EL PAÍS

América Latina ante el tribalismo

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Si una cosa caracteriza hoy en día al espacio de la política es la polarización que se extiende en las sociedades. Vivimos una época de malquerencia. Hablo de esa aversión que hace de la mala voluntad contra alguien o algo todo un proyecto de vida. Hasta el paroxismo. Basta pensar, por ejemplo, en el escalofrío que experimentamos al ver a los miles de seguidores de Jair Bolsonaro invadiendo el Congreso de Brasil o la turba de simpatizantes de Donald Trump que asaltó el Capitolio de Washington dos años antes. Cambiaba el contexto, las banderas y la parafernalia de las masas, pero todos vimos que la forma de rechazar con tal beligerancia un resultado electoral que no había favorecido a su candidato era muy similar.

Al final, Trump y Bolsonaro son solo un síntoma de la desafección que recorre el mundo desde la crisis financiera del 2008. La cuestión es pensar qué clase de pathos o condiciones tienen que cristalizar para que estos y otros fanáticos de lo propio puedan persuadir y llegar al poder democráticamente. Ese telón de fondo es el que hace temer nuevas réplicas. Y es que en estos terrenos la visceral puesta en escena de los allanadores —en ambos extremos del continente americano— forma parte central del mensaje y efecto que buscan contagiar entre los desencantados de otros países: hágalo usted mismo. No creo que haya una radiografía más grotesca del malestar con la democracia y la crisis de representación que esos golpistas sublimando su impotencia al forzar las puertas del congreso, destruir la silla de su diputado y hacerse una selfie triunfal.

La polarización tiene como correlato la desconfianza. Hace unas semanas se dio a conocer el resultado de un barómetro internacional que no sólo refleja la disconformidad hacia la gestión de los gobiernos e instituciones políticas, sino un creciente pesimismo ante lo que depara el futuro tras la desaceleración económica provocada por la pandemia y conflictos como el de Ucrania. Esa mezcla de desasosiego e irritabilidad ante el aumento de la inflación y la inequidad, por ejemplo, termina por alimentar la división interna de las sociedades y favorecer el repliegue identitario. Todo un caldo de cultivo para el ascenso del autoritarismo y la proliferación de discursos abiertamente excluyentes, racistas, xenófobos.

Es precisamente esta pulsión por delimitar fronteras e invocar reiteradamente a la contraposición entre nosotros y ellos lo que hace pensar si no sería mejor dejar de hablar de polarización y llamarle, en cambio, tribalismo. Más cuando la creciente falta de esperanza parece expandir la fascinación por un pasado idealizado y el afán de tener —y si no se tiene se construye— un enemigo claro. Esta clase de ofensiva me hace recordar una y otra vez la advertencia de Freud en El malestar de la cultura: siempre se podrá vincular entre sí a un gran número de hombres “con la condición de que sobren otros en quienes descargar los golpes”.

La política del resentimiento y el deseo de separación obliga a preguntarse si no es posible hacer valer y movilizar otras emociones desde una perspectiva emancipadora. De lo contrario, uno sospecha que nuestras democracias seguirán secuestradas por personajes que se esfuerzan en presentarse como outsiders, espolear la enemistad e instrumentalizar políticamente emociones o pasiones tristes —por decirlo con Spinoza— como el miedo, la frustración, el odio, la nostalgia o la ira. No es casual que nada más anunciar su tercera candidatura presidencial a los Estados Unidos, Trump vociferara que estaba “más enojado” que nunca. Tampoco que partidos de extrema derecha como Vox hagan de la antinmigración y el antifeminismo su bandera política.

Es evidente que el malestar con la democracia solo puede ser contrarrestado con políticas sociales y económicas que combatan eficazmente la desigualdad, la corrupción, la impunidad, la injusticia social. La cuestión es que a veces se pasa por alto que reconstituir el tejido social también tiene como condición de posibilidad que los propios miembros de la comunidad se sientan afectados por la miseria, el dolor y la fragilidad de los demás. Y es difícil imaginar esa clase de sensibilidad e implicación política sin poder seducir a sujetos insatisfechos y atomizados con un modo alternativo de ver, hacer y sentir lo común que los aproxime y cobije.

La producción de emociones no es —ni debe ser— patrimonio exclusivo de los nuevos autoritarismos, populismos y plataformas neofascistas. Toda comunidad política es, ante todo, una comunidad de afectos y deseos. De lo contrario no podría conformarse, perdurar e imaginar un futuro vivible juntos. Un indicio del abandono de un proyecto de vida en común, como lo ha dejado ver Antoni Domènech, es hasta qué punto la fraternidad ha sido eclipsada por la libertad y la igualdad como valor democrático. Creo que confrontar el tribalismo y la política del resentimiento pasa por rescatar del olvido ese tercer valor republicano, que no es otra cosa que un afecto.

Supongo que para algunos el hablar de fraternidad o de cuidados les sonará ingenuo o anacrónico. Así nos va. Una época de marcada interdependencia obliga a pensarnos en tanto seres relacionales. Hace tiempo que sabemos que nuestros cuerpos y trayectorias vitales están expuestos, querámoslo o no, a los otros. Y viceversa. Es precisamente esta vulnerabilidad compartida —evidenciada al extremo con los estragos de la pandemia o el cambio climático— la que exige repensar lo común y cultivar una mirada contrapuntística. Esto no implica, desde luego, tratar de eliminar el desacuerdo y el conflicto. Tampoco negar la pluralidad y la necesidad de ser reconocidos como distintos que nos constituye. Eso solo lo aspiran regímenes monolíticos, persecutorios y disparatados en los que nadie aquí quiere vivir.

En el caso de Latinoamérica, creo que el profundo malestar ante la desigualdad social, la corrupción y las violencias que padecemos nos obliga a problematizar ese enfoque que lleva a insistir y ampliar obsesivamente todo aquello que nos separa. En el caso de México, convendría entender que la transformación social y política —es decir un buen futuro— no vendrá de etiquetar y descalificar sistemáticamente como conservador o adversario a todo aquel que no coincide o entra plenamente en una estrecha categoría de nosotros. Lo republicano sería gastar esa energía en apelar a una participación y compromiso compartidos —al margen de lo que cada uno es o cree ser—, así como en cultivar una afectividad que traspase las brechas ideológicas, generacionales, nacionalistas. Tiene razón Marina Garcés, tomar posición es mucho más que tomar partido.

Esta clase de implicación social y afectiva que desborda los límites previstos no es una quimera. Pienso en el estallido chileno en octubre de 2019. En cómo aquellas protestas nacieron cuando cientos de estudiantes decidieron manifestarse en contra del aumento de la tarifa de transporte público en Santiago. Es significativo que dicha alza no contemplaba cambio alguno en el precio del boleto de estudiante; si esas chicas y chicos salieron a las calles y saltaron las barreras del metro fue para protestar y poner el cuerpo por todos esos vecinos y trabajadores que desde hace años malviven en uno de los países más desiguales de Latinoamérica.

Ese gesto de solidaridad que atraviesa sin hacer distinción de edad o código postal es tan solo una muestra de la nueva sensibilidad política que ha irrumpido en años recientes y que potencia el encuentro. Mientras gobiernos y líderes de diverso cuño siguen mercadeando con el antagonismo, las nuevas generaciones están apareciendo y aliándose en las calles de Chile, Colombia, Cuba, Perú, Argentina o México para manifestar su hartazgo al margen de los partidos políticos. Basta leer algunos testimonios recabados en las crónicas del libro Rabia para reconocer que es precisamente esa emoción —y otras como el dolor, la indignación o el duelo— las que han convocado y movilizado a miles de latinoamericanos para protestar contra la penalización del aborto, el abuso de poder, la violencia de Estado o la impunidad de los feminicidios.

Desde Hobbes, el miedo —y su primo hermano el odio— ha concentrado el análisis de lo político en torno a las emociones. La misma idea del contrato social está anclada en él. Esa preponderancia no ha cambiado mucho en la era de las redes sociales y la posverdad. Creo que es tiempo de sacudirse ese sesgo y prestar más atención al lugar que guardan otros afectos y emociones en la vida pública contemporánea. Si Spinoza no se equivoca, el miedo y el resentimiento solo serán suprimidos por un afecto contrario y más fuerte. Quizá si dejáramos de desestimar lo que puede un cuerpo y pensáramos más seriamente en los alcances políticos de la fraternidad, la confianza o la risa podríamos aspirar a sociedades más solidarias y justas. A dejar de ver a la razón sensible como un oxímoron y con ella impulsar nuestra acción.


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