Protesta contra la guerra en Moscú, el 6 de marzo.

Al escritor Emmanuel Carrère la guerra le pilló en Moscú. Y allí ya nada será igual

“Cuando yo era pequeña, soñaba que me escondía en el sótano de una casa bombardeada, medio en ruinas. Oía fuera ráfagas de metralleta. Los que disparaban eran los nazis. Tenía miedo de que me descubrieran y me matasen como habían matado a mi familia. Desde el comienzo de la guerra vuelvo a soñar esto, pero es peor. Porque hay un momento en que comprendo que la nazi soy yo, y me despierto gritando”. Irina ha escrito en su página de Facebook lo que me cuenta aquí: la escena tiene lugar en un tiempo en que todavía hay Facebook; en el momento en que escribo, cinco días más tarde, se acabó, ya no hay Facebook. Su madre la llamó, aterrorizada, la mayoría de sus amigos han cancelado su cuenta. “El mundo entero nos odia ahora a los rusos”, dice Irina, y trato de consolarla, le digo que la gente, bueno, no lo sé, pero muchos franceses como yo son perfectamente capaces de distinguir, primero, entre los rusos y su presidente, que se ha vuelto loco, y, luego, entre los rusos que apoyan al presidente que se ha vuelto loco y aquellos a quienes su locura aterra. Ella es escéptica: “¿De verdad crees que los distinguen? Lo que yo puedo decirte es que envidio a los ucranios. Son héroes, están dispuestos a luchar y a morir. Actúan. Nosotros vivimos con miedo. Y un poco con esperanza”.

“El futuro ha muerto”

Dmitri Muratov, redactor jefe de ‘Novaya Gazeta’, premio Nobel de la Paz

“Un poco”. Repite “un poco” y se echa a llorar. Estamos en una cafetería del centro de Moscú, madera clara, listones, un té matcha, la vida urbana de la gente que no tiene demasiadas preocupaciones, y ella llora y yo veo a través del ventanal furgones de policía que estacionan uno tras otro, cada vez más numerosos, bajo este cielo increíblemente azul cada mañana, que hace aún más espantoso todo lo que sucede. Irina es una mujer delgada y nerviosa que trabaja en una editorial de libros para niños. En los primeros años de la cincuentena, clase media moscovita, pero, como a menudo en Rusia, no hace falta rascar mucho para que debajo de esta casilla sociológica se abra la trampilla de la gran y terrible historia soviética. Nació en Magadán y, como saben los lectores de Solzhenitsin y Chalamov, esta ciudad, situada más arriba de Vladivostock, era la puerta de entrada del gulag. Ella abandonó Magadán a los cinco años, se ha vuelto muy lejana para ella, pero hoy piensa seriamente en volver. Es otra frontera entre los rusos, al menos los que yo conozco: los que pueden partir, los que no pueden. Los que pueden ya se han ido. Irina no puede. No tiene visado y sabe que lo que empieza aquí es un viaje en el tiempo y las tinieblas. La hipótesis más optimista es que no haya guerra nuclear, pero lo cierto es que las sanciones impuestas a Rusia van a durar años, quizá décadas, y que van a modificar radicalmente sus vidas. Irina tiene una hija de 13 años —no un chico, por suerte, porque dentro de menos de cinco años a un chico podrían alistarle para combatir, lo cual se tiene en cuenta de ahora en adelante—, y su hija intenta llevar con sus amigas su vida de adolescente, pero ella y sus amigas ya han comprendido que ahora empieza la vida sin Netflix, la vida sin TikTok, y que no es ninguna broma. Hay gente, y tampoco es una broma, que reinstala en su casa teléfonos fijos, y los que se burlan de ellos, los que no lo harán a tiempo, tendrán motivos para arrepentirse. “Lo único que me tranquiliza es que nuestro país es muy grande”, dice Irina. “Hay lugares donde esconderse. Magadán, el Baikal, Altái… Hago navegación de recreo, ¿sabes?, tengo un barquito con unos amigos, atracado a 50 kilómetros de Moscú. Mi sueño era un largo viaje hasta África, a través de ríos y de mares. Lo habíamos preparado todo bien, yo debía tomarme un año sabático, partir el verano próximo. Quizá en vez de eso me vaya con mi hija al océano Ártico. Quizá vivamos a la orilla del océano Ártico. Quizá aprendamos a vivir de otro modo. Quizá esté bien”. Irina prorrumpe en sollozos.

Fake news

Transcribo las palabras de Irina, pero he cambiado su nombre, su profesión. Lo hago con todas las personas de las que hablo en este artículo, y puede parecer insensato, pero no estoy autorizado a decir por qué motivo, totalmente confesable, me encontraba en Moscú cuando estalló la guerra. Tenía previsto regresar el domingo pasado, pero decidí quedarme. Las personas que me habían invitado me hicieron jurar que no escribiría nada que pudiese identificarlas. En unos días hemos alcanzado un grado de paranoia cercano al del Gran Terror estalinista. Lo escuchan todo, ya ningún medio de comunicación se puede considerar seguro, y si planeaba una duda sobre los riesgos que realmente arrostramos, acaba de disiparla, este viernes 4 de marzo, una ley que reprime las fake news relativas a lo que ocurre en Ucrania, con el baremo siguiente. Escribir o pronunciar la palabra “guerra”, en lugar de “operación especial”: tres años de cárcel. De 5 a 10 años si se ha organizado en el marco de un grupo en internet. Quince años si tiene “consecuencias públicas”, a saber lo que significan consecuencias públicas. Esta ley no solo afecta a los rusos, sino también a los extranjeros. Los corresponsales de prensa se largan uno tras otro. Como no se puede mencionar la guerra, ahora la muestran. Incluso ayer, en el Canal Piervy, la TF1 [el canal generalista privado más popular en Francia] rusa que yo veo durante el desayuno en el hotel, nada más que noticias anodinas, loterías, documentales de animales. Esta mañana solo se ven blindados, incendios, heridos, y aunque solo hables un poco de ruso, difícil es dudar cuando oyes continuamente nazis, nazis, nazis, genocidio, genocidio, genocidio y, de vez en cuando, para variar, el verbo ounitchtojat, aniquilar. Y vaya, luego también: un montaje adobado con un discurso de ­Goebbels junto con el de Bruno Le Maire [ministro de Economía francés] diciendo que vamos a hacer que los rusos las pasen canutas. Vuelvo a mi habitación, empiezo a escribir este artículo que supuestamente se publicará la próxima semana, y no solo nadie sabe cómo será el mundo la semana que viene, sino que nadie sabe si habrá una semana próxima. Ya sé, esta incertidumbre existe en todas partes, Nueva Zelanda debe empezar a temer el apocalipsis, y acabo de leer que Micronesia se suma a las sanciones. Ya sé, es en Ucrania donde esto sucede, son los ucranios a los que les caen las bombas, son las centrales nucleares ucranias las que los rusos empiezan a incendiar, pero lo que se ve en Rusia, en todo caso en Moscú, es otra cosa: una sociedad entera que por la voluntad de un solo hombre implosiona a una velocidad demencial. Dos síntesis de la situación. Vladímir Putin, presidente de la Federación de Rusia: “Van a conocer cosas como nunca se han visto”. Dmitri Muratov, redactor jefe de Novaya Gazeta, premio Nobel de la Paz: “El futuro ha muerto”.

Protesta contra la guerra en Moscú, el 6 de marzo.
Protesta contra la guerra en Moscú, el 6 de marzo.

Champánskoe

Tengo en Moscú dos buenos amigos, Pavel y Emmanuel, que dirigen la cámara de comercio franco-rusa. Son personas ecuánimes, cultivadas, que aman a Rusia apasionadamente y moderadamente a sus dirigentes porque su oficio es apoyar, no a Navalni, sino a las empresas y a los inversores franceses. Un ejemplo de lo que les preocupa, en un tiempo normal: Rusia importa grandes cantidades de champán de lujo, el oligarca ama el Dom Pérignon. También produce una imitación, un espumoso llamado champánskoe. Acto primero: Rusia ha exigido que a su champánskoe se le autorice a ostentar el nombre prestigioso de champán. Acto segundo: ahora exige que el champán francés pase a asumir el nombre ofensivo de champánskoe. Es tan putiniano como manera de actuar que hace unos días todavía pensaba en escribir al respecto un pequeño párrafo socarrón y otro parrafito también socarrón sobre el veterinario que corre de una casa de expatriados a otra para firmar los certificados que permiten salir del país a los animales de compañía de los alrededor de 4.000 franceses que residen en Moscú. Pronto se me quitaron las ganas de párrafos burlones. He participado tres veces en los briefings cotidianos que mis amigos envían a través de Zoom a la comunidad francesa. De un día para otro, el consejo de mesura y de no sucumbir al pánico suena cada vez más angustiado. Te mantienes fiel al puesto, pero evacúas a la familia. Se sigue diciendo, educadamente, “el presidente Putin”, pero se analizan, sin considerarlos demasiado graves, “por ahora”, los riesgos de guerra civil o nuclear, sin que la primera excluya la segunda. Cada frase se acompaña de una precaución, como “si las cosas empezasen a ponerse muy feas”, lo cual al principio suscita la risa porque parece que, de todas formas, ya se han puesto un poquito feas, y luego no dan ninguna gana de reír porque, como Macron ha reconocido, después de haber hablado una hora y media con Putin, “lo peor está por llegar”. Todos los días se actualiza la información sobre los itinerarios de salida aún posibles: por los Emiratos, Armenia, Turquía. Pavel me instó a comprar con mucha antelación un billete para Estambul, el lunes próximo, y fue un buen consejo porque ayer los billetes se negociaban a 20 veces su precio en el mercado negro y hoy se han agotado. Ahora se habla de aviones a Ereván [capital de Armenia] o Antalya [Turquía] que han sido obligados a dar media vuelta y a dejar tirados a sus pasajeros Dios sabe dónde en territorio ruso. Nos ponemos a estudiar los itinerarios a través de Finlandia: los trenes abarrotados; la carretera: el éxodo. Después del zoom nos refugiamos en el bonito despacho de Pavel, que saca sus mejores botellas, más vale beberlas antes de que todo desaparezca. Es una familia pequeña, estamos abrigados; si las cosas se pusieran muy feas, es aquí donde pediría asilo.

“Ahora vais a saber lo que es ser los malos para todo el mundo. Nosotros, los alemanes, os pasamos el relevo”

Xaver, alemán casado con una mujer rusa

Los jóvenes casados

Es como en el 11 de septiembre: todo el mundo en Rusia se acordará de dónde se despertó la mañana del jueves 24 de febrero. Irina estaba en Tiflis (Georgia) para la boda de su mejor amiga. Todo el mundo inquieto, muy inquieto en vista del cariz que adoptaba la situación, pero aun así celebraron la boda, se desearon buenas noches a las dos de la madrugada, y a las siete de la mañana, Olga, la mejor amiga, llamó a la puerta de Irina para decirle ya está, estamos en guerra. Irina pensó que la historia de Olga y de su marido podía interesarme y por eso nos reunimos a comer los cuatro. Olga es elegante, muy brillante verbalmente, muy chistosa, con una autoridad de mujer de negocios. Un poco más retraído al principio, Xaver es también encantador, sarcástico. Los dos suficientemente a gusto para concertar la cita en un restaurante que ha perdido la estrella Michelin que tuvo. Olga es rusa, dirige una empresa de diseño. Xaver, alemán, posee comercios de mobiliario de lujo por toda Europa. Se conocieron hace un año en una feria en Milán. Él vive en Múnich, está casado, tiene una hija de seis años. Ella, divorciada tres veces, historias chungas, no quiere saber nada de los hombres, pero asiste a la comida que a priori le fastidiaba, y aquí está. Los flechazos no necesitan explicación y, sin embargo, el de ellos la tiene. La primera vez que comen juntos, Olga y Xaver descubren una pasión común por la historia, por los aspectos más sombríos de la historia del siglo XX y por lo que Olga llama, con una sonrisa enternecida, “our horrible historical background” (“nuestros horribles antecedentes históricos”), que se resumen así. El abuelo de Olga fue un héroe de la Unión Soviética condecorado múltiples veces, superviviente del sitio de Stalingrado, uno de esos 20 millones de hombres rudos que murieron para que nosotros seamos libres. El abuelo de Xaver era oficial de las Waffen-SS, y cuando le pregunto si le conoció me responde que sí, murió apaciblemente en 1985, era un viejecito pícaro que no hacía otra cosa que fumar su pipa en un banco y dejarse tiranizar por su mujer. Las historias de familia de Olga y Xaver darían para un artículo entero, porque el otro abuelo de Xaver, piloto de la Luftwaffe, después de haber sido capturado por el Ejército Rojo, pasó 10 años en un campo de prisioneros de Siberia, de donde volvió en 1952 con una pasión por Lermontov; en cuanto a la bisabuela de Olga, los bolcheviques mataron a sus padres cuando ella tenía 12 años, y para sobrevivir a la guerra civil de los años veinte, a los 14 años se convirtió en la amante de un chequista, al principio coaccionada, lo cual no fue óbice para que lo amara durante toda su vida. Resumiendo. Xaver y Olga veían ya las paredes cubiertas con sus fotos de familia en el piso que pensaban comprar en Moscú, porque a Xaver le gusta Rusia, tiene aquí una parte de sus negocios, habla ruso, y proyectaba viajar en avión un fin de semana de cada dos para ver a su hija en Múnich. Era un plan rea­lista y jubiloso, como los planes que una pareja europea y económicamente desahogada podía hacer antes de la guerra, y para consolidarlo han decidido casarse, a pesar de la promesa que Olga se había hecho de no caer nunca más en la redes de un hombre. Es fácil y rápido casarse en Tiflis, al igual que en Las Vegas, pero hay que formalizar después los documentos, que no son válidos ni en Rusia ni en Alemania. El procedimiento es un poco complicado pero factible en una época normal, a no ser que entretanto, como dice Olga, “mi país no haya hecho grandes tonterías”, y ahora está atrapada porque no tiene un visado Schengen y aunque pudiera marcharse se moriría de pena abandonando a su madre para siempre, a la que ni siquiera podría enviar dinero y medicinas. Xaver: “Me importa un bledo que se maten todos entre ellos, no es mi guerra, pero me destruye la vida. No puedo sacar a mi mujer de este puto país y me estoy dando cuenta de que mi realidad es esta: voy a tener que escoger entre ella y mi hija”. Xaver tiene un pasaje a Múnich, vía Dubái, para el día siguiente y otro de vuelta, en principio, para el 11 de marzo. Olga y él procuran decirse que las cosas se arreglarán, que algo va a detener esta escalada cada vez más pesadillesca y que se reunirán en mayo, en esa feria del diseño en Milán donde se conocieron, pero ¿cómo creérselo? Estamos en un restaurante chic, de luces atenuadas, clientela de mujeres muy bellas y hombres imperiosos, ceñudos: como aquí son los ricos. ¿Cómo no considerar una locura que estas personas, en cuya vida individual se ha insertado tan violentamente la historia más terrible del siglo XX, y que podían permitirse el lujo de interesarse por ella porque vivían en un mundo tranquilo una vida normal, liviana, sin ninguna tragedia, y que de repente se encuentran atrapados ahí dentro, desgarrados, forzados a elecciones insoportables, amenazados con separarse para siempre? “La única ventaja”, le dice Xaver con una ternura sardónica a la mujer que ama, “es que ahora vais a saber lo que es ser los malos para todo el mundo. Nosotros, los alemanes, os pasamos el relevo, para nosotros eso será un cambio”.

El último iPhone

Todos tenemos encima de la mesa nuestros móviles, que pitan y nos alertan de un nuevo derrumbamiento en este mundo que creíamos sólido y fiable como un coche alemán. La realidad se deshace como en las películas de ciencia ficción, como en una novela de Philip K. Dick, como en El show de Truman. No lo sabíamos, pero todo esto podía desaparecer. Estos dos últimos días: Volkswagen, BMW, Warner Bros, Disney, Netflix, Nike, Spotify, Ikea, Airbnb, Vuitton, Shell, Deezer, Carlsberg, BP, Boeing, Exxon, eBay, Bloomberg, CNN, la BBC y ahora Twitter, Facebook. Olga rememora que hace unos años Afisha, una revista en boga, publicó un reportaje irónico sobre el tema: “¿Se puede sobrevivir una semana consumiendo solo productos rusos?”. Respuesta: no se puede. Sin embargo, habrá que hacerlo, porque pronto no se encontrará ningún producto extranjero en los supermercados rusos. Bye bye, Dom Pérignon; welcome, champánskoe. “Dentro de tres meses”, dice Xaver, “habremos vuelto a nineteen nineteen”. Yo he entendido nineteen ninety: Xaver se ríe, con su risa carnívora y triste: “No, 1990 es dentro de un mes; dentro de tres será 1919″. Olga enseña su móvil: “Mira, tengo el último iPhone”. Estoy claramente espeso, creo que ella quiere decir el último modelo. Ella también se ríe: “No has entendido. Esto que tengo en la mano es el último iPhone”.

El vil metal

¿Y qué vamos a hacer esta noche para pagar la cuenta? Hace tres días, una eternidad, a Irina simplemente la contrariaba no poder pagar el parking con Apple Pay, la aplicación de móvil que todo el mundo usa aquí, la tarjeta de crédito es tan anticuada como el cheque para nosotros. Y luego quise pagar nuestra comida con mi visa, no pude y en aquel momento los dos empezamos a comprender que las sanciones, la exclusión del sistema SWIFT, no era algo entre Estados y bancos, que solo marginalmente afecta a la gente o les merma sus ahorros, a lo que los rusos están acostumbrados, sino que pronto va a impedirles pagar cualquier cosa. En previsión del momento en que las tarjetas dejen de fallar no una vez de cada dos, como ocurre todavía, sino en todos los casos, esta tarde he querido adquirir rublos, todos los rublos posibles, por si acaso, y me han aconsejado que vaya a una sucursal del BTB, un banco lo bastante pequeño para que aún no haya sufrido sanciones: los servicios se dividen ahora entre los afectados por sanciones y los que todavía no lo están, pero pronto lo estarán. Había una buena veintena de personas, todas rusas, delante de cada cajero, preocupadas pero serenas, y todas con la cabeza levantada hacia el letrero que indicaba la cotización del rublo, del euro y del dólar. Hace tres días un rublo valía un poco menos de 10 céntimos de euro, hoy son 15 céntimos [a cierre de esta edición valía menos de 1 céntimo]; si consigo sacar dinero, soy el rey del petróleo, mientras que la gente que me rodea ve sus ahorros derretirse a ojos vistas. Me gustaría entablar conversación, pero aun cuando en Moscú aún no se ha notado agresividad contra los extranjeros, somos nosotros los que padecemos esas sanciones, varios expatriados que conozco empiezan a bajar la voz cuando hablan por el móvil en francés, prefiero no llamar demasiado la atención. Me da pavor que el cajero se trague mi tarjeta, cosa que no ocurre, lo que no es poco, pero no puedo sacar nada. Afortunadamente, he pagado por adelantado el hotel y mi billete. Lo demás es totalmente imprevisible. Xaver es el primero que intenta pagar, tiene tres tarjetas de crédito distintas, ninguna vale. La mía sí, inexplicablemente, pero es su último suspiro. ¿Y el taxi al aeropuerto, el lunes? ¿Si me quedo tirado en Moscú porque no puedo pagar el taxi? Visa y MasterCard anuncian el sábado que se retiran también de Rusia. Por suerte, Pavel me da un sobre de dinero en metálico.

Memorial a Boris Nemtsov, asesinado en 2015, en Moscú, el 6 de marzo.
Memorial a Boris Nemtsov, asesinado en 2015, en Moscú, el 6 de marzo.

Un boomer ruso

“Yo ya he visto esto, en más pequeño. Joven periodista, me mandaron a Bagdad, en una época en que Irak era un país próspero, uno de los de Oriente Próximo donde más agradable era vivir. Se sabía que Sadam gaseaba a sus kurdos, se hacía la vista gorda, todos los jefes de Estado le declaraban su amistad. Él creyó que si invadía Kuwait protestarían un poco, para guardar las apariencias, y que aquello pasaría, business as usual. Pero aquello no pasó, el mundo entero se coaligó contra él, embargo, sanciones, el país próspero se convirtió en un país paria, retornado a la edad de las cavernas, y ahí sigue. Es eso lo que nos está ocurriendo. Putin se ha vuelto un paria, pero nosotros también. Es de locos, ¿sabes?, lo que ha vivido un tío de mi generación. Un tío que ha sido adolescente en la Unión Soviética y luego, a los 20 años, ese milagro total, totalmente inimaginable, de fines de los años ochenta. Pasar del golpe de Chernenko a Gorbachov y después al putsch [el intento de golpe de Estado de 1991 contra Gorbachov], los tanques en Moscú, las primeras discotecas, los primeros viajes al extranjero. Pasta a chorros, el crimen, el far west de los años de Yeltsin. En Francia no tenéis idea, ninguna idea de esto, ¿qué habéis vivido vosotros, pobrecillos? ¿Mayo del 68? ¿La elección de Mitterrand? ¡Tengo miedo de Le Pen, madre mía! Un tipo de mi edad en Rusia tiene experiencias para 10 vidas, y mira que creíamos que íbamos a descansar, que ya no nos sucederían más que las cosas normales de la vida, comprar una dacha, envejecer, enfermar, morir, y nos sucede esto: en el peor caso, el fin del mundo; en el mejor, volver a nuestra ratonera”.

Sentarse un minuto en silencio

Con suerte, cada uno tiene en la vida algunos amigos, los realmente íntimos, aquellos con los que hace la travesía. Su número varía según el grado de sociabilidad, que no puede ser muy alto. Gainsbourg contaba los suyos con los dedos de la mano izquierda de Django Reinhardt, pero yo cuento hasta media docena. Son ocho, que se reúnen esta tarde de jueves, 3 de marzo, en el monasterio de Novodévichi, hito a la vez religioso y turístico, célebre por su cementerio, donde están enterrados Chéjov, Gogol, Prokófiev, Shostakóvich y hasta Jruschov. He venido con Lionia y Macha, directora y actriz, me las presentó mi amiga Dinara Drukarova (que está en París, me alegra escribir su nombre). No nos conocíamos la víspera, estoy increíblemente emocionado por la confianza de invitarme a acompañarlas. Su grupo de amigos se parece mucho al mío: sobre todo parejas de entre 40 y 60 años, varios ejercen oficios artísticos, algunos un poco conocidos y uno un cantante muy famoso. Ninguno se declara religioso, pero el cantante tiene un amigo monje, fanático de las motos y el rock and roll, que se ha convertido en una especie de afectuoso director espiritual de toda la cuadrilla y les ha propuesto oficiar una pequeña ceremonia, no clandestina pero discreta, para bendecir a quienes se van y a los que se quedan. Porque es así estos días en los grupos de amigos y en las familias, y lo que me sorprende es hasta qué punto es evidente para todos que los que se van parten sin retorno y que los que se quedan probablemente no volverán a verlos nunca. Mijaíl y Anna viajan a Tel Aviv el 10 de marzo; precaución usual: si hay un 10 de marzo. Él es judío, tiene la doble nacionalidad, en principio es bueno para ellos. Los dos son músicos, les cuento este chiste de otro tiempo: “¿Qué es un cuarteto de cuerda soviético? Una orquesta sinfónica que vuelve de una gira por el extranjero”. Se ríen, a pesar de que nadie tiene ganas de reírse. Acaban de comprar un buen piso en Moscú y obviamente no tienen tiempo para venderlo; a la vista de lo llenos que van los aviones, se conforman con poder embarcar una maleta en la bodega, y yo me lamento por no haber, aunque solo fuera por un instante, imaginado un párrafo socarrón sobre el veterinario de la colonia francesa, desbordado por los certificados que tiene que rellenar para la evacuación de los animales de compañía, cuando la hija de ocho años de Anna y Mijaíl le pide al padre Kosma que bendiga al gatito que ella no está segura de poder llevarse consigo. Tiene lágrimas en los ojos, sus padres y el monje intentan sosegarla, pero al mismo tiempo no quieren mentirle. Otra pareja también trata de partir, su suerte es tan incierta como la del gatito. Los demás se quedan porque no pueden irse y el cantante famoso porque no quiere, su vida y su público están aquí, no morirá en otro sitio. Terminada la ceremonia, bebemos en la acera el vodka transportado en bolsas de plástico, nos abrazamos, cuánto les habría gustado abrazarse, si lo hubieran sabido, al padre y a la madre de Macha. Él está en Moscú, me explica Macha, y ella, que es ucrania, ha ido a ver a su hermana en ­Járkov. Los padres tienen 70 años, 50 de los cuales juntos; se siguen hablando por Telegram, que Macha les ha enseñado a utilizar, pero saben que a su edad se acabó, no volverán a verse. El grupo se disuelve, algunos se van juntos, seguirán bebiendo en casa, y yo sé que cuando llegue el momento de separarse harán lo que hacen los rusos cuando parten de viaje, sentarse un minuto en silencio y rezar para reencontrarse algún día en esta vida.

Iglesia en la plaza Roja de Moscú, el viernes 4 de marzo.
Iglesia en la plaza Roja de Moscú, el viernes 4 de marzo.

Un monasterio en Chuvasia

Ya que estamos con el clero: un periodista francés me ha facilitado el contacto con un oriundo de Vendée que se ha hecho cura ortodoxo, “una fuerte personalidad, ya verás”. Le llamo por WhatsApp, ¿podemos vernos? Me responde que sí, por supuesto, si no está demasiado lejos para usted, yo estoy en Chuvasia. Ah. Chuvasia está a 600 kilómetros de Moscú. Él ya empieza a detallarme el itinerario: una noche en tren saliendo de la estación de Kazán, un trasbordo al alba, después voy a buscarle, se queda el tiempo que quiera, ya verá, es agradable. Pasamos al modo vídeo y valía la pena porque el padre Basile, sexagenario, una barba fluvial, el ojo malicioso, tiene una lucidez prodigiosa. Le digo que estos días tengo algunas cosas que hacer en Moscú, pero que me reservo la invitación. “Cuando usted quiera”, dice él, y en los días siguientes es un pensamiento reconfortante que conservo en la memoria. Día tras día hay rumores que anuncian la ley marcial, la evacuación a toda prisa de todos los extranjeros, las peleas en las calles, la embajada rodeada como en Saigón, el cierre de todo el espacio aéreo, la explosión de una central nuclear, el asesinato de Zelenski por los mercenarios de Wagner y que luego Putin, en el punto al que ha llegado, pulsa el botón, pero ahora me digo que, “si las cosas se ponen realmente feas”, cojo el tren en la estación de Kazán y me voy a esperar el fin del mundo en Chuvasia, en la agreste ermita del padre Basile. Creo que para un libro es lo mejor que se puede hacer. Pero no tomé el tren, primero porque a la hora en que escribo no ha llegado tampoco el fin del mundo, no todavía, y sobre todo porque en una segunda conversación con el padre Basile me enfrió mucho el pequeño discurso que me soltó, con su aire bonachón, sobre los nazis que gobiernan Ucrania —pero, ojo, no todos los ucranios son nazis, los hay buenos— y la cordura del Ejército ruso que procura respetar a la población civil. Dios lo protege y protege a Vladímir Vladímirovich.

Pasajeros en la estación de metro Kievskaya, en Moscú, el viernes 4 de marzo.
Pasajeros en la estación de metro Kievskaya, en Moscú, el viernes 4 de marzo.

La gente de verdad

Una amiga parisiense, por teléfono: ¿Y el pueblo? No los intelectuales como tú y como yo: la gente de verdad. ¿Está completamente desinformado? ¿Está a favor de la guerra? ¿A favor de Putin? Difícil de responder. Es siempre un problema, la gente de verdad. Otro amigo mío, italiano, me decía un día, riéndose: mi país ha sido gobernado 10 años por Berlusconi y nunca he conocido a nadie que le vote. A decir verdad, conozco a algunos putinianos, pero son más bien franceses expatriados que rusos. Los rusos que he visto estos días son los que describo, y si su suerte me emociona tanto es porque se me parecen. Lo que viven Macha, Lionia y sus amigos es lo que viviríamos mis amigos y yo si una catástrofe semejante se produjese en Francia. Ahora, en 10 días he tenido que coger una veintena de taxis —­en Moscú prefiero el metro, que es el más bello del mundo—, pero se está más tranquilo en un taxi para hablar con la gente de verdad, y he aquí, habida cuenta de mi pésimo ruso, el resultado de mi encuesta. En definitiva, un tercio de los taxistas se ha negado a responderme, sobre todo al principio, cuando yo empleaba la palabra voina, guerra, sin saber que nada más oírla podían meterte entre rejas. Un segundo tercio, sin negarse a hablar, dice que todo eso son chorradas. ¿Guerra, qué guerra? Mire, hace bueno, la gente está en la calle, se pasea, se divierte, hace sus compras, ¿usted sabe lo que es la guerra, ha oído hablar de Stalingrado? Una palabra resume todo esto: normal ‘no, que quiere decir mucho más que “normal”. Ejemplos sueltos: está bien, la situación está controlada, los que saben gestionar gestionan, saben lo que hacen, circulen. Normal ‘no. Tercer tercio, un tercio nutrido, la verdad: los que, al igual que el juicioso padre Basile, montan en cólera a causa del genocidio de rusos en el Donbás, de los nazis que hay que erradicar, de que Putin hace lo que puede para salvar al mundo. Para aclararme, voy a ver a Valéri Fiodorov, que preside uno de los tres institutos rusos de sondeos. Lo financia el Gobierno, se apresura a informarme, para que yo no crea que me toma por un traidor, pero el instituto Levada, más independiente, todavía no ha comunicado sus cifras, y más tarde comprobaré que con una diferencia mínima son las mismas. Una muestra de 1.600 personas interrogadas por teléfono arroja los siguientes datos: a favor de la guerra, el 68%. Contrarios a la guerra, el 22%. Corregido, poco alentador, variaciones estacionales: el porcentaje de los partidarios de la guerra experimenta un ligero pero constante aumento desde el principio de la semana, el de los pacifistas disminuye simétricamente. Los belicistas, como cabía esperar, son personas mayores, varones, más pobres, menos instruidos, menos urbanos, se informan en la televisión; los pacifistas son más jóvenes, mujeres, más urbanos, más ricos, más instruidos, se informan en las redes sociales. Ellos y nosotros: no necesitaba a Valéri Fiodorov para figurármelo, pero me aporta dos cosas interesantes. La primera es que, aparte de un porcentaje relativamente bajo de revoltosos, menos del 20%, los belicistas no se definen en absoluto como tales. No quieren la guerra, nadie en su sano juicio la quiere. Pero consideran que desde hace ocho años es Ucrania, con el apoyo de Occidente, la que libra con Rusia una guerra sin cuartel. Mientras que los pacifistas piensan que Putin inició la guerra la semana pasada (en cuyo caso, si fuese cierto, habría sobradas razones para criticárselo), los belicistas saben que, por el contrario, se esfuerza en terminarla (¿y quién estaría tan loco como para quejarse de que pongan fin a una guerra?). El otro comentario interesante se refiere a las sanciones. La gente que yo conozco piensa que es aterrador el gran salto hacia delante que se ha dado y que tiene buenas posibilidades de durar decenios, más que años; una vez más, miren a Irán, miren a Irak. Pero la paradoja que irónicamente da la razón a Putin es que las sanciones no recaerán sobre sus amigos, sino sobre los amigos de Occidente. Es la gente como nosotros, los pacifistas, los anti-Putin, los que vamos a morir, atrapados en un mundo sin Apple, sin Net­flix, sin camembert, sin viaje al extranjero. Pero ¿la Rusia de a pie? ¿El pueblo, como dice mi querida amiga? ¿Qué puede importarle al pueblo que ya no pueda circular en Jaguar, beber Dom Pérignon, esquiar en Courchevel? El pueblo no ha viajado nunca al extranjero, nunca ha salido de su óblast, el 70% de los rusos no tienen pasaporte y apenas saben que eso existe. En cambio sí saben que Putin existe y que desea su bien. Como me ha dicho el taxista especialmente jovial que me ha traído de mi cita con Fiodorov: “No va a estar mal encontrarnos todos juntos, todos iguales, como antes, bien abrigados, vo dnié!” (Vo dnié quiere decir “en el agujero”).

¿Leyenda urbana?

Esta historia me la han contado dos veces, con ligeras variantes, no sé si esto le añade o le quita credibilidad. Una chica camina sola por la calle con una pancarta en la que está escrito: “Nié moltchitié”, no callaros. Me he cruzado con varias de estas chicas, son sobre todo ellas las que muestran esta increíble valentía: no aguantas cinco minutos así sin que te detengan y después te condenen a una pena que aumenta día tras día. Un tipo con el cráneo rasurado se le acerca: “¿Qué haces aquí?”. “Ya ves”. Él: “Tienes razón. Yo soy nazi, no quiero esta guerra, y mis amigos nazis tampoco”. Ella: “Yo soy judía”. “Yo nazi. Los dos estamos de acuerdo”. Se besan. Ella se aleja con su pancarta, directamente a la cárcel, como es bien sabido. Él la llama, ella se vuelve, él le hace el saludo hitleriano. Ella sonríe.

(Que esta escena sea verídica o no, que el chico sea realmente neonazi o que se jacte de serlo, lo cierto es que se trata de una situación en la que declarar lo que es constituye un acto de rebeldía y de defensa de la libertad. ¿Zelenski y los suyos son nazis? Vale, yo también. Este país está loco, lo que sucede aquí es una locura).

Emmanuel Carrère en la plaza Roja de Moscú, el viernes 4 de marzo.
Emmanuel Carrère en la plaza Roja de Moscú, el viernes 4 de marzo.

Las azafatas de vuelo

Cuando ustedes lean este artículo, si siguen ahí para leerlo, este vídeo alucinante habrá sido visto, comentado, olvidado en todo el mundo, otros vídeos lo habrán sustituido, pero, créanme, era una intensa experiencia distópica, la del Black Mirror a la milésima potencia, descubrir en un hotel de Moscú, al amanecer del domingo 6 de marzo, estas imágenes en las que se ve a Putin sentado a una mesa con una delegación de azafatas, explicándoles la evolución de la guerra. Se ha hablado mucho de la soledad de Putin. Se sabe que ya no ve prácticamente a nadie, que la covid ha decuplicado su paranoia, que para que te reciba unos minutos hay que encerrarse 14 días bajo la custodia de tipos del FSB, y sus últimas apariciones han confirmado esta imagen de bunkerización e impermeabilidad. El diálogo con Macron, cada uno en un extremo de una mesa de 15 metros. El monólogo de 55 minutos que dio inicio a la guerra…, perdón, a la operación especial. La reunión del Consejo de Seguridad, con la guardia cercana que precisamente no está cerca sino muy lejos del jefe, cada cual a una buena distancia delante de su pequeño pupitre, cada cual cagándose de miedo, y el terrible y prodigioso momento en que le toca intervenir a Na­ryshkin, el equivalente del jefe de la DGSE francesa (Direction Générale de la Sécurité Extérieure), al que a Putin le agrada humillar en directo, ante el mundo entero, y nos decimos entonces que se está propasando, que actuando como un sádico con sus fieles ayudantes abre el camino a la que parece ser ahora la única esperanza de la humanidad: la revolución de palacio, el asesinato. Está completamente solo, pensamos, se ha vuelto loco, todos estamos a la merced de un hombre solo que se ha vuelto loco, y lo peor, quién sabe, es que él mismo es consciente de que ha cometido una enorme estupidez pero es demasiado tarde para retroceder, y entonces, qué le vamos a hacer, se lanza en picado, derecho hacia el abismo, y todos nosotros con él, nadie se bajará del tren. Mucho me temo que sea cierta esta versión shakespeariana, en total contraste con el cinismo calculador que durante mucho tiempo se le ha atribuido a Putin y que le granjeaba tantos admiradores, pero lo fascinante en su encuentro con las azafatas es el esmero que han puesto en desacreditarla. La mesa es tan larga como la mesa en que recibió a Macron, pero las azafatas a su alrededor son unas 20, atentas y rozagantes, todos los presentes codo con codo y el propio Putin relajado, paternal, bebiendo té; nos decimos que la próxima vez tendrá, como Stalin, niños pequeños sobre las rodillas. Putin dice las cosas sin rodeos, pero no como un paranoico, sino como un tipo enérgico y fiable, al que le gustan los trabajos bien hechos. Dice, por ejemplo, que si continúan las sanciones, que empiezan a hacer efecto, van a considerar que son un acto de guerra y, por consiguiente, que Rusia no está únicamente en guerra con Ucrania, a pesar de su paciencia, sino con todos los países que apoyan a Ucrania. Con nosotros, por ejemplo, con Francia. Lo que dice es alucinante, pero se lo dice a las azafatas con un tono razonable, humano, y si ya nos parece aterrador que nuestro destino dependa de un hombre acorralado, de repente nos preguntamos si no es todavía más terrorífico que no tenga en absoluto aspecto de estar acorralado.

La manifestación

Lionia, que a todas luces confía en mí, me ha inscrito en el hilo Telegram de un grupo que informa hora por hora de las noticias del frente pacifista. Ahí se anuncian manifestaciones masivas el domingo, a las dos de la tarde, en el corazón de las grandes ciudades rusas. Se indican los puntos de encuentro: en Moscú es la plaza del Manezh, adyacente al Kremlin. En un tiempo normal, una manifestación en Rusia no debe sobrepasar el número de 10 personas, las autoridades deben recibir la solicitud con una antelación de dos semanas, y me pregunto con aprensión cómo va a desarrollarse en estos tiempos tan poco normales. Respuesta: como un paseo. Hay menos jóvenes de lo que yo esperaba, algunos en familia, la gente hace como si aprovechara este domingo de primavera frío pero soleado para pasear alrededor del Kremlin. Forman una multitud no muy densa, no muy organizada, que discurre entre murallas de omon, las fuerzas especiales de la policía cuya reacción es aleatoria. Muy numerosos, realmente muy numerosos, los omon son también muy nerviosos, algunos montan barreras, otros patrullan, pero se diría que no tienen consignas muy concretas. Te cruzas con ellos o sobrepasas a un grupo, pueden ignorarte como si aceptaran la ficción de que somos paseantes pacíficos, pueden ordenarte que circules con más o menos rudeza —a mí me interpelan varias veces y me causan más miedo que daño— y a veces, bruscamente, se juntan tres o cuatro para perseguir a alguien, molerle a palos y arrastrarle hacia sus furgones. ¿Por qué a este manifestante y no a otro, ya que nadie lleva una pancarta, nadie grita eslóganes? ¿Porque, como dice el proverbio ruso, todo le parece un clavo al que tiene el martillo? Presenciamos a cada minuto una violencia de este tipo, sabemos que si te embarcan así es muy grave, años de cárcel, y me enteraré más tarde de que cerca de 5.000 personas fueron detenidas aquel día en Rusia, pero esto sigue siendo esporádico, no provoca una verdadera reacción, nunca llega a ser un enfrentamiento en toda regla. En varias ocasiones temí que los cosmonautas, como la gente llama a los omon, cargaran o incluso que disparasen. No fue así, la manifestación se dispersó tan indistintamente como se había formado. Yo había ido con un periodista francés, su mujer y la fotógrafa cuyas imágenes acompañan a este artículo; me gustaría escribir sus nombres para expresarles mi gratitud, si llego a ir solo habría tenido más miedo. Los cuatro, al marcharnos, sentimos una especie de abatimiento difícil de definir e incluso de confesar. El peligro puede galvanizar, pero no galvanizaba. Las miradas no brillaban, ni siquiera se cruzaban. Ninguna exaltación, ninguna respiración profunda, ningún impulso. Ninguna convicción de que estamos juntos, de que vamos a ganar, de que quizá vamos a morir pero ganando, y si no es por nosotros es por nuestros hijos, por un ideal, por la libertad. “Los ucranios son héroes”, me decía Irina, “nosotros, los rusos, vivimos con miedo”. No es verdad, no todos, quiero acordarme de las chicas que salen totalmente solas a la calle fría con una pancarta y también del joven nazi, si existe. Pero mi impresión cuando asistí a la manifestación es que aquella gente había venido a oponerse a la guerra por principios, por honor, para vencer el miedo, y es algo hermoso, pero que prácticamente todos, y me entran ganas de llorar al terminar así este artículo, saben que la causa está perdida.

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