Allan McDonald, el hombre que no quería que el ‘Challenger’ despegara

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Hace un poco más de 35 años, el transbordador Challenger se destruyó en una tremenda explosión, 73 segundos después de su despegue, a la vista de medio mundo y de algunos familiares de los siete astronautas, expresamente invitados por la NASA a seguir el lanzamiento desde la tribuna de VIP del Centro Kennedy. Fue una tragedia de la cual la NASA a duras penas se repondría. Pero, por desgracia, no era algo completamente inesperado. Entre los centenares de ingenieros y técnicos que servían de soporte al lanzamiento había al menos dos que albergaban negros presentimientos.

La noche antes del lanzamiento (el 28 de enero de 1983) había sido inusualmente fría. Las temperaturas habían caído hasta ocho grados bajo cero, una cifra insólita para el clima de Florida. De la estructura de la torre de servicio colgaban largos carámbanos de hielo. El lanzamiento estaba programado para poco antes del mediodía. El tiempo debía mejorar algo, pero el termómetro no subiría mucho por encima del cero. En esas condiciones, un par de técnicos de Thiokol ―Roger Boisjol y Allan McDonald― expresaron sus reticencias a continuar con la cuenta atrás.

Thiokol era la empresa responsable de los dos aceleradores del transbordador, los dos enormes lápices situados a los costados de la nave para contribuir a levantarla durante los primeros minutos de vuelo. Eran los mayores jamás construidos: 45 metros de largo y tres y medio de diámetro. Dentro almacenaban unas 500 toneladas de propelente pastoso con un túnel central en forma de estrella que las recorría de arriba abajo. En el momento del lanzamiento, un lanzallamas situado en el extremo superior provocaba la ignición simultánea de toda la superficie y los gases de combustión buscaban el escape por la tobera en la parte inferior.

El cohete estaba formado por cinco segmentos cilíndricos apilados uno sobre otro. Al encenderse, la presión en su interior era enorme y por eso las junturas entre secciones iban equipadas con unos dobles anillos de goma que asegurasen su estanqueidad. Precisamente eran esos anillos los que preocupaban a los técnicos de Thiokol. Las bajas temperaturas podían hacerlas quebradizas y un escape en cualquiera de ellas podía tener graves consecuencias.

Los responsables de la NASA no estuvieron de acuerdo con esos temores. Cierto que la noche había sido fría, pero las condiciones mejorarían al salir el sol. Así que la cuenta atrás siguió adelante. McDonald, en su condición de ingeniero responsable de los aceleradores, se negó a firmar el documento de conformidad.

McDonald siempre arrastró un impreciso sentimiento de culpabilidad por no haber insistido aún más en aplazar aquel lanzamiento

Lo que nadie recordó entonces era que el gran tanque ventral de combustible estaba lleno de oxígeno e hidrógeno líquidos desde por lo menos seis horas antes del lanzamiento. A temperaturas de unos 200 grados bajo cero. Durante casi toda la noche el viento sopló desde la misma dirección. Primero impactaba en el acelerador de babor, lamía el depósito principal de combustible, enfriándose aún más y por fin formaba remolinos sobre el cohete derecho. Las juntas de goma habían estado sujetas a una ducha helada mucho más intensa de lo que indicaban los partes meteorológicos.

El resto es una historia mil veces recordada. En el momento del despegue, el acelerador derecho se dobló ligeramente, la junta de goma no pudo resistir el esfuerzo y un chorro de llamas, casi un soplete, escapó por allí segando el soporte inferior del cohete. Un minuto y medio más tarde, el acelerador quedaba libre de su sujeción, rotaba bruscamente y su proa rompía la cúpula superior del tanque central. La explosión de millones de litros de hidrógeno y oxígeno fragmentó el transbordador (aunque la cápsula de los astronautas continuó ascendiendo en una sola pieza durante unos minutos antes de estrellarse en el mar). En el impacto murieron sus siete tripulantes, entre los que se encontraba Christa McAuliffe, la primera maestra que iba a volar por el espacio.

En la investigación que siguió, McDonald tuvo una intervención decisiva, al recordar que Thiokol había advertido sobre los riesgos de lanzar en clima tan extremo. Y, de paso, que las juntas tóricas, tal como estaban diseñadas, no eran del todo fiables. Como la trágica realidad acababa de probar.

Thiokol no reaccionó bien ante ese testimonio. McDonald fue degradado de su puesto. Escandalizado al conocer semejante represalia, que se había extendido a otros trabajadores, el senador Edward Markey consiguió que el Congreso aprobase una resolución que prohibía a la NASA formalizar nuevos contratos con la empresa. Thiokol reconsideró su decisión, McDonald fue ascendido y se le nombró responsable del rediseño de las nuevas juntas. El nuevo modelo equiparía en lo sucesivo a todos los transbordadores.

McDonald continuó trabajando en Thiokol hasta su jubilación. Siempre arrastró un impreciso sentimiento de culpabilidad por no haber insistido aún más en aplazar aquel lanzamiento. Así lo reflejó en un libro Verdad, mentiras y juntas tóricas en el que defendía sin fisuras el análisis ético en la toma de decisiones.

Allan McDonald murió hace pocos días de las secuelas de un accidente doméstico. Tenía 83 años. Solía repetir: “El tiempo atenúa el arrepentimiento por las cosas que hicimos. Pero el remordimiento por las que no hicimos es inconsolable”.

Rafael Clemente es ingeniero industrial y fue el fundador y primer director del Museu de la Ciència de Barcelona (actual CosmoCaixa). Es autor de ‘Un pequeño paso para [un] hombre’ (Libros Cúpula).

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