Activismo del BCE

Sede del Banco Central Europeo.
Sede del Banco Central Europeo.RONALD WITTEK / EFE

¿Qué ocurriría si la Europa del euro no tuviese un banco central, el BCE, con todos los instrumentos de la política monetaria contemporánea activados a su servicio? ¿Qué sucedería si este BCE enfocase los problemas del mismo modo —tímido y procíclico— que lo hizo la propia institución al inicio de la Gran Recesión de 2008 y, sobre todo, en la fase de la crisis de las deudas soberanas de 2011?

Como entonces se estuvo a punto de rozar la catástrofe, pautada por la quiebra de varios socios vulnerables y la amenaza de exclusión de uno de ellos de la propia moneda única, la respuesta no es difícil ni ucrónica: sin este BCE la economía de la eurozona habría sufrido desastres extraordinarios. Y sus empresarios, trabajadores y consumidores no habrían sido inmunes a esos reveses.

Si desde entonces, y durante el estancamiento que sucedió a la crisis, la eurozona evitó lo peor, fue gracias al activismo monetario. Solo este compensó la ausencia de una política fiscal común y el sesgo deflacionista de las políticas presupuestarias autoimpuestas a los socios mediante el Pacto de Estabilidad y su austeridad extrema.

Ahora, frente a la recesión provocada por la parálisis económica que ha generado la pandemia del coronavirus sucede lo mismo, pero afortunadamente con mejores variantes. La primera institución en reaccionar fue, a principios de marzo, el BCE. Luego, sus propias llamadas a completar lo monetario con lo fiscal, y sobre todo, la dureza de la crisis en curso, empezó a convencer a los Gobiernos europeos de que debían articular una política fiscal expansiva de excepción.

El jueves mismo, visto el cuadro negativo de la coyuntura, el banco central aumentó su apuesta expansiva, muy por encima de lo que habían descontado los mercados. Decidió inyectar otros 600.000 millones de euros en su programa contra la pandemia, que se añaden a los 750.000 millones de hace dos meses, lo que junto a las decisiones del otoño totalizan un paquete de 1,7 billones para este año. Es lo que Fráncfort dedica a contrarrestar una “recesión sin precedentes en tiempos de paz”.

Desde un punto de vista de estrategia de la política económica europea, esta decisión enfatiza dos tendencias de extrema importancia. Por un lado, subraya la —históricamente inédita— sinergia de la política monetaria y la fiscal, de manera que ambas reman acompasadas contra el ciclo negativo. Y por otra, proclama sin alharacas, pero sin duda ninguna, la independencia del propio BCE. Este ignora pública, notoria y orgullosamente la descabellada injerencia de un tribunal constitucional nacional (en este caso, el alemán) en su tarea, un atentado contra el Tratado de la Unión, que prohíbe darle instrucciones en el ejercicio de sus competencias. Menos mal que existe el BCE.


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