Al final, algún perro llorará por ti

Al final, algún perro llorará por ti

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El joven editor que acompañaba a Miguel en Buenos Aires a tomar el té con el escritor Bioy Casares, camino de su casa en la Recoleta, le dijo: “Por Dios, no se te ocurra hablarle de literatura ni de política, háblale de perros, de automóviles, de partidos de tenis, de aventuras, de viajes”. Durante la charla sobre cosas aparentemente vanas, que fue muy agradable, apareció en el salón una hermosa perra moviendo el rabo hasta los pies de su dueño; este escogió una de las galletas que acompañaban a la infusión en la mesa y se la ofreció en la boca mientras decía: “He llorado por la muerte de todos los perros que han pasado por mi vida, que han sido muchos, pero esta será la perrita que va a llorar por mí”. Bioy Casares tenía ya toda su elegancia muy fatigada y murió un par de años después. Al oír la noticia de su muerte, Miguel imaginó que aquella perra, sin duda, elevaría largos y lastimeros aullidos al ver que se llevaban el cadáver de su amo, y luego habría permanecido durante mucho tiempo con la tristeza en los ojos.

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Miguel recordó las veces que también había llorado por esta causa. Sus últimas lágrimas las produjo la muerte de Perdita, una cocker blanca y negra, que se fue de este mundo tal como era ella, discreta, sin molestar. Hasta el final de su vida, aun con el cuerpo ya maltrecho, cumplió con lo único que le importaba, esperar detrás de la puerta sin moverse durante horas a que las niñas regresaran del colegio. Cuando las presentía por el olfato en la esquina de la colonia movía el rabo y emitía unos tenues gruñidos de alegría. Y para expresar su felicidad buscaba un juguete y las recibía con él en la boca contoneándose. Era su gracia de la que parecía estar muy orgullosa. Perdita murió dando a toda la familia una lección de humildad. No exigía nada, un breve gesto y se apartaba, pero seguía con la mirada siempre atenta sin esperar ninguna recompensa. Jugando con ella las niñas se hicieron adolescentes. Perdita pasó a formar parte de la memoria de Miguel, que no podría reconstruir sin recordar los perros cuya pérdida le habían hecho saltar las lágrimas.

Durante años, el nombre de Perdita fue una de las claves que Miguel tecleaba para abrir el ordenador, de modo que esa perra tan humilde y discreta se había convertido en la puerta que daba entrada a la lectura de los principales periódicos digitales. ¿Qué pasaba en el mundo mientras ella saludaba a las niñas al despertar con un juguete en la boca cada mañana? Tal vez Barack Obama acababa de introducir el swing en la política norteamericana y Donald Trump era todavía solo un búfalo de oro en ciernes, dispuesto a convertir a su país en un campo de Agramante, y aunque nadie lo tomaba en serio, al final el búfalo se había sentado en el Despacho Oval de la Casa Blanca.

¿Qué pasaba en España mientras Perdita esperaba detrás de la puerta durante horas a que las niñas regresaran del colegio por la tarde? Tal vez a Zapatero le había reventado la burbuja económica en las manos sin enterarse y Mariano Rajoy seguía haciendo el ganso con Cataluña, y el independentismo había crecido hasta constituir una amenaza de poner este país patas arriba por pura galbana. ¿Qué le pasaba a Miguel mientras Perdita le seguía con la mirada por todas las estancias de la casa? Sucedía que Miguel se había hecho viejo y había empezado a oír dentro del cuerpo el crujido de las articulaciones al levantarse de la cama. Ahora echaba la vista atrás y con la perra a los pies recordaba aquel tiovivo en el que de niño comenzó a rodar montado en un caballo de cartón que subía y bajaba sin imaginar que esa forma de galopar era una imagen de los éxitos y fracasos que le esperaban en la vida. Canciones, libros, perros, automóviles, sueños, viajes y regresos formaban un solo conjunto con los amigos, con las aventuras que han dejado heridas o momentos de belleza, como a todo el mundo.

Al final siempre habrá una perra que llorará por mí —pensaba Miguel—. Puede que sea esta a la que Miguel ahora le echa la pelota y ella la recoge y la deja a sus pies, una y otra vez, sin cansarse nunca de cumplir con esta misión. Todos los días, Lía, una perra campera, cruzada de razas cobradoras, espera a Miguel con la pelota en la boca al pie de la cama para recordarle que este es un juego ineludible entre los dos. Esconder la pelota, cada vez en un lugar más inverosímil y contemplar cómo siguiendo los caminos del olfato la perra la descubre, es un milagro. ¿Qué otra cosa puede uno esperar de la vida —piensa Miguel— sino que al final una perra te sea fiel, te recoja la pelota, te sonría cuando la acaricias y llore cuando te mueras?

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