Recuerdo que al término de aquella sobremesa le comenté a nuestro invitado si no le podía traer problemas en el club hacer una declaración de intenciones de tal calibre, teniendo en cuenta que la siguiente campaña también iba a ejercer de delegado del primer equipo. De la Fuente se mostró igual de decidido que cuando subía la banda por el viejo San Mamés: “Es lo que pienso, es lo que quiero y es lo que soy”, zanjó.
Al año siguiente, tal y como estaba pactado, volvió a ejercer de delegado del Athletic con Caparrós, el entrenador con el que coincidió durante la etapa de ambos en el Sevilla. No hubo un tercer año más ocupando un lugar en el campo, el banquillo y los despachos que no respondía a su auténtica vocación como profesional del fútbol una vez colgadas las botas.
De la Fuente volvió a dirigir al Bilbao Athletic, salió de Lezama, tuvo un corto periplo en el Alavés y estuvo un tiempo en el paro antes de aterrizar en la Federación Española de Fútbol para empezar a ejercer de seleccionador en las categorías inferiores. En aquel lapsus sin equipo, el ahora entrenador de España recibió una oferta de un equipo de Segunda A, sí sí de Segunda A, para hacerse cargo de su banquillo a razón de 600 euros mensuales y el coste del alquiler de la vivienda a su cargo. “Lo peor de todo no es la propuesta en sí, sino que me lo he pensado”, contaba tiempo después a un grupo de amigos.
Pendiente del vestuario
El nuevo responsable de la Roja ya demostraba en su etapa como técnico de Lezama una sensibilidad especial hacia determinados jugadores. Un día, tras un entrenamiento, comentó a un periodista amigo a ver si podía dar algo de bolilla a uno de sus futbolistas lesionados porque, tras haber pasado por el quirófano, sufría lo indecible en la camilla en manos del fisio y nadie reparaba en ello. A otro compañero de equipo que pasaba por un lance similar, pero que ya se había estrenado como jugador del primer equipo, no le faltaba cariño ni apoyo extra.