Así que pasen treinta años


Uno se da cuenta, al cabo del tiempo, de que algunas tristezas nunca se pasan y algunas personas nunca se olvidan. Cuando uno sufre esas tristezas, confía en que los meses y los años las vayan atenuando, hasta que finalmente se curen y desaparezcan. Lo primero es cierto, ninguna quemadura conserva la intensidad de cuando el fuego abrasó la carne. Lo segundo es falso, porque hay heridas que jamás sanan del todo o que dejan una cicatriz indeleble a modo de recordatorio continuo. En cuanto a las personas queridas y perdidas, uno teme lo contrario: que sus rostros y sus voces se nos vayan difuminando hasta no ser capaces de rememorarlos. Eso ocurre sin duda con quienes no tuvieron tanta importancia, o con quienes conocimos intensa pero superficialmente, o con quienes nos decepcionaron y tratamos de borrar aposta para sacudirnos la amargura. Pero no con los individuos cruciales, no con quienes nos marcaron. De éstos no sólo seguimos acordándonos así que pasen treinta años, sino que prolongamos su vida a base de preguntarnos qué habrían pensado de lo que hoy sucede, nos atrevemos a interpretarlos calladamente, pues nada tan irrespetuoso como proclamar que Lorca, o Machado, o Cernuda, o Azaña, habrían estado en la actualidad a favor o en contra de tal cosa, habrían apoyado a tal partido, se habrían opuesto a tal ley o Gobierno. Afirmar eso (y demasiados no tienen empacho en hacerlo) es tan arrogante como pretender que Dios le habla a uno y que obedece sus órdenes. Eso sí es apropiarse y arrimar el ascua a su sardina: cuántos imbéciles en los últimos años han asegurado que Shakespeare, de haber vivido en esta época, se habría dedicado a escribir series…, como si a él le hubieran importado sólo los argumentos, y nada el estilo.

Pero volviendo a lo concreto: el próximo 5 de enero se cumplirán tres decenios de la muerte de Juan Benet, quien, aparte de gran escritor al que aún los medianos zahieren póstumamente, fue un amigo y un maestro. No tanto literario cuanto vital. Él, junto con mis padres, me enseñó qué eran la rectitud y la decencia, sin que sus contradicciones biográficas (quién no las tiene) mermaran en absoluto sus lecciones: él veía los conceptos claros, aunque de vez en cuando decidiera no atenerse a ellos. También me enseñó a ver y oír mejor (pintura y música), y a leer mejor, a saber distinguir lo valioso de lo pretencioso y los recursos de buena ley de los de mala. Murió una noche de invierno de hace casi treinta años, y calibro lo lejos que está esa noche si pienso en lo que he escrito yo desde entonces. La última novela mía que leyó fue Corazón tan blanco, de 1992, y después han venido nueve más, la mayoría extensas. No sólo cuando las vi publicadas, también mientras las escribía, me resultó imposible no tener a Don Juan presente, como si su fantasma me mirara las páginas por encima del hombro. A veces he pensado que me habría reñido: “No, hombre, no, no pongas esto”, y aun así lo he puesto, porque era sólo yo el que decidía. Otras me ha parecido que murmuraba: “Lástima que te hayas inclinado por ese adjetivo, porque no iba mal del todo este párrafo”, lo cual debía entenderse casi como un aplauso; suprimí el adjetivo, en consecuencia, y me quedé medio tranquilo.

Pero, más allá de nuestra relación, Benet también era alguien que escribía artículos muy lúcidos y originales y que opinaba sobre las cosas del mundo. No siempre estuve de acuerdo con sus posturas, pero estaba seguro de que valía la pena tomarlas en consideración y atenderlas. De entre las piezas que publicó de ese género, y dejando de lado las luminosas sobre asuntos literarios, recuerdo una ocasión en que se dejó llevar por las emociones, algo en él infrecuente. El artículo se titulaba “Ryan” y en él maldijo con vehemencia a ETA (los consideraba ya cadáveres, seres muertos) después de que ésta secuestrara y asesinara a sangre fría (fue una vileza precursora de la de Miguel Ángel Blanco) al ingeniero vasco José María Ryan, en 1981. No lo he releído: si mal no recuerdo, tenía algo de exabrupto, pero, al venir de una pluma tan singular y eficaz, conmovía pese a su carácter.

Si ahora me pregunto qué le habrían suscitado los bombardeos sobre Ucrania, la invasión injustificada y feroz de Putin, creo (no me arrogo saberlo, estaría incurriendo en soberbia) que podría haber escrito otra pieza como aquella lejana, en la que las maldiciones habrían ido destinadas al actual tirano del Kremlin, al cual habría visto como a un cadáver suicida. Y alguna maldición menor les habría caído a los espíritus muertos que lo defienden, o miran para otro lado, en sus cómodos sillones de nuestro Parlamento, o de nuestras tertulias, o simplemente de nuestros salones. Él había estudiado a fondo la II Guerra Mundial tras vivirla de lejos entre sus doce y sus dieciocho años. También la Guerra Civil, tras vivirla muy de cerca entre sus nueve y sus doce. Sabía bien lo que era un ser implacable. Esa es otra de las cosas que me enseñó a discernir: quién tiene piedad, incluso en la guerra o tras la victoria, y quién no la tiene. Quién mata sólo lo necesario y quién mata más de la cuenta, tan de sobra.

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