Barcelona, cómo hacer ciudad en vez de nación

Se acaba de reeditar, en castellano y catlán, uno de los textos fundamentales de la filosofía de la Transición española: La Cataluña ciudad (Galaxia Gutenberg), de Eugenio Trías. En él, el pensador barcelonés sostiene que la identidad de un pueblo, su modo propio de ser, sentir y comprender el mundo no reside en rasgos antropológicos o étnicos. Ve necesario revisar, críticamente, las ideas de nación y patria. Debe dejar de entenderse en clave esencialista y recrearse acorde a la época actual; a saber: en términos de civilidad. Enseguida lo explicaré.

En lugar de hacer país, propone hacer ciudad. En lugar de un nacionalismo historicista y antropológico de estrechas miras, o un concepto unidimensional y ochocentista de nación, prescribe concebir las identidades nacionales, no en sentido ontológico o abstracto, sino en términos de sus encarnaciones en la ciudad, en sus ciudades cosmopolitas. Lo considera el único modo de “desarrollar todas las energías ciudadanas, sean cuales sean su ideología y su habla, su procedencia y su grado de mestizaje”.

Se inspira, para esta propuesta, en importantes pensadores españoles y catalanes: Maragall, D’Ors, Unamuno, quien toma de Xènius la idea de ciudad: “la patria es, ante todo y, sobre todo, la ciudad, y la patria es un medio para la civilización y no el fin de ésta”. Según Trías, patria en cualquier otro sentido constituye un concepto desgastado y desprestigiado en la filosofía política. De ahí que hoy se le busquen eufemismos: país, pueblo o nación, para revestirlo de un aura laica y secular, y disimular, así, la pretensión de sacralizarla y teologizarla, y de eternizar o inmortalizarla cual incorruptible. La patria solamente es legítima –dice Trías– si se la ama por su ser (el ser lo concibe finito, ser con límite) y no en referencia a lo absoluto o divino. Y eso solamente se puede conseguir redefiniéndola –en contraposición a todo nacionalismo– como ciudad, como civilidad cosmopolita.

Pero también se inspira en la gran filosofía contemporánea europea: la noción de pacto de Hobbes y, sobre todo, la de sociedad civil hegeliana. Esta es el espacio intermedio que media entre naturaleza y Estado: el ámbito propio del individuo como persona autónoma y libre. Es en la ciudad moderna donde el individuo se emancipa del dominio de lo común, del género, de la familia, y logra la libertad singular. Y lo hace a través de la cultura: el duro trabajo y la adquisición de formación. La ciudad es el lugar de la comunidad de cultura y civilización compartidas que se gana solo por la vía laboral y cultural. La ciudad es el intersticio entre el estado de naturaleza y el estado político: el espacio de los pactos, donde las armas ceden su lugar al sacrificio laboral y económico, aunque, como muy bien vio Marx, siga siendo un ámbito desgarrado y conflictivo por las luchas de clases económicas.

Y bien, dice Trías que fue Cataluña quien a lo largo del siglo XX encarnó, dentro de España, esa síntesis entre pactismo e individualismo. Y fue Barcelona la que mejor materializó esa civilidad metropolitana y ciudad cosmopolita de cultura; la que más claramente abandonó el espíritu local, rural y aldeano.

Vista aérea de Barcelona.
Vista aérea de Barcelona.

Gracias a las ciudades –en tanto que segundas moradas– se abandona –como quería D’Ors– lo telúrico y el suelo patrio. Gracias a ellas, los ciudadanos se expatrían en favor de lo cosmopolita, mestizo y global, pues ellas median entre lo que cobija el pasado y lo ancestro (cual santuario local) y el intercambio mundial (cual casino global), si bien Trías las concibe –a diferencia de D’Ors– a la manera de Maragall y Unamuno: de carácter moral y solidario (hoy diríamos, estados del bienestar).

La ciudad es, en efecto, la mediación y síntesis entre lo global e internacional y la patria local. Pero Trías le confiere, además, relevancia filosófica. En su obra la idea de ciudad cobra un triple sentido. Ciudad es, sobre todo, cosmopolis, es decir, microcosmos de civilización tecnocientífica formado por lo que él denominaba, genialmente, minorías globales. En segundo lugar, ciudad es cualquier sistema que se articule sobre un eje vertebrador e idea motriz que se manifiesta en sus diversos sectores (barrios y distritos). Y toda ciudad es, en tercer lugar, un depositario, repositorio y reservorio de capas y estratos, a menudo entremezclados y mestizados, de historia y memoria de todas las personas, poblaciones y culturas que a lo largo de las épocas la han construido, reformado y habitado.

El análisis de Trías en esta obra aporta otra gran originalidad de rabiosa actualidad y vigencia: cifra el conflicto entre Cataluña y España, no en el republicanismo, no en la Guerra Civil, no en el franquismo, no en el pacto del 78, sino en el cambio de siglo novecentista. Ubica su raíz en el hecho de que se impidió que esa civilidad, ese espíritu de ciudad cosmopolita encarnado en Barcelona –a la que hoy se unirían otras modernas y mestizas urbes de Cataluña: Terrassa, Tarragona, L’Hospitalet, Girona…– contagiara al resto de España, y se le negó un papel central en la regeneración hispana de principios del siglo XX. Cataluña no pudo –según él– contribuir, ni por la derecha ni por la izquierda, a una vertebración efectiva hispana. Por ende, ambas partes tuvieron que conformarse con el pactismo, lo cual convirtió a España, a lo largo del siglo XX, en “un pleito no dirimido entre una sociedad civil sin Estado –Cataluña– y un Estado castizo, tradicional y arcaizante, de carácter marcadamente unitarista, y visceralmente fóbico respecto a todos proceso de regeneración autonomista”. La consecuencia de ello estaba cantada: surgieron dos nacionalismos viscerales. En Cataluña se fue fraguando un patriotismo esencialista, en tanto que España fracasó en consumar, cuando tocaba –primeras décadas del siglo pasado– un proceso moderno de síntesis entre patria y civilidad cosmopolita e internacional.

Así las cosas, para Trías el hecho diferencial de una sociedad, de una nación –Cataluña, sin ir más lejos–, no es nunca algo antropológico; no tiene que ver con lo étnico, sino con lo cultural. Empero la idea de cultura es siempre problemática por su vaguedad; requiere una pauta empírica para determinarla, de ahí que se suela esenciar el hecho diferencial en la lengua. Ahora bien, las diferencias lingüísticas son, por definición, negativas, reductoras, empobrecedoras. El hecho diferencial, de ser algo, debe ser positivo: un conjunto de ideas y valores. Y estos no residen en la lengua sino en el pensamiento. Es la filosofía la que debe rastrear, en la lengua, esos valores e ideas culturales que conforman la identidad y singularidad de una nación. Por eso, Trías ve necesario volver a figuras como Jaume Balmes, Eugeni D’Ors, Joan Maragall o los pensadores del medioevo catalán. La identidad emerge de las ideas que una nacionalidad añade, de manera consciente, a la mera materia prima de su pueblo.

Arash Arjomandi es filósofo y profesor de EUSS-School of Engineering (UAB).


Source link