Arquitectura en novela

Hace unos meses, Irene Solà le resumió al periodista de EL PAÍS Carles Geli una de sus grandes verdades: “Se puede ser contemporáneo desde tu pueblo”. Ella, además, logra ser cosmopolita. Y eterna: es difícil descifrar el momento en el que sucede lo que narra. En su última novela, Los diques (Anagrama), hay más arquitectura que ingeniería, a pesar del título. Sin embargo, como sucede con la ingeniería, muchos de los elementos arquitectónicos construyen convincentes metáforas de momentos vitales, sentimientos o incluso sensaciones.

Así en Los diques hay cimientos que –como ocurre también en la vida– terminan confundiéndose con falta de espacio:

“Cuando vivían en la misma casa y veían las mismas cosas, la misma diarrea y legañas en las caras de los terneros esmirriados y enfermizos, la misma panza hinchada de una vaca antes de parir, la misma predicción del tiempo después del telediario, el mismo cuchillo del pan y el pan y todo eso, no les hacía falta hablar demasiado. Ahora, en cambio, hablan más que nunca. Hablan al detalle sobre todo”.

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También hay mobiliario. Los muebles de una casa han marcado, desde siempre, la jerarquía en las relaciones entre sus habitantes: “Piensa que se alegra de que sea verano y de compartir con Kim los espacios de la casa. El cuerpo de él, descuidado y largo, ocupa siempre el sofá grande”. “Que el enchufe y el cargador del móvil están siempre ocupados por el móvil”. Piensa que en septiembre, en la casa, solo van a estar ella y Victoria. Y se imagina sosteniendo la casa sobre la espalda.

Piensa en casas grandes con padres, madres y niños que un día se quedan vacías.

En la novela, como en muchas casas, la vegetación está controlada: “Estas son las plantas, frondosas y verdes como una selva, en la terraza del vecino de abajo de Vicens. Vicens tuvo que dejar de tender la ropa en ese balcón porque si se le caen pinzas, calcetines o calzoncillos, y tiene que bajar a buscarlos, el hombre se enoja muchísimo. Los niños de la casa de al lado le tiran fichas de dominó y juguetes de huevo Kinder, y el vecino a veces les grita: ¡no me tiréis juguetes demonios! y a Vicens cada vez que lo oye gritar, le dan ganas de cantarle Ese portugués hijo puta es, porque es de Portugal. Solà demuestra que las plantas también acumulan memoria: “Lo único que Roser sabía de su abuelo era que había plantado ese rosal en la pared de delante de la casa como regalo de bodas para la abuela. El rosal daba una rosas claras y desgreñadas, tan llenas de pétalos que parecían una herida de bala. Esas flores desprendía en un olor dulce y empalagoso como un veneno, que mareaba a las abejas. Roser tenía el pelo corto y grueso y gris. Los ojos azules tan claros que también parecían grises, la cara y el cuerpo cuadrados y las manos pequeñas y rápidas como los dos ratones. Era una mujer astuta que hablaba poco, y a la que no hacía falta explicarle las cosas para que las entendiera. Había entendido, por ejemplo, que si nadie le contado nunca nada sobre el abuelo Jaume, a parte de la procedencia del rosal, era porque su abuelo había sido un hombre malo. Si después de morirte tu mujer no habla de ti, no cuenta anécdotas de cuando le hacías la corte, no cuenta historias de los días en los que eras divertido, y no dice que te extraña cuando está sentada a la mesa el día de tu santo, y si después de muerto tus hijos tampoco hablan de ti, no y no les transmiten a sus hijos las cosas que les decías ni les enseñan lo que tú les enseñaste, y tienes dos nietos que, pasados los años, no saben quién eres, tiene que ser porque hiciste cosas malas y despreciables y ponzoñosas.

Portada de la novela Los diques.
Portada de la novela Los diques.Anagrama

La casa de la novela cambia, como el rosal, durante el verano: “y esta es Nádia, que sostiene al niño, con una marca de agua que le atraviesa la cintura del bañador. Nadia, bronceada, dentro de la piscina. La más guapa de los tres hermanos. Como si los otros dos se hubieran desteñido. Los hijos cada vez menos oscuros, menos brillantes.

Esta es Nádia con los cabellos largos y castaños, y los ojos chiquitos y oscuros y los labios finos pero rellenos, Nádia que, sin gafas, lo ve todo borroso. Y este Kim, que toma el sol sin bañador, y mira el móvil de vez en cuando, bronceado y alto y fibroso, con los músculos delgados pero marcados, el pecho un poco hundido, los pezones oscuros y el pelo dorado con ondas que le caen sobre la frente, seductor y sin preocupaciones. Y los ojos como la miel, y los pies y las manos gigantes. Y esta es Victoria, que lee una novela. Y este es Lluís, que decía, cada maldito invierno, que construirían una piscina de obra. Para nadar cuando fueran viejos.

Y este es el albañil, hace tres otoños cuando, finalmente, se decidieron a construirla, preguntándole a Victória: y ” quiere que le ponga en el fondo de la piscina, con baldosas de un azul más oscuro, su nombre y el de su marido? Victoria y Lluís en el fondo, en medio y Victoria que se pone nerviosa con las obras que respondió sí y estos son los azulejos que dicen Victoria y Lluís brillando en el fondo de la piscina, y esta es Victória, que siempre que nada intenta no pisarlos”.


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