Algunas cosas (secretas) que hago en vacaciones

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Hago balance laboral, lo confieso. Que si estoy bien aquí o mejor en el otro lado, que si cuantos años más así. Puedo hacerlo mirando al mar, que es una de las cosas que más me gusta hacer en vacaciones. Y en ese momento azul puedo incluso plantearme cómo corregir defectos profesionales, cómo hacer las cosas un poco mejor. Porque yo sé que puedo hacerlas mejor. Claro que inmediatamente, abandono la idea, porque me tengo prohibido pensar en el trabajo estando de vacaciones. Lo que sí puedo hacer es planificar el porvenir, tal vez un domicilio más cómodo para las próximas vacaciones. La casa donde nos quedamos es perfecta, pero siempre se puede mejorar. Y sobre todo reservar, porque la ocupación ha vuelto a niveles de 2019. Busco un calendario. Y al final, de una u otra manera, acabo proyectando en el tiempo la posibilidad de llevar a cabo las acciones planificadas, que es la antítesis de habitar el momento presente. Mirar por el ojo de la cerradura que muestra el futuro es siempre una mala idea, además de inútil.

Pero espera, espera un poco. Que necesito mirar el móvil, nada importante en realidad. Solo un vistazo al WhatsApp y al correo electrónico, también a Instagram. Bueno, y a Twitter. También al periódico. Es solo un vistazo rápido por si hubieran ocurrido noticias o cambios en el trabajo, en el país o en el planeta tierra. Este vistazo puedo echarlo mientras me siento a comer con mis padres a quienes no veo desde hace seis meses o mientras mi hija intenta ensañarme cómo hace el pino en la playa. Siempre que miro el móvil hay otra vida pasando por delante. Y yo siempre (pero siempre) tengo el móvil cerca, encendido, conectado. Siempre con el mundo a cuestas. Tanto que me canso, me extenúo en realidad. Y comprendo lo importante que sería parar y no hacer nada. Es entonces cuando empiezo a imaginar, en algún trayecto en coche con la música a tope, cómo sería mi vida sin trabajo. Y a continuación pienso en dinero, porque es imposible no hacerlo. Echo un vistazo a la cuenta corriente —que también llevo en el móvil— e imagino un plan de ahorro. Aunque el problema de una vida sin trabajo no serían tanto los gastos como la falta de ingresos, así que elijo imaginar una vida de teletrabajo desde una cabaña o desde una isla. No sé muy bien dónde caerá mi deseo. Pero, aprovechando que tengo tiempo, pienso en otra vida, en una mudanza, en dejarlo todo. Y en algún momento busco la complicidad o la opinión de mi pareja en cualquiera de las anteriores cuestiones, como si fueran livianas o banales. Él dice cosas como “hay que ser muy afortunada para tener algo que dejar”. Supongo que hay gente así, personas que viven en paz con lo que tienen y con lo que no. Me pregunto entonces si yo vivo en paz. Y al elegir esa palabra es imposible no pensar en las guerras que siguen matando cada minuto del día y de la noche. Precisamente una de las veces que echo un vistazo inocente al móvil me escribe una colega pidiendo ayuda para difundir la historia de dos víctimas de la estación de Kramatorsk en Ucrania, donde una madre y su hija han sufrido otro de los ataques contra civiles. La madre ha perdido una pierna y la niña de 11 las dos. Mi amiga me manda fotos de la pequeña por la mensajería instantánea de Instagram. En este punto asumo que es imposible cargar con el peso del mundo en la vida en general y en vacaciones en particular. El descanso me parece ahora moralmente inaceptable. Y entonces hago lo de siempre cuando la vida se vuelve demasiado estrecha y asfixiante: pienso en sexo. Me refiero a que pienso en desaparecer de puro placer. Me dedico al sexo por unas horas aprovechando que en vacaciones el sexo está siempre a mano. Pero antes o después, el placer se termina. Entonces analizo la frecuencia de mis encuentros sexuales en busca de un autodiagnóstico de mi vida sexual. Eso es porque en algún momento me creí que la vida sexual era un diagnóstico de la vida en general. Por fortuna, eso ya no me pasa. O ya no tanto.

Ahora he crecido y una de las cosas que hago cuando tengo tiempo es tratar asuntos familiares demorados durante el resto del año: me refiero a que diagnostico a otras personas. Voy a visitar a mi suegra al geriátrico, por ejemplo, que está a 500 kilómetros de mi vida de Madrid. Y salgo destruida y con muchas ideas para mejorar lo que no tiene remedio. Siempre me hago la misma pregunta en la puerta: si de verdad la he visto a ella o si solo he estado mirando los miedos que llevo clavados en mi ombligo. Y como ese pensamiento no me gusta nada, entonces pienso en qué haré mañana, pasado mañana y el resto de las vacaciones. Es algo propio del tiempo libre pensar en cómo ocuparlo, en cómo no malgastarlo, en cómo disfrutarlo. Hay gente incluso que se queda en casa sin hacer nada para que le dure más. Gente que se limita a leer. Porque leer es sin duda la inversión temporal más segura. Da cierta seguridad coger un libro, como si una tuviera los ahorros a plazo fijo. Así nada se malgasta ni se pierde. Aunque, desde este punto de vista, leer es solo otra manera de creer en los bancos.

Por suerte, desde que soy madre, no dispongo de mucho tiempo para la lectura ociosa porque los hijos siempre precisan atención. Cuando son pequeños por sus necesidades y cuando se hacen mayores por sus problemas. Y ahora que por fin tengo tiempo, es momento de atender a esos problemas, de buscar esa conversación. Hablar con un hijo de algo que le preocupa es como salir de caza, hay que pasarse horas al acecho y en silencio hasta que salta la primera palabra, como una liebre. Y al poner palabras, si se ponen, resulta que ya no parece tan grave, nada lo es cuando al menos se puede pronunciar. Pero entonces ya han pasado algunos días y es momento de imaginar qué pasará tras las vacaciones, en casa, en el trabajo, en el mundo. Es hora de hacer propósitos de enmienda y de hacer cuantas más cosas mejor para aprovechar el tiempo que queda. Porque hay un momento en que empieza la cuenta atrás y entonces “hay que aprovechar”. Ahí es cuando la lista se vuelve infinita, hay quien piensa en casarse, en hacer un viaje largo, en recuperar la salud, en dejar de fumar o de beber, en abandonar las drogas o dormir sin pastillas. Y, por supuesto, hacer ejercicio a diario desde el primer día tras la vuelta. Además de comer bien, pues de nada sirve lo uno sin lo otro.

En mi caso, reconozco que nada de lo anterior me aprieta demasiado porque hay una máxima que me oprime mucho más que cualquier propósito: esforzarme en que todo el mundo se lo pase bien. Tener empatía, intentar que los demás se diviertan, que disfruten todo lo que se merecen. Eso y rezar para que mañana no llueva. No sé si lo he dicho, pero tengo grandes planes. Mañana es domingo: aprovechen.

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