Anderson (Vanderbilt) Cooper o la vida como tragedia

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Pertenece a lo más próximo que los estadounidenses tienen de realeza aunque él se haya ganado cada centavo a golpe de nómina. Su apellido es Cooper, proveniente del sureño Misisipi, aunque es un Vanderbilt de pura raza nacido en Nueva York. A sus 52 años, Anderson Cooper se ha quedado huérfano definitivamente. Su primera orfandad le llegó a los 10, cuando su padre, Wyatt Emory Cooper, moría en la mesa de un quirófano cuando se le practicaba una cirugía a corazón abierto. Esta semana, Gloria Vanderbilt, sobre quien se acuñó el calificativo de “la pobre niña rica” cuya custodia fue carnaza de la prensa en los años treinta y cuyo tatarabuelo tenía más dinero que el Tesoro de Estados Unidos, fallecía a los 95 años víctima de un cáncer de estómago.
Es imposible escribir de Cooper sin escribir de Gloria Vanderbilt. Durante los años en los que ni las redes sociales ni la magia envenenada de Internet eran de uso cotidiano existía quien se sorprendía al conocer que la madre del reconocido periodista era la tataranieta del magnate del siglo XIX Commodore Cornelius Vanderbilt, heredera de un imperio naviero y de ferrocarriles. Pero tras la fama televisiva de Cooper, Vanderbilt ganó atención por ser, precisamente, la madre de Anderson, y no al contrario.
El desgarro, el desapego emocional y la tragedia son comunes en madre e hijo. Vanderbilt se casó cuatro veces y al único hombre que consideró el amor de su vida fue al padre de Anderson, cuya muerte sentenció el estado civil de la multimillonaria como viuda para el resto de su vida. Nunca volvió a casarse. “Desde muy pequeño sentí que yo era responsable de mi madre”, relata Cooper en el documental de HBO Nothing Left Unsaid (Nada más que añadir). “Ella no me debía nada, más bien al contrario”, explica en la cinta en la que el reportero examina junto a su madre la vida y el legado de esta.

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Wyatt Emory Cooper y Gloria Vanderbilt con sus hijos Carter y Anderson Cooper, en marzo de 1972 en su casa de Southampton (Nueva York). Jack Robinson Getty Images

“Hay gente que sucumbe a la pérdida, a quien la tragedia les destroza”, relata Cooper. “Y luego están aquellos que la utilizan como impulso”. Durante muchos años cargó introspectivamente con la muerte de su padre —“me volví más reservado”— pero fue el suicidio de su hermano mayor con 23 años el que le dejó insensible ante la vida. Carter Cooper se lanzaba un caluroso día de julio de 1988 desde el piso 14 del apartamento en Manhattan de su madre. Gloria fue testigo directo del salto al vacío de su hijo, al que intentó implorar de rodillas que no lo hiciera. “Puso su mano en alto para decirme que parara”, relata en el documental la artista y empresaria. “Que no me acercara a él, y luego se descolgó de la barandilla”. Serena, elegante como siempre, con más de 90 años, Gloria Vanderbilt confesaba ante la cámara que si en aquel momento no se lanzó tras su hijo Carter fue porque pensó en Anderson.
Quizá fue esa última tragedia la que llevó a Cooper a refugiarse en el periodismo tras licenciarse en Harvard, a trasladarse allá donde hubiera una historia de infortunio que contar. Empezó con una cámara a viajar por el mundo y vender sus crónicas a quien se las quisiera comprar hasta llegar adonde está hoy, en las más altas cumbres del periodismo, en la cadena CNN o el mítico 60 Minutes. “El dolor que encuentro a mi paso se iguala con el dolor que siento dentro de mí”, escribe en su libro Dispatches from the Edge, sobre sus vivencias como reportero en zonas de guerra. “Cuando aceptas que la vida es una tragedia, es entonces cuando puedes empezar a vivir en paz”, asegura.

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Anderson Cooper y su madre, Gloria Vanderbilt, en la presentación de su documental para HBO, ‘Nothing Left Unsaid’, en abril de 2016 en Nueva York. Charles Sykes AP

Se ha derrumbado elegantemente ante la cámara en más de una ocasión. De su paso por la guerra de los Balcanes dijo sobre la sitiada Sarajevo: “Toda la gente de esta ciudad tiene una bala con su nombre. Todos tienen turno con la muerte. Solo esperan que les llegue y es lo único que se preguntan, cuándo les llegará”. En 1994, con 26 años, Anderson Cooper contaba los cadáveres que se apilaban en el genocidio de Ruanda. En 2005 experimento que el Tercer Mundo también existe en Estados Unidos. Las víctimas del huracán Katrina sufrían bajo un sol abrasador porque el presidente George W. Bush no se decidía a dar una respuesta a la crisis creada tras la rotura de los diques en Nueva Orleans. El cadáver de una mujer era devorado por las ratas. Cooper lo relató en directo. Su dolor interior empatizando con el dolor ajeno. Su tragedia personal frente a la tragedia de los más desfavorecidos.
Pocos conocen de su breve paso como becario por la CIA, la agencia de inteligencia americana. Sobre este episodio de su vida bromeó diciendo que todo era “mucho menos James Bond de lo que esperaba que fuera”. Mucho más conocida era su homosexualidad y pocas veces se puede convertir en noticia algo que es de sobra conocido. En 2012, Cooper admitía que era gay y que no podía sentirse “más feliz ni más orgulloso” de sí mismo. En una nota ajena a la desdicha que ha teñido la vida de madre e hijo, en el libro que escribió junto a su madre en 2016, The Rainbow Comes and Goes (que significa “El arcoíris viene y va”), Anderson bromea con Gloria sobre el sexo. “Quizá la única cosa más embarazosa que oírte hablar de tu vida sexual”, le dice Cooper a Vanderbilt, “es descubrir que la tuya ha sido mucho más interesante que la mía”. El arcoíris seguirá yendo y viniendo para Anderson Cooper. No para Gloria Vanderbilt.


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