funcionan como un único sistema jerárquico. No hay un líder único en cada provincia o comunidad que guíe las acciones de unos miembros obedientes. “Han perdido la estructura piramidal, ahora son una serie de grupos atomizados que se identifican con unas siglas, pero no con otros grupos en el resto del territorio. Esto ha provocado, por ejemplo, que ya no tenemos a alguien al que recurrir si queremos trabajar o mediar con ellos”, explicó la experta.
Hace tiempo que la Policía confirma esta visión. “La persecución policial ha provocado que muchos de los mayores hayan sido detenidos y condenados. Esto ha hecho que ahora los menores cobren protagonismo y ellos están mucho menos organizados y quieren demostrar más, por eso su actividad es más violenta”, explican fuentes del cuerpo. La tendencia es clara. No hay detención de pandilleros en la que no estén incluidos varios menores. Tres chicos que no habían cumplido los 18 están acusados de inmovilizar y asestar una puñalada en el pecho a un joven en Usera hace unas semanas. Dos menores fueron condenados por acabar con la vida de otro joven en una calle de Zaragoza en 2018. Fue también un menor el encargado de acuchillar a un rival en un parque de Ciudad Lineal el primer fin de semana de febrero, el mismo que murió Jaime Guerrero. De los cuatro atacantes que acabaron con la vida del rapero Isaac a plena luz del día en un túnel de Madrid, tres no superaban los 17. Según datos policiales, el número de menores implicados en enfrentamientos de bandas se ha duplicado en dos años.
“Estamos preocupados porque la edad de entrada a las bandas ha bajado hasta los 11 o 12 años”, aseguró Mercedes González, delegada del Gobierno en Madrid tras el asesinato del chico en Atocha. “No hace falta ir a por ellos, son ellos los que muestran interés y se sienten atraídos por esas dinámicas en una edad en la que el nivel de maduración hace que sean mucho más permeables a cualquier cosa. Entran en un proceso de socialización mediante la violencia en la crisis de la adolescencia”, recalcó Oliver en esa comparecencia.
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En la mayoría de los casos, este acercamiento comienza a través de las redes sociales. Muchos adolescentes ven en esas publicaciones con corazones verdes y negros, que identifican a los Trinitarios y los Dominican Don’t Play respectivamente, un mundo atractivo. Algunos de ellos adoptan estas consignas sin saber muy bien en qué se están metiendo y algunos acaban recibiendo exigencias de dinero o pruebas de lealtad a la banda. Son aquellos a los que los integrantes reales de estos grupos denoniman bulteros, jóvenes que presumen en sus redes de pertenecer a una pandilla con la que solo simpatizan por diversión o por una necesidad de pertenencia a un grupo.
El territorio no solo es la calle, las bandas también pugnan por el mundo digital. Por eso, muchos de los enfrentamientos en la vida real comienzan en una publicación de Tik Tok o de Instagram o por un videoclip en Youtube. Los supuestos rivales se ponen cara en las redes y se reconocen cuando se cruzan en la calle, en el barrio o en el instituto. La Policía hace tiempo que alerta a los padres y profesores para que presten atención a las cuentas de los adolescentes y tomen medidas ante símbolos aparentemente inofensivos como los corazones o etiquetas como #d3 o #d7.
La intervención de Oliver se produjo solo unos días antes de que la presidenta regional, Isabel Díaz-Ayuso, anunciara una comisión sobre bandas juveniles. La oposición la ha criticado porque un Gobierno autonómico no tiene la competencia de la seguridad, pero sí la de fomentar programas sociales que prevengan la violencia. “Hay que actuar antes de que un chico sea asesinado y otro asesino. Cuando hay que tomar medidas penales, el daño ya está hecho”, recalcó la investigadora, quien aseguró que “muchos de estos jóvenes están formando sus propios grupos por imitación de lo que leen en los medios o en las redes”. Esto hace que ya no hace falta que un pandillero se les acerque en el parque para captarles, sino que ellos mismos toman la iniciativa y reproducen la simbología y las prácticas.
Preocupación en las aulas
Ante este panorama, desarmados, se encuentran muchos docentes que son testigos directos del coqueteo, y a veces algo más, de sus alumnos con estas bandas. Tanto, que no existe un programa público específico al que puedan acudir para atacar el problema. Algunos de ellos llaman de forma individual a la propia Mariah Oliver o a los cuerpos policiales, que ofrecen charlas en los colegios. Pero también contactan con grupos evangélicos que ofrecen una especie de camino de dios como alternativa a la violencia.
“Hay muchos agentes sociales que quieren trabajar en esto, pero no tienen herramientas”, incide Oliver. Las bandas nombradas en genérico pueden parecer algo abstacto, pero si acercamos la lupa son adolescentes fascinados por una simbología y un sentimiento de pertenencia a algo más grande que lo que la vida les ofrece. Tal y como recoge el investigador Luca Giliberti en un artículo científico fruto de sus conversaciones y convivencia con miembros de bandas en Cataluña, “más allá de acoger y responder solo a los síntomas de un malestar juvenil, estas agrupaciones ofrecen a los miembros una capacidad de empoderamiento capaz de reivindicar una identidad oprimida, retando a la cultura dominante”.
En la composición actual de las bandas, se juntan dos factores. Para hijos de inmigrantes que, a pesar de haber nacido en España, siguen sin sentirse parte de la sociedad estas agrupaciones representan algo así como una segunda familia. “Estos grupos son capaces de representar y acoger sujetos que viven diferentes formas de exclusión social, desde la salida del mundo educativo hasta el escenario de excluidos del mundo de trabajo que se abre cada vez más con la crisis”, recoge Giliberti. A la vez, las pandillas se fortalecen por cientos de publicaciones en redes de adolescentes de clase media que sienten una enorme fascinación por este mundo. Esto es, a grandes rasgos, lo que hay detrás de la afirmación de Ayuso de que los miembros de las bandas son “tan españoles como Abascal (líder de Vox)”.
En este escenario, a los pandilleros les atrae incluso la idea de pertenecer a algo prohibido, por eso reina la omertà entre sus miembros: nadie sabe nada de ninguna banda. “La simple pertenencia ya es un delito, eso hace muy difícil trabajar con ellos, porque lo viven en la clandestinidad. No confían en nadie que se acerque a ellos”, explica Oliver. En 2014, el Tribunal Supremo declaró ilegal la banda de los Dominican Don’t Play, algo que la justicia ya había hecho con anterioridad con los Latin King, los Ñetas o los Blood. La pena por pertenencia a organización o grupo criminal alcanza los cinco años. Por eso, en las vistas orales que juzgan los crímenes en el seno de estas rivalidades se genera un extraño “pacto de silencio” entre acusados y víctimas.
Las bandas en España no están involucradas, hasta ahora, en narcotráfico a gran escala, aunque sí en pequeñas cantidades como método de financiación. Sus enfrentamientos surgen por algo tan intangible como el territorio. “Se atacan por el dominio de un parque o una calle o simplemente porque eres mi rival”, apunta una fuente policial. Miembros muy jóvenes entran a formar parte de una banda identificando al enemigo, pero sin saber por qué lo es. Esto refuerza aún más las voces que apuntan que la raíz del problema es mucho más profunda y que ese chico muerto a ojos de todos en Atocha es solo la punta del iceberg. Una frase de Mariah Oliver resume este enfoque: “Mientras solo apliquemos medidas de castigo y no de prevención, los jóvenes seguirán matando y muriendo por nada”.
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